Una reflexión a partir de ‘Solo en la pared’

Por Ricardo Martínez Llorca

Solo en la pared

Alex Honnold, con David Roberts

Desnivel

Madrid, 2016

207  páginas

Maquetación 1

La vida puede que haya sido, sea y será una porquería. Eso lo sabemos todos. Pero incluso el payador vestido con harapos que le puso notas musicales para componer un tango con esa letra, tenía pleno derecho a proponerse realizar una travesía feliz. La felicidad, como la libertad, es un concepto casi imposible de definir. Pero es un sentimiento claro. Uno sabe muy bien cuándo es feliz, cuándo es libre. Ayer sucedió un momento, durante la puesta de sol mientras dos adolescentes se besaban entre los coches. Pero la semana pasada sucedió en el momento en que uno navegaba sobre un mar azul en el que reposan las almas de tantos marineros. Otro día, no sabes bien por qué, bastó con leer los versos de un salmo: “Le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre”, y como no eres creyente pensaste que se refería a cualquiera de tus buenos amigos. Hace años creíste encontrarlas en los frascos de garrafón, pateando la noche al ritmo de la música de los ochenta. Pero donde con más frecuencia se produjo esa excitación fue donde huele a clorofila y cuando las nubes cierran el cielo es para poner algo dulce sobre las praderas, las montañas, los ríos y el silencio compartido con tu mejor amigo, con ese con quien cazaste lagartijas por el rabo en la infancia o al que le confesaste que ya no eras virgen años más tarde. Resultaría más sencillo y más concreto si en lugar de referirnos a la felicidad y a la libertad así, en singular, pensáramos en los millones de caras que la representan. No sabemos si existe la felicidad. No sabemos si existe la libertad. Pero nadie duda de que existen felicidades y libertades. Que raramente son perpetuas. Tal vez porque no podríamos soportar pasarnos cada segundo de nuestros días y nuestras noches untados en belleza.

Para Alex Honnold (California, 1985) las libertades y las caras de la felicidad tienen que ver con la escalada. Sí, lo sabemos. Pero la ergonomía de Honnold tiene algo especial, algo dúctil, suave, que hace de su escalada una comunión más que una batalla. No es el más fuerte de los guerreros. Ni el más experto. Posiblemente ni siquiera sea el más elástico. Su físico no se asemeja al de las estatuas griegas. No le atraen las vías de difícil fractura física, ni siquiera las más técnicas. Honnold ha nacido para el equilibrio, la naturalidad, la lentitud continua, la eficacia de la intuición. No es un tipo duro porque tenga la piel correosa, impenetrable; si es invencible se debe, más bien, a que las inclemencias le atraviesan y su cuerpo permanece. Sencillo, humilde, tímido, Honnold está, también, como una regadera. Porque puede permitirse estarlo. Porque en su caso si no lo estuviera se vería condenado a la locura, y eso sí que no es sano. Él ha venido para expresarse en las grandes paredes de roca, donde cualquier otro nos moriríamos de miedo al saber que llevamos escalados cien metros sin seguro y que no podemos permitirnos el mínimo error si queremos seguir viviendo. Y es entonces cuando Honnold encuentra el equilibrio. En lo que no se le presente algo que lo sustituya, Honnold seguirá escalando con la facilidad de las lagartijas, matándonos de envidia y robándonos el aliento, para sentir el equilibrio, que él es equilibrio.20160218_204230 copia

Al final, cuando las células del cuerpo no cicatrizan como lo hicieran en la infancia, cuando las hormonas no funcionen a todo vapor, cuando sepas que hay lugares inalcanzables a los que te hubiera gustado ir y jamás tendrás la ocasión, pero no sientas nada de eso como una pérdida, la cara de la felicidad y de la libertad que te sostenga vendrá, ahora sí, en forma de equilibrio. Aunque tal y como relata en este libro, Honnold parece haber tocado sus libertades allá arriba, en lo que parece un arrebato juvenil, en realidad lo que hace, eso que parece demencia, lo lleva a cabo por la sencilla razón de que en algún momento, a lo largo de la vía, siente que su travesía está siendo idéntica a la de cualquier otro sabio. Y no existe sabiduría si uno no siente que en ese instante respira libertad, felicidad, tal vez belleza.

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