Thomas Bernhard, una voladura controlada

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Por Rebeca García Nieto

Bernhard
Thomas Bernhard.

Algunos suicidas, antes de pegarse un tiro, se acomodan frente al espejo para no perderse ni un detalle de su propia muerte. Del mismo modo, algunas personas se masturban sin quitarse ojo frente al espejo. Es difícil no relacionar ambas escenas con Thomas Bernhard: en el caso de los suicidas, porque son omnipresentes en su obra; en el de la masturbación, porque su biógrafa, Gitta Honegger, aseguró que al escritor austriaco le gustaba masturbarse mientras se miraba en el espejo. Detalles morbosos aparte, la imagen de Bernhard observándose en momentos, digamos, tan intensos es muy representativa de su obra: los narradores de sus libros se contemplan a sí mismos escribiendo, pensando, rumiando su suicidio, contemplándose.

Como señala Juan Villoro en Efectos personales, para Bernhard, “un libro debe ser un choque, un choque que no puede verse por fuera”. Para provocar este seísmo en la mente del lector, el austriaco hizo saltar por los aires las convenciones de la novela a base de exagerarlas y repetirlas hasta el infinito. En cierto modo, Bernhard trata al lector como el personaje de Konrad trata a su mujer en La calera. Konrad, que quiere escribir un estudio sobre el oído humano, atormenta sin descanso a su mujer, inválida, al repetirle y hacerle repetir sílabas, palabras con determinadas vocales o consonantes, frases. Al igual que en Maestros Antiguos Reger escruta minuciosamente obras de arte hasta descubrir en ellas un defecto, Bernhard pone de manifiesto una y otra vez las imperfecciones del lenguaje, incapaz de comunicar sin dar lugar a equívocos a no ser que se repita hasta la extenuación: “Reger había salido de la Sala Bordone después de haberle susurrado Irrsigler algo al oído, y al mismo tiempo había entrado el grupo ruso en la Sala Bordone y se había instalado en la Sala Bordone y había entrado en la Sala Bordone y se había instalado en la Sala Bordone de tal forma que yo no podía ver ya desde la Sala Sebastiano la Sala Bordone, porque el grupo ruso me obstruía por completo la vista de la Sala Bordone”. La literatura, a ojos, y a oídos, de Bernhard es una forma de arte inferior a la música. De hecho, la obra del austriaco puede entenderse como un elaborado programa de acoso y derribo de la propia escritura. Para el austriaco, la única salvación de la literatura es que aspire a la musicalidad. La cadencia de sus frases parece marcada por un metrónomo: “En mi escritura el componente musical es lo primero y el tema es secundario”.

Esta vocación de “choque que no puede verse por fuera”, de convulsión interna, de la obra bernhardiana se lleva a cabo desde los cimientos de la propia novela. Y son los propios personajes los que amenazan con destruir el libro que los lectores tenemos entre manos. Así, en El malogrado, el narrador está escribiendo un libro llamado Ensayo sobre Glenn, que destruye periódicamente para volver a empezarlo después, y otro personaje, Wertheimer, escribe y destruye alternativamente un libro que se llama precisamente El malogrado. En otras palabras, los personajes se dirigen directamente al lector para advertirle de que el libro que está leyendo se autodestruirá en cualquier momento.

Quizá la novela que más deja entrever ese proceso de demolición en vivo y en directo sea Trastorno, que empieza siendo, o más bien pareciendo, una novela convencional para irse desintegrando poco a poco. En Trastorno el lector asiste a una especie de voladura controlada. En la primera parte, los puntos y aparte le facilitan la travesía, pero en la segunda parte, una vez que el príncipe Saurau se adueña de la narración, el lector queda atrapado en el laberinto de su discurso. Es precisamente en esta segunda parte cuando Bernhard emerge en estado puro. Las divisiones tradicionales, los puntos y aparte, se disipan. Los párrafos se estiran hasta llenar páginas y más páginas, las frases se adentran en subordinadas que se van encadenando una tras otra, o en subordinadas adversativas que se oponen a las frases anteriores contradiciéndolas… En cierto modo, después de una trayectoria sinuosa, las interminables frases acaban desembocando en otros libros. De hecho, la obra del austriaco puede resumirse en dos o tres frases que se extienden y repiten en diferentes variantes a lo largo de sus novelas de forma ininterrumpida: el odio a Austria, su amor por la música, la alargada sombra del suicidio.

