La historia del profesor que inspiró la aparición de Sherlock Holmes

 

El escenario era el Londres de 1888. Específicamente, la parte pobre de la ciudad, alejada de los bailes señoriales de los salones europeos del siglo XIX. Ese era el lugar donde el asesino apodado “Jack, el destripador” cometía los crímenes que lo harían conocido y, por sobre todo, le darían fama de escurridizo: a pesar de que la policía contaba con una lista de varios sospechosos, nadie parecía dar con la identidad del brutal asesino de mujeres.

Un año antes se había popularizado el personaje de ficción Sherlock Holmes, un detective astuto que podía resolver cualquier misterio valiéndose sólo de su aguda observación. Probablemente, algo así era lo que necesitaba el cuerpo de policía londinense, Scotland Yard: el destripador ya iba por su cuarta víctima, la gente vivía aterrada y la policía enfrentaba un gran descrédito.

Desesperados, los investigadores recurrieron a un connotado científico. Sin saberlo, era ni más ni menos que el hombre que había servido de inspiración para que el escritor Arthur Conan Doyle creara el personaje de Sherlock Holmes.

Se trataba de Joseph Bell, un profesor de la Universidad de Edimburgo que había logrado notoriedad por resolver casos extremadamente difíciles. El del matrimonio Chantrell, por ejemplo: descubrió un asesinato donde la policía sólo había visto un envenenamiento accidental por gas. En esa oportunidad, y fiel a su intención de mantenerse alejado de la vida pública y la prensa, Bell trabajó junto al experto forense más reconocido de la época en Inglaterra, Harvey Littlejohn, quien recibió todo el crédito por la resolución del crimen. Sin embargo, para Chantrell no pasó desapercibido el riguroso ingenio del académico, y antes de enfrentar la pena de muerte a la que fue sentenciado, le envió un claro mensaje: “Denle mis felicitaciones a Joe Bell. Hizo un buen trabajo llevándome a la horca”. En ese momento, Bell comenzó a obtener reconocimiento público.

Nace el personaje

Una década antes, en 1977, un joven Doyle, de 17 años, se incorporaba a la célebre clase de Bell en la Escuela de Medicina de la Universidad de Edimburgo, donde comenzaba a cursar sus estudios. Por ese tiempo, la vida de Conan Doyle distaba bastante de la celebridad que conseguiría con los años. En su casa había múltiples problemas, su padre estaba desempleado, era alcohólico y solía actuar con violencia. Así fue como la universidad se convirtió en su refugio, muy especialmente la clase de Joseph Bell, que lo hechizaba cada vez más.

Quizás fue ese mismo interés el que hizo que en 1880 Bell lo eligiera como su ayudante, aunque ni siquiera el mismo Doyle tenía una explicación certera. En sus memorias escribiría que “por alguna razón que nunca entendí, él me eligió de entre la gran cantidad de estudiantes que frecuentaba el pabellón y me hizo su asistente. Ahí tuve amplias posibilidades de estudiar sus métodos”.

Lo que más llamaba la atención de Conan Doyle era la sentida ambición de Bell: aplicar la ciencia a la detección del crimen. Y lo conseguía. Esa fue la razón inicial de que un viejo amigo le ofreciera una entrada al mundo del crimen, que tanto lo apasionaba. La petición era que Bell ayudara a resolver la misteriosa muerte de una mujer que había recibido múltiples puñaladas, pero que había sobrevivido en el hospital. En ese caso, el profesor descubrió que la responsable de la muerte no habían sido las heridas, sino una infección bacteriana producto de las puñaladas, en un tiempo en que se sabía poco y nada acerca de estos microorganismos.

Una historia grafica este ingenio. Se cuenta que una vez le dijo a un paciente: “Sé que usted es un celador y toca las campanas los domingos en una iglesia de Northumberland, cerca de Tweed”. “Es cierto”, le respondió el hombre, “pero ¿cómo lo supo, si nunca le dije nada?” Bell se dio vuelta hacia sus estudiantes y señaló: “¿Se dan cuenta del acento de Northumberland en sus palabras, demasiado suave para ser del sur? Sólo se encuentra uno así cerca de Tweed. Luego, sus manos. ¿No notaron los callos en ellas por culpa de las cuerdas? Además, hoy es sábado, y cuando le pregunté si podía volver el lunes, respondió que tenía que llegar a su casa hoy en la noche. Así supe que tenía que tocar las campanas mañana. Muy fácil, señores, si sólo observan y suman dos más dos”.

En libros como Dr. Joe Bell: modelo para Sherlock Holmes, diversos historiadores han señalado que el trabajo de este académico era muy adelantado para su época, y se cree que probablemente fue uno de los primeros patólogos forenses que existió, como también uno de los primeros en usar una autopsia para resolver un crimen. Además, puso los primeros cimientos de lo que hoy se ha popularizado como CSI (Investigación de la Escena del Crimen, en inglés).

Conan Doyle trabajó un año junto a Bell y en 1881 egresó de la universidad. En ese momento comenzaría un nuevo período de dificultades. Iniciando su carrera profesional, abrió una pequeña consulta en la que lo que más escaseaba eran los pacientes, y como necesitaba mantenerse por sus propios medios, comenzó a escribir historias cortas, cuya publicación le entregaba algún dinero extra.

En la primavera inglesa de 1886 apareció su gran inspiración. Ahí nació la versión novelada de Joseph Bell, que con la publicación, en 1887, de su primera historia, A study in scarlet, llenaría de fama al autor.

Respecto de Bell, que en ese mismo período trataba de resolver los crímenes del destripador, la gloria es incierta, pues nunca se supo la identidad del asesino. Sin embargo, aun en este caso el misterio permanece, igual que en una de las aventuras de Sherlock Holmes: la historia asegura que el académico habría dado con un nombre certero del culpable, aunque los archivos con los que trabajó y donde aparecían sus resultados se perdieron antes de llegar a Scotland Yard.

 

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