El paisaje habitado

El paisaje habitado

Carlos Muñoz Gutiérrez

La línea del horizonte

Madrid, 2015

88 páginas

Por Ricardo Martínez Llorca

 

el paisaje habitado“Todo paisaje contiene una amenaza externa a él, insalvable, incombatible, que nos exige una acción constante, un esfuerzo permanente, un trabajo sin fin y sin descanso”, afirma Carlos Muñoz Gutiérrez (Madrid, 1963) en la introducción a esta recopilación de ensayos sobre el paisaje y los paisajes. La afirmación contiene la principal declaración de intenciones del autor: partir de la idea de que el paisaje es paisaje cuando el hombre le concede ese grado o esa virtud. La polémica está servida desde la primera acotación. Muñoz Gutiérrez se expresa con más rotundidad que duda, afirma las consecuencias de sus reflexiones. Y estas son de carácter antropocéntrico. Como ejemplo más claro está la inclusión del cementerio en el índice de paisajes, cuya principal características es que significa contingencia de vida, conciencia de la muerte como sólo se agarra a la nuca del ser humano. O los jardines y parques, que son antipaisaje, que ejemplifican estados de ánimo. O la del infierno, que es un paisaje fruto de la fantasía de los hombres. Y también la frecuencia con que recurre a estudios científicos quien posee un grado de erudición superior al de la mayoría de sus probables lectores. Muñoz Gutiérrez se expresa con densidad, como si condensara el pensamiento.

“El hombre habita el mundo construyendo, representando o imaginando paisajes”. Se da, por tanto, la figuración de que el paisaje es narrativo, pues genera emociones, y puede transmitirse entre personas como antes se enviaban tarjetas postales. “Quizá, la tentación humana de representar paisajes nazca del inconsciente convencimiento de que la batalla que hemos emprendido contra el devenir del mundo está perdida”. Se da por supuesto que nuestra existencia es una batalla y el mundo el enemigo. De ahí que, al contrario de lo que resultaría más fácil de suponer, el paisaje contenga tiempo para Muñoz Gutiérrez, en tanto que el territorio no. Algo con lo que no estaría muy de acuerdo un corredor de maratones de montaña.

Aunque es con la ciudad con quien comienza sus ensayos. Con el lugar que “a lo sumo” es el paisaje que habitamos. Una afirmación que reduce bastante el contenido urbano, que sabe contrarrestar cuando afirma que también se trata de una comunidad de lenguaje en el que se comparte un sentido de justicia. Su inspiración a la hora de tratar la ciudad es la deconstrucción de la misma, dado que apoya humanizarla. Sobre el desierto destaca la figura del nómada, que es quien da sentido al escenario simbólico de la nada. Se trata del espacio de lo absoluto, que es tanto como decir de la religión, un lugar cuya topología se basa en acontecimientos. El estudio sobre el bosque presenta una de las paradojas que jalonan este libro: tras preguntarse por qué los árboles no van más allá de su linde, la explicación la encuentra en las ciencias que estudian el subsuelo, es decir, donde no hay paisaje posible. En cualquier caso, es por excelencia el lugar donde topamos con más vida, no solo la que protagoniza la acción de los habitantes reales del bosque, sino también la de los seres imaginarios en los que necesitamos creer: las hadas, los duendes.

La cueva, por su parte, nos retrotrae a lo salvaje de nuestros padres, al lugar donde encontraron protección y desde el que partieron a la conquista de la naturaleza. Pero al mismo tiempo es un lugar terrorífico. Del río destaca que es, junto con el hombre, el principal transformador del paisaje, “la fuerza transformadora de la quietud”. El escenario mítico viene representado por la isla desierta, un lugar donde será posible renacer; su carácter mítico destaca por representar la idea de una soledad cósmica, pura, sanadora: el refugio del náufrago que podemos ser en cualquier instante. Sorprende la aparición de los animales como paisaje, aunque es cierto que la mera aparición de un animal en movimiento transforma un lugar en algo más que una estampa. Muñoz Gutiérrez sostiene, además, que estamos en la obligación de hablar por ellos. Y es que es la vida que se mueve la que da sentido a un paisaje, aunque el movimiento sea el de la mirada, porque, al fin y al cabo, entender la presencia del trozo de mundo como paisaje, como centro de contemplación o de acción y no como hábitat, es algo propio del hombre. Lo cual da sentido al denso antropocentrismo de estos ensayos, en los que deberíamos subrayar muchas frases, incluso párrafos enteros.

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