El cuento de la princesa Kaguya (2013), de Isao Takahata

 

Por Miguel Martín Maestro.

princesa kaguya cartel“Hija de la luna para unos, chica bambú para otros”.

Isao Takahata es uno de los grandes de la animación japonesa, un género y una industria tan envidiable y con tanta calidad como la estadounidense, pero más madura, más apegada a su tradición, aunque cualquier cineasta de animación pueda encontrarse abrumado por la imponente presencia y obra de Miyazaki, autores como Takahata, Otomo, Hosoda, Satoshi Kon, Osamu Tezuka… tienen lugar y cabida en un olimpo particular, muy frecuentado por los “otaku” (término japonés que podríamos traducir como “friki”) pero que, a los amantes del buen cine nos hace pasar momentos inolvidables.

Esta princesa Kaguya recrea en imágenes dibujadas, y qué imágenes, una leyenda ancestral del Japón feudal, la leyenda de la princesa de la luz brillante (Kaguya, luz brillante, Hime, princesa), nacida del interior de un brote de bambú, y aunque de la leyenda corren diversas versiones, el director opta por una reducida, terminando la historia cuando Kaguya regresa a su verdadero reino, que es la luna, en una escena de un onirismo y misticismo incomparable, venida a buscar por un séquito celestial encabezado por el propio Buda, o para un profano del budismo así lo parece, y retornada al lugar que es su hogar tras ser recubierta con un manto que le hará olvidar su experiencia terrenal.

La luna se representa así como una especie de paraíso al que llegan cuerpos terrestres y en el que residen entidades inmateriales en una sensación permanente de alegría y felicidad. Sin recuerdos de su vida pasada ni de lo que se ha dejado en la Tierra, Kaguya ha de tener cuidado con sus deseos, basta con desear no estar en la Tierra para que llegada la luna llena se nos venga a buscar. Kaguya se sintió intrigada por el recuerdo que periódicamente sentía uno de los “lunáticos” sobre su estancia en la Tierra y sintió la curiosidad de probar la nueva experiencia apareciéndose como un bebé para ser cuidado por una pareja de ancianos leñadores en un bosque que actúa como una Arcadia feliz, sin obligaciones, lleno de juegos y naturaleza. En el juego de la educación y formación de la princesa surgen los deseos, los anhelos, las miserias, la contemplación, el disfrute, de esos padres adoptivos que se encuentran con una paternidad tardía e inesperada.

La belleza de la joven, unida a la fortuna que el padre consigue talando los bambúes que se iluminan a su paso por el bosque de los que brotan oro y piedras preciosas, le lleva a tomar la decisión de dejar el campo para irse a la ciudad, a la capital del imperio, donde Kaguya podrá ser instruida y formada como una verdadera dama imperial para rivalizar en todo con las más altas princesas de la corte. Aquí se produce el primer choque argumental de la historia, campo como lugar de libertad y ciudad como lugar de encorsetamiento, de fingimiento, de mostrarse sin dejar ver los sentimientos. Kaguya puede ser la perfección personificada en una joven, pero también tiene un espíritu montaraz y alocado propio de quien ha venido a la Tierra para disfrutar de los efectos de los sentimientos. El espíritu de Kaguya es indomable, sólo su propia decisión consigue que se comporte como quieren los que la rodean, o no, pero sin que la opinión de los demás importe. El paso del campo a la ciudad es el elemento que distorsiona la voluntad de Kaguya, empeñada en que el campesino Shigemaru sea su compañero de juegos y de complicidad en el campo, pero con expectativas de hombre perfecto de cara al futuro. Todos esos planes acaban con el traslado, y la alegría de vivir de Kaguya disminuye cuanto mayor es la distancia al campo.

princesa kaguyaLa estancia en la ciudad es el reflejo de la condición humana, la mezquindad y el sexo como motores, la perfección de la joven llega a oídos de la corte, y del primer al último ministro intentarán conseguir a la joven como esposa, exigiendo ésta una serie de misiones imposibles de realizar para poder aceptar la oferta, frente a la desesperación de un padre cuyo único objetivo es emparentar con la nobleza. En esa sucesión de engaños, mentiras, simulaciones, llegará un momento en que Kaguya desee no permanecer en la Tierra, sentirse no respetada es el elemento definitivo para regresar. Ese deseo tan íntimo, que viaja mentalmente a la luna, desemboca en la despedida, en el fin de la estancia terrenal sin remedio ni vuelta atrás. Reencontrase con un Shigemaru maduro, igual de pobre que una década atrás, casado sin convicción, padre, y que está dispuesto a abandonarlo todo para seguir a Kaguya, da lugar a uno de los momentos más bellos de la película, un vuelo distópico y surrealista abruptamente roto por la realidad; todo fue un sueño irrealizable y que provoca melancolía porque la comitiva celestial ha comenzado su viaje hacia la Tierra.

El cuento de la princesa concluye con el viaje sideral y una mirada perdida desde la luna hasta la Tierra, como si fueran dos realidades de imposible conjunción, la leyenda japonesa continúa, el príncipe persiste en su deseo de casarse con la princesa desaparecida y está a punto de causar un seísmo estelar de enormes consecuencias. Kaguya, para no echar de menos la Tierra, está a punto de transformar la Tierra en otra luna y, de esa manera, igualando los terrenos y las sensaciones, no podrá añorar la vida libre, salvaje, natural, complicada de la Tierra. Pero esa historia Takahata no nos la cuenta, no es necesario, no hay que mostrar a la princesa reluciente como un ser envidioso o peligroso, basta con saber que es un ser desdichado que no encuentra lo que desea en el momento en que lo necesita.

Kaguya-hime no monogatari es una película impresionista, donde, acostumbrados al trazo claro y definido de Miyazaki, el dibujo apenas concluido, el trazo difuminado, el detalle ausente en el cuerpo que se reconoce pero que no se termina de percibir remiten, ineludiblemente, a los grandes de la pintura universal, a los paisajes indefinidos pero subyugantes de Turner, de Monet, de Renoir, al colorido pastel y suave de toda una galería de espacios, edificios y personas de nuestro imaginario pictórico. Un trazo aparentemente simple e imperfecto que muestra todo su poder cuando la ira llega a Kaguya y la perfección y armonía del cuerpo y el rostro de la joven se transforma en un espíritu arrasador e indomable, en un ente de otra esfera dimensional incapaz de conseguir todo aquello que puede colmar su vida.

La larga duración de la película no es un obstáculo, si te interesa el mundo oriental ya se sabe que el sentido del ritmo y del tiempo es diferente, cada cosa necesita su espacio, su desarrollo, aunque parezca repetitivo y que no se progresa, el camino de perfección no se recorre a la velocidad de película de persecuciones o de slapstick. Kaguya, su familia, sus pretendientes, Shigemaru, necesitan un tiempo para contemplar su evolución personal. Nadie termina bien parado en la historia, nadie se perfecciona y todo el mundo termina sufriendo de alguna manera, o sí, porque ser consciente de las propias debilidades también es una forma de progresar, pero la delicadeza, la reivindicación de la naturaleza, del sentimiento libre, de una vida ajena a la codicia y al aparentar lo que no se es ni se puede ser tienen su corolario en esta película sensible, que no sensiblera, amable pero no dulce, hiriente pero no sangrante… Un reflejo de la condición humana donde las pasiones, al tiempo que sirven para hacernos crecer, también sirven para descubrirnos cómo somos y cómo no nos gusta ser. Que viva la chica bambú.

Calificación: 8

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