La influencia de Bernhard en otros autores como el gran William Gaddis es evidente y explícita. El narrador de Ágape se paga, Jack Gibbs, va intercalando citas extraídas de la primera página de Hormigón, de Bernhard, con sus propios pensamientos, relacionados con su declive físico y la lucha por escribir su gran obra antes de que la muerte lo consuma por completo. Al toparse con el principio de Hormigón afirma “es como si me hubiese plagiado mi obra delante de mis narices, sólo que antes de haberla escrito yo”. Este tema del deterioro físico de un narrador que agoniza es también el telón de fondo de Esto no es una novela, de David Markson, autor que a priori poco o nada tiene que ver con Bernhard, pero en el que merece la pena que nos detengamos, ya que su obra está escrita, en cierto modo, en dirección contraria al escritor austriaco. Al igual que en Bernhard, algunas novelas de Markson, como La amante de Wittgenstein, muestran la mente del narrador, normalmente un artista, atrapado en alguna clase de atolladero mental. Markson va intercalando las anécdotas sobre escritores y artistas con las descripciones sobre el estado mental del narrador. El orden en que se van sucediendo las frases, se nos dice, no es aleatorio, sino que su estructura, está “inspirada” en el Tractatus de Ludwig Wittgenstein. En otras novelas (o más bien antinovelas) de Markson, como Esto no es una novela o The last novel, el andamiaje que las sostiene es, si cabe, más liviano, prácticamente inapreciable, por lo que a primera vista cuesta ver en ellas algo más que una sucesión de datos, un collage de aforismos o incluso un vulgar corta-y-pega. El propio Markson señaló que sus obras se sostienen en “una estructura poética”, “en cierto equilibrio estético”. Creer en esta estructura poética es un acto de fe: algunos verán en su obra un ejemplo de alta costura y otros verán el traje nuevo del emperador… En las novelas de Bernhard, en cambio, siempre es reconocible una estructura, un armazón que sostiene el enorme peso de su escritura. En Trastorno la novela se desboca hacia un punto de fuga; en Corrección la estructura circular mimetiza el cono invertido que Roithamer quería construir para su hermana en el centro del bosque de Kobernauss, que a su vez se basa en la casa con forma de cono que Ludwig Wittgenstein diseñó para su hermana. Pero Bernhard no sólo partió del diseño de Wittgenstein para apuntalar y dar forma a Corrección, sino que cogió prestados algunos hechos de la biografía del filósofo para dar cuerpo a Roithamer.  En la novela, Roithamer se suicida tras seis años dedicados al diseño de la casa y el narrador, que se hace cargo de su legado, tiene que poner orden a los cuadernos y notas que ha dejado. Durante gran parte de la novela, el narrador habita literalmente en esos cuadernos de Roithamer, materializando la conocida tesis de Wittgenstein: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” y logrando así una de las comuniones más perfectas entre contenido y forma de la historia de la literatura.

Al describir ese cono algo incestuoso que desafiaba “las leyes de la construcción tradicional”, Bernhard escribe que “para la sustentación estable de un cuerpo es necesario que tenga al menos tres puntos de apoyo que no estén en línea recta”. Como señaló Thomas Cousineau, muchas novelas de Bernhard se sostienen precisamente en tres puntos: el protagonista, su adversario (rival invencible que logra todo a lo que el protagonista aspira) y un cabeza de turco (que sufre de forma vicaria la frustración del protagonista). Un ejemplo arquetípico de esta estructura triangular es la de El Malogrado, cuyos pivotes son el narrador, Glenn Gould y Wertheimer.

Pero quizá la principal diferencia entre Bernhard y los así llamados “escritores experimentales”, como David Markson o John Hawkes, no tenga tanto que ver con la estructura, muy cuidada, en realidad, aunque parezca invisible, como con el tratamiento de los personajes. Los enemigos declarados de estos autores eran la trama y los personajes. Aparentemente, Bernhard tampoco se preocupa por el desarrollo de éstos; sin embargo, se adentra en ellos de forma que resulta inapreciable para el lector. Así, por ejemplo, los tres protagonistas de El malogrado pueden entenderse como distintas capas de un mismo personaje. También es característico de Bernhard que los pensamientos de un personaje aparezcan incrustados en las afirmaciones de otro: “Lo crea o no, así el inglés, así me dijo Reger, el mismo Hombre de la barba blanca de Tintoretto que cuelga en mi dormitorio de Gales cuelga también aquí”. Es decir, el austriaco ahonda en la mente de un personaje a través de los pensamientos de otro: “Hasta donde puedo recordar, no he querido nada en el mundo más que la música, pensé, a través de Reger, mirando fuera del museo y dentro de mi infancia”. Con esta sutileza, el ventrílocuo Thomas Bernhard incluye las voces de varios personajes en una sola frase, dotándoles de una profundidad de la que los personajes de otros escritores posmodernos, por regla general, carecen. Al fin y al cabo, según el crítico literario Alan Wilde, el posmodernismo rechaza los abismos psicológicos y metafísicos característicos del modernismo. El posmodernismo aspira a crear un arte de la superficie; Bernhard, en cambio, sondea más en los bajos fondos del ser humano que una endoscopia.

