Pascal Bruckner como un buen hijo

Por Carlos Toribio.

un buen hijo de brucknerLe suplico, que provoque la muerte de mi padre (…) Dios mío, os dejo la elección del accidente, pero haced que mi padre se mate”. Así de contundente y fulminante comienza Pascal Bruckner en su novela portentosa autobiográfica Un buen hijo (Impedimenta) para quedar desde el inicio atrapados en un viaje nada agradable. Sobre sus intenciones, Dios, tardará sesenta años en escuchar sus plegarias. La oración de la noche no dio resultado…

Bruckner (París, 1948), filósofo, ensayista y novelista francés, sobresaliendo con su obra Miseria de la precariedad, describe con una ecuanimidad de estilo espectacular en esta última obra publicada en 2014, una realidad abrumadora y terrible, su realidad, ya desde su infancia, pasando por la juventud, hasta llegar a la madurez. Una vida marcada por la convivencia con su padre (realmente, hay momentos que el libro podría titularse El mal padre), déspota y maltratador, donde a lo largo de las páginas lo llega a llamar verdugo, monstruo, loco furioso, tirano, califa omnipresente, torturador, soberano y mal bicho. Este hombre, no olvidemos,  su progenitor, lleva el dolor hasta la máxima expresión, llevándolo a cabo dentro de casa, donde su mujer se convertirá en el punto fácil de sus dardos, una mujer sometida y atormentada por el dolor físico y psíquico de su marido, o incluso, ya a finales de su vida, su forma de ser caerá como una losa encima de las personas que le cuidan. No sólo será en el ámbito doméstico, sino que fuera de casa, también sacará a relucir esta bestialidad, ya que desde juventud fue colaborador del nazismo y del exterminio judío. Se trata de un hombre antisemita (“los judíos lo han corrompido todo, lo han ensuciado todo, lo han pisoteado todo. Quieren dominar el mundo”, opina al respecto), racista, en contra de los Hermanos Marx y del Gran dictador de Charles Chaplin. Además, como anécdota, se las daba de amante del arte moderno, comprando “bodrios”, tal como comenta Pascal, de Bernard Buffet, un pintor menor de inicios del siglo XX, y litografías de Vasarely. Un querer y no poder de este ex trabajador de Siemens. Siempre quiso estar en la cima, pero acabo en la ruina más absoluta. Con deudas y sin un franco.

Dentro del relato encontramos el triángulo familiar, sobresaliendo la figura del padre, pero en contrapartida encontramos la figura de Pascal, su hijo, tratando diferentes momentos de su vida, pero siempre teniendo como epicentro de sus pensamientos a su padre. Este “buen hijo” rechazará por completo todo lo que representa su padre, dejando de lado el pasado, seguir su carrera llena de obstáculos, pero siempre manteniéndose al lado de su padre hasta el día de su muerte. Su madre, era sumisa a su marido, siendo enferma crónica desde su martirio personal que se encontraba conviviendo con esa persona.

Relato directo, con golpes bajos, pero muchos sin tapujos que en muchos momentos llega a ser violento para el lector, con pocos momentos para el humor, posiblemente el único sea cuando la madre limpia los calzones a Pascal, donde la dignidad recupera su lugar, ganando camino al pudor. En este camino espinoso, un camino familiar que puede ser conocido, lleno de agujeros y tierras pantanosas, donde un mal paso es síntoma de violencia, las heridas que va dejando son muchas y dolorosas, que el lector irá encontrando con la lectura de cada capítulo. Se tiene que comentar que la introducción, realmente necesaria para el libro, es obra de Juan Manuel Bonet, con traducción excelente de Lluís Maria Todó.

Bruckner que después de esa declaración de intenciones al inicio, comenta “nací en París a finales del año 1948. El año de la muerte del doctor Theodor Morell, médico personal del Führer (…) La muerte y la enfermedad me acompañaron desde el inicio como dos amigas”. Aquí lo enlaza con su estancia en los Alpes de niño por motivos de salud. Una liberación para él, ya que en sus vueltas a Lyon encuentra el altercado como norma. La calma era la excepción (“mis padres se están peleando, es casi un ritual”).

La segunda parte del libro, “Librarse de una buena”, podríamos considerar que es menos impactante. Bruckner deja atrás el sufrimiento de la autobiografía infantil, para hablar de sus libros, su relación con éstos (“los libros nunca me han decepcionado; he leído muchos que eran malos, pero muchísimos que eran muy buenos. Compro cada semana, y los abro temblando. Busco en ellos una revelación”), su trayectoria, sus influencias, entre ellos, Sartre, Gide, Breton o Camus, y acaba mencionando, que los libros le acaban salvando, posiblemente de una vida indigna. Otro importante hecho es su llegada a París, dejando atrás Lyon, sus estancias en los Alpes, para encontrar un nuevo mundo, nuevas personas y nuevos retos. Así llevará a cabo su tesis dirigida por Roland Barthes, icono de la hipermodernidad, mentor en estos inicios en la capital francesa, igual que serán las conferencias de Sartre, ya en su decadencia. Bruckner en estos momentos, considera que no existe el pensador supremo, igual que tampoco existe el artista perfecto. París en esos momentos, dejando atrás la II Guerra Mundial, y recuperando en menor medida la capitalidad artística que había perdido a favor de Nueva York, es lugar de retorno de pensadores, literatos y artistas, todos ellos sin llegar a la perfección.

Dejando atrás estos momentos personales de su vida como escritor, el padre de Pascal, vuelve a ser el epicentro del relato. Su madre ya no se encuentra con ellos, había fallecido, y Bruckner también es padre, por ese motivo, termina aceptando los errores de ese viejo que sobrevive doce años a la mujer que mató a fuego lento, y que además poco a poco se iba pareciendo más a Jean-Marie Le Pen, “yo decidí jugar a ser el buen hijo, a pesar de los pesares”. A todo esto, nunca le gustaron los libros de su hijo, “no le gustaban mis libros; los encontraba demasiado largos, demasiado obsesivos, demasiado complicados, demasiado orientados”. Con todo este panorama y siguiendo la Roma Antigua, Pascal no se convirtió en adulto hasta los sesenta y tres años, momento que murió su padre.

Con todo este panorama, Pascal considera que ha dedicado su vida a los libros, tal vez en detrimento de las personas. Con todos estos ingredientes, y siguiendo dando guerra en la actualidad, Pascal Bruckner considera “espero ser inmortal hasta el último aliento”.

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