El Gabriel García Márquez lector: los 23 libros que mencionó en su autobiografía

Una forma de seguir el curso de vida de una persona puede ser a través de los libros leídos. Con cierta frecuencia, los distintos momentos, etapas y acontecimientos biográficos están también signados por un libro. Nuestras vivencias dialogan irremediablemente con nuestras lecturas.

Algunos, por ejemplo, quizá recuerden su infancia a la luz misteriosa y encantadora de Las mil y una noches, o su adolescencia como esa época en que la confusión propia de la edad coincidió con el descubrimiento de Nietzsche o Castaneda. Bajo esta premisa, tal vez bastaría echar un vistazo a esa “biblioteca personal” para formarse una idea de la vida de una persona, su forma de pensar, los lugares en los que ha estado, sus preferencias y sus aversiones, la azarosa suma de circunstancias que le hizo ser quien es.

En su autobiografía, Vivir para contarla, Gabriel García Márquez ofrece un buen ejemplo de esta posibilidad: conforme cuenta los sucesos de su vida, de cuando en cuando se asoman también los títulos de libros para él imprescindibles, pero no como si los enlistara o les dedicara un capítulo especial, sino al hilo de la narración, como si se refiriera a una compañía familiar, amistosa y constante que siempre estuvo ahí para marcar la diferencia en la propia vida.

A continuación compartimos esos libros, tomando como inspiración lo publicado por siempre inquieta María Popova en su sitio, Brain Pickings.

La montaña mágica, Thomas Mann

El maestro de turno leía en su camarote bien iluminado a la entrada del dormitorio general, y al principio lo acallábamos con ronquidos de burla, reales o fingidos, pero casi siempre merecidos. Más tarde se prolongaron hasta una hora, según el interés del relato, y los maestros fueron relevados por alumnos en turnos semanales. Los buenos tiempos empezaron con Nostradamus y El hombre de la máscara de hierro, que complacieron a todos. Lo que todavía no me explico es el éxito atronador de La montaña mágica, de Thomas Mann, que requirió la intervención del rector para impedir que pasáramos la noche en vela esperando un beso de Hans Castorp y Clawdia Chauchat. O la tensión insólita de todos sentados en las camas para no perder palabra de los farragosos duelos filosóficos entre Naptha y su amigo Settembrini. La lectura se prolongó aquella noche por más de una hora y fue celebrada en el dormitorio con una salva de aplausos.

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Ulysses, James Joyce

Jorge Álvaro Espinosa, un estudiante de derecho que me había enseñado a navegar en la Biblia y me hizo aprender de memoria los nombres completos de los contertulios de Job, me puso un día sobre la mesa un mamotreto sobrecogedor, y sentenció con su autoridad de obispo:

—Esta es la otra Biblia.

Era, cómo no, el Ulises de James Joyce, que leí a pedazos y tropezones hasta que la paciencia no me dio para más.

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El sonido y la furia, Mientras agonizo, Las palmeras salvajes, William Faulkner

Entonces tomé conciencia de que mi aventura de leer Ulises a los veinte años, y más tarde El sonido y la furia, eran dos audacias prematuras sin futuro, y decidí releerlos con una óptica menos prevenida. En efecto, mucho de lo que me había parecido pedante o hermético en Joyce y Faulkner se me reveló entonces con una belleza y una sencillez aterradoras. Pensé en diversificar el monólogo con voces de todo el pueblo, como un coro griego narrador, al modo de Mientras yo agonizo, que son reflexiones de toda una familia interpuestas alrededor de un moribundo.

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Edipo rey, Sófocles

“Podrás llegar a ser un buen escritor —me dijo [Gustavo Ibarra Merlano[—, pero nunca serás muy bueno si no conoces bien a los clásicos griegos.» El libro eran las obras completas de Sófocles. Gustavo fue desde ese instante uno de los seres decisivos en mi vida, porque Edipo rey se me reveló en la primera lectura como la obra perfecta”.

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Moby Dick, Herman Melville; La casa de los siete tejados, de Nathaniel Hawthorne

[Gustavo Ibarra] Me descubrió a Melville: la proeza literaria de Moby Dick, el grandioso sermón sobre Jonas para los balleneros curtidos en todos los mares del mundo bajo la inmensa bóveda construida con costillares de ballenas. Me prestó La casa de los siete tejados, de Nathaniel Hawthorne, que me marcó de por vida.

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La cabaña del tío Tom, Harriet Beecher Stowe

Fue una lástima no haber leído todavía a los nuevos novelistas norteamericanos, que apenas empezaban a llegarnos, pero tuve la suerte de que el doctor Vélez Martínez empezara con una referencia casual a La cabaña del tío Tom, que yo conocía bien desde el bachillerato. La atrapé al vuelo. Los dos maestros debieron sufrir un golpe de nostalgia, pues los sesenta minutos que habíamos reservado para el examen se nos fueron íntegros en un análisis emocional sobre la ignominia del régimen esclavista en el sur de los Estados Unidos. Y allí nos quedamos.

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Las mil y una noches

Hoy, repasando mi vida, recuerdo que mi concepción del cuento era primaria a pesar de los muchos que había leído desde mi primer asombro con Las mil y una noches. Hasta que me atreví a pensar que los prodigios que contaba Scherezada sucedían de veras en la vida cotidiana de su tiempo, y dejaron de suceder por la incredulidad y la cobardía realista de las generaciones siguientes. Por lo mismo, me parecía imposible que alguien de nuestros tiempos volviera a creer que se podía volar sobre ciudades y montañas a bordo de una estera, o que un esclavo de Cartagena de Indias viviera castigado doscientos años dentro de una botella, a menos que el autor del cuento fuera capaz de hacerlo creer a sus lectores.

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La metamorfosis, Franz Kafka

Vega llegó una noche con tres libros que acababa de comprar, y me prestó uno al azar, como lo hacía a menudo para ayudarme a dormir. Pero esa vez logró todo lo contrario: nunca más volví a dormir con la placidez de antes. El libro era La metamorfosis de Franz Kafka, en la falsa traducción de Borges publicada por la editorial Losada de Buenos Aires, que definió un camino nuevo para mi vida desde la primera línea, y que hoy es una de las divisas grandes de la literatura universal: «Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su cama convertido en un monstruoso insecto». Eran libros misteriosos, cuyos desfiladeros no eran sólo distintos sino muchas veces contrarios a todo lo que conocía hasta entonces. No era necesario demostrar los hechos: bastaba con que el autor lo hubiera escrito para que fuera verdad, sin más pruebas que el poder de su talento y la autoridad de su voz. Era de nuevo Scherezada, pero no en su mundo milenario en el que todo era posible, sino en otro mundo