Insólitos «Diablillos rojos» que enamoran a psiquiatras y pacientes

Por Horacio Otheguy Riveira

Se rompe el estigma de los psiquiatras desesperados o locos, y se rompe con holgura, buen humor y mucha y bien urdida documentación. Para ello se han unido dos apasionados del teatro: Eduardo Galán, profesor de lengua y literatura y dramaturgo de gran experiencia, junto a Arturo Roldán, médico-psicoanalista. A cuatro manos han creado esta función que abre interesantes caminos para re-enfocar una disciplina muy vapuleada, y cada vez más reclamada en un mundo donde toda diferencia se cataloga de irremediablemente «loca».

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Un hombre con miedo a salir volando (Juanjo Cucalón) y una mujer prisionera de unos diablillos rojos (Beatriz Carvajal): la unión hará la fuerza.

 

El abuso de poder de la psiquiatría hasta los últimos 30 años del siglo XX, aproximadamente, facilitó mucho el resentimiento de los escritores. El pionero en encontrar un puente de comunicación entre el bien y el mal en esta disciplina fue Tennessee Williams, quien vivió en carne propia que su madre decidiera el internamiento de su vida de su hermana Rose. Eran años, como en España y prácticamente todo el mundo, en que resultaba muy fácil aislar —con el visto bueno de instituciones psiquiátricas— a cualquier persona con una personalidad «distinta» a la normativa socialmente aceptada (recuérdese en Francia el terrible caso de la escultora Camille Claudel, encerrada hasta su muerte durante más de 30 años).

En el caso de Williams escribió un hermoso homenaje al conflicto madre-hija en El zoo de cristal (1944), sin intervención del tema psiquiátrico, y dos obras en las que el horror se da de bruces con la generosidad, que en su caso era, realmente, más una expresión de deseos que una realidad: Un tranvía llamado deseo (1947) y De repente el último verano (1958). La distancia en el tiempo entre una obra y otra refleja la obsesión del dramaturgo y poeta por este tema.

En De repente…, una millonaria hace lo imposible porque dejen como un vegetal a la hermosa muchacha que presenció la muerte de su hijo Sebastián, que cuenta los devaneos homosexuales del bello poeta que le llevaron a un final terrorífico: un horror que la anciana dama quiere acallar; pero un psiquiatra humanista investiga, descubre la verdad y salva a su paciente.

En Un tranvía…, Blanche Dubois, seriamente trastornada por frustraciones de todo tipo, especialmente sexuales, va a ser reducida por la fuerza para ser internada en un psiquiátrico. Un veterano doctor sin uniforme, elegantemente vestido, detiene a los enfermeros y le pide a la dama que por favor le acompañe. Blanche se tranquiliza, permite que el hombre le ofrezca su brazo, y añade: «Siempre confié en la bondad de los desconocidos». Una frase clave en la necesaria unión de los tratamientos obligados y represivos con el generoso amor de algunos profesionales. Eran tiempos en los que no existían los psicofármacos y la investigación psicoanalítica parecía haber cerrado todas sus puertas a las consideradas enfermedades mentales.

Un asunto muy profundo, que en Los diablillos rojos, de Eduardo Galán y Arturo Roldán, no se intenta descifrar, asumiendo la fugacidad de una comedia de hora y media en un contexto primordialmente emotivo entre sonrisas. Y logran plenamente su cometido, pues sus criaturas enferman de angustia y soledad, y los psiquiatras que les atienden les ayudan a liberarse, mientras ellos mismos prueban el delicioso virus del deseo y el amor.

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El veterano psiquiatra (Sergio Pazos) y su preciosa ayudante (Montse Pla) en busca de la felicidad.

 

Las farsas sobre esta profesión se han servido tantas veces [Lo que vio el mayordomo, del inglés Joe Orton (1969), y Toc, toc, de Laurent Baffie (2005), por nombrar dos éxitos mundiales] que asombra este noble esfuerzo por componer en escena, con amable humor, un drama que afecta a millones de personas «diferentes».

Así, las cosas, Toñi es un ama de casa desdichada que padece y disfruta, en un cortocircuito permanente, a unos diablillos rojos que se la comen a besos y caricias de tal modo que la elevan al séptimo cielo, y Andrés se aferra a una Olivetti bien pesada para afirmarse en la tierra y no salir volando. Ambos personajes se encuentran en un psiquiátrico y el desarrollo de la comedia les permitirá encontrar los cauces «normales» de su anormal comportamiento. Los profesionales que les atienden les quieren bien, no están locos de remate ni tienen otra manía que la de resolver sus problemas sentimentales.

Con personajes basados en expedientes reales, síndromes estudiados y perfiles tangibles, los intérpretes se entregan en una comedia-dramática de tonalidad singular, navegando siempre entre las tendencias neuróticas y las más comunes veleidades. Mientras Beatriz Carvajal parece retomar algunos momentos de su impactante trabajo en Misery (tragicómica criatura creada por Stephen King), Juanjo Cucalón sorprende gratamente en la piel de un personaje desesperado como un niño en una isla desierta. Sergio Pazos es el buen psiquiatra en plena regresión adolescente ante la belleza y brío juvenil de su colaboradora, la espléndida Montse Pla.

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Beatriz Carvajal en plenos orgasmos a merced de sus diablillos.

 

Beatriz-carvajal-Los-DiablillosLos diablillos rojos. Entre locos y cuerdos

Autores: Eduardo Galán y Arturo Roldán

Director: Francisco Vidal

Ayudante de dirección: Marcos Toro

Intérpretes: Beatriz Carvajal, Juanjo Cucalón, Sergio Pazos, Montse Pla

Espacio escénico y atrezzo: David de Loaysa

Diseño de video: Emilio Valenzuela

Dibujos diablillos: José Gallego

Vestuario: Mayka Chamorro

Sonido: Tuti Fernández

Iluminación: José Alberto Tarín

Fotografías: Pedro Gato

Teatro Amaya.

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