En otro orden de cosas, al igual que más tarde harían otros escritores como Philip Roth en Patrimonio o Los hechos: Autobiografía de un novelista, las narraciones autobiográficas de Bernhard (El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño) ponen en duda los límites habitualmente establecidos entre autobiografía y ficción. Estos textos autobiográficos, que pueden leerse de forma independiente como novelas, son representativos de ese cruce de géneros llamado “ficción autobiográfica” o “autoficción”, ahora tan en boga por el fenómeno de Karl Ove Knausgård. Bernhard nunca perdió de vista la naturaleza ficticia de los recuerdos, adulterados siempre por nuestro yo presente, y el hecho de que el escritor, como dijo Pessoa del poeta, es un fingidor. Bernhard era consciente de que cuando escribía sobre su vida, la estaba falsificando: “Durante toda mi vida he querido decir la verdad, aunque ahora sé que estaba mintiendo. A fin de cuentas, lo que importa es sólo el contenido de verdad de la mentira. La sensatez me ha prohibido decir y escribir la verdad, porque con ello, sin embargo, sólo se dice y se escribe una mentira, pero escribir es para mí una necesidad vital, y por eso, por esa razón, escribo, aunque todo lo que escribo no sea sin embargo más que una mentira que se expresa a través de mí como verdad”. A lo largo de nuestra vida, no dejamos de contarnos historias sobre nuestro pasado. En ese sentido, todos nos inventamos nuestra vida, la falseamos. El debate sobre los límites entre realidad y ficción siempre nos lleva a un callejón sin salida. La frontera entre ambos es, por tanto, una división artificial; si se quiere, ficticia.

Volviendo a la imagen de Bernhard ante el espejo, resulta muy llamativa la ausencia de sexo en sus textos. Dejando a un lado las relaciones con matices incestuosos de algunos personajes con sus hermanas (en El malogrado y Corrección, por ejemplo) y algo parecido a una relación de pareja en Sí, el erotismo en la obra de Bernhard brilla por su ausencia. Como señala Villoro en Efectos personales, según Miguel Sáenz, excelente traductor de Bernhard al castellano, el beso que aparece en En las alturas es el único que podemos encontrar en la obra del escritor austriaco. Se trata, dice Sáenz, de “un beso en la nuca, rasgo esencial de un solitario que se acostumbró a ver a la gente “de espaldas”. Esta imagen de Bernhard, un solitario que vivió de espaldas al resto del mundo, de frente sólo ante sí mismo, condensa la esencia de su literatura.

“Escribiendo obtengo un placer inmenso”, confesó el austriaco sin ningún pudor. Y no es el único. Lo reconozcan o no, todos los escritores comparten ese goce en solitario. Ludwig Wittgenstein, filósofo del lenguaje por antonomasia, decía que el objetivo de la filosofía es “enseñar a la mosca a escapar del frasco”, siendo nosotros las moscas y el lenguaje el frasco que nos encierra. Hay personas como Bernhard que se sienten bien encerradas, contemplando plácidamente su reflejo en el frasco. Algo parecido debía de sucederle al propio Wittgenstein, de quien las malas lenguas decían que se masturbaba en las trincheras durante la Gran Guerra mientras pensaba en su famoso Tractatus. Hay algo placentero en el lenguaje, eso es innegable. Roland Barthes lo expone claramente en El placer del texto. Para él, la escritura es “la ciencia de los goces del lenguaje, su kamasutra”. Aparentemente, el “kamasutra literario” de Thomas Bernhard consta de unas pocas posturas repetidas ad infinitum. Sin embargo, su virtuosismo como escritor es tal que consigue hacer gozar al lector hasta lo indecible sin necesidad de forzados contorsionismos.

(Artículo publicado originalmente en la revista Quimera, dentro del dossier «Los límites de la novela», en marzo de 2015)

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