Por tu culpa

 

Por Rosanna Moreda.

por tu culpa nahi berneri

Anahí Berneri, 2010.

Es casi un alivio encontrarse con una película donde sin demasiado ruido, sin demasiado bombo, quede reflejado el abuso del aparato médico-jurídico, laboral, cotidiano, educativo, familiar, afectivo… hacia un gran número de mujeres en la actualidad. Quizás ese alivio no tenga tanto que ver con encontrar muchas de las respuestas a las injusticias en lo que respecta a la vida que lleva la mitad de la población mundial, sino con el entendimiento de cómo funciona el engranaje putrefacto del sistema.

En el caso de esta necesaria película de Anahí Berneri, vemos mediante la sobriedad escénica, casi solemnidad en lo que respecta a la crudeza con que representa los primeros planos, siempre nerviosos, tensos, el día a día de una madre argentina (Erica Rivas) de clase media, trabajadora y separada, con sus dos pequeños. Pero no lo vemos desde la lejana ventana indiscreta del voyeur que no se inmiscuye, sino que asistimos a este “día a día” con todos los sentidos puestos, pues podría ser el de cualquiera de nosotras. Los pequeños detalles de esta cotidianeidad se ofrecen con un desparpajo tan espontáneo como violento, jugando con el límite difuso entre el crimen y el juego. Principalmente jugando con el criterio de este amplísimo aparato de poder que decide arbitrariamente cuándo se trata de maltrato o no. Ya desde el comienzo, presenciamos una “guerra” entre la madre y sus hijos en la cama, y precisamente es esta guerra el eje de toda la película. Guerra impuesta, ante la cual, la única defensa es la vulnerabilidad. La violencia no es explícita. Lo que aquí se refleja es la violencia institucional que decide sobre cuerpos, sentimientos, afectos, sobre lo que consideramos equivocadamente más nuestro (porque en realidad todo, hasta lo más íntimo, pertenece al Estado, al poder).

No es casualidad que el trabajo que realiza esta madre tenga relación con los “estudios de mercado” y que intente salir adelante en su papel asumido de “super woman”, agotada, frente a su pantalla, a altas horas de la noche, mientras vigila a sus niños que no son angelitos precisamente. La destreza con que la directora presenta esta violencia de los detalles pequeños, el hastío tanto de unos como de otros, aunque hilvanados por el esfuerzo y las cosechas del amor familiar, es insuperable. Cotidianeidad que apabulla con su peso de bondad y sacrificio, hasta que el niño más pequeño, en una caída fatal derivada del juego, se fractura el antebrazo. A partir de aquí, presenciamos una especie de corte terrible o momento fatídico del film que irá in crescendo. Porque ella es consciente de que la conjura de “mala madre” se irá tejiendo sola, gracias al aporte inquisidor, desconfiado, inmiscuido, hipócrita en un falso cuidado que señala con el dedo en lugar de ayudar, del cuerpo médico-judicial, que acertadamente en este texto visual, vienen a ser la misma cosa.

por tu culpaYa la teórica Antonella Picchio dejó muy claro que no habrá completa igualdad entre unas y otros hasta que el difícil y menospreciado trabajo de “cuidar a otras personas” no sea reconocido como corresponde. Esta película es un reflejo doloroso de esta ceguera, que se hace patente en escenas claves como cuando la madre se encuentra con su ex en el hospital, en el momento que internan al pequeño, y lo primero que le pregunta no es “¿Qué pasó?” sino “¿Qué hiciste?”. O cuando ella le pide a su madre (una muy oportuna en su papel, la mítica Marta Bianchi) que “por una vez” en la vida haga algo por ella.

Que en una película sobre la privacidad de una mujer separada con sus hijos no prime la endiosada maternidad como una panacea, y que en su lugar se muestren todas las aristas, las ranuras, las imperfecciones de esa maternidad, es tremendamente necesario desde el discurso y el cine, pues el cuestionamiento de esta decisión de la vida de las mujeres, continúa siendo tabú.

Todo esto con esa sobriedad a la que antes nos referimos que no precisa de musicalización alguna (salvo la golosina final que rescata a la dureza hasta cierto punto, esa melancólica musiquilla que parece salida de una cajita). Y las palpitaciones, las palpitaciones de la madre desde el momento que se cae el niño hasta que llega al hospital. Esos sonidos internos que nadie escucha y que tememos que nos delaten en todos los momentos de opresión. Sonidos que van en aumento hasta que se produce el primer giro brusco de tensión. La sombra del maltrato de la madre debido a “otros golpes” que el médico ha visto en el niño, es suficiente para generar el caos general, el colmo de una pesadilla de recriminaciones que no recaen en nadie que no sea ella.

Y luego el amargo final, donde se suceden sin prisa, ya saliendo del hospital, más reproches del ex que suele estar ausente, pero que igualmente se da el lujo de juzgar, de castigar. Pero, si se me permite una licencia crítica hacia los ecos (palabras, artículos, opiniones) que toda película genera, también gran desazón. Desazón por corroborar que todavía para muchas mentes estrechas, el feminismo no se justifica ni como teoría ni como práctica. En un mundo donde los feminicidios están a la orden del día, que no nos permitan aferrarnos a una filosofía de pensamiento y de (re)acción hacia las cuestiones más aberrantes, y que se asocie todavía con una fácil demagogia, desconociendo su significado (que no es otro que reforzar, empoderar, visibilizar a las mujeres) es una triste, tristísima e inoportuna ironía.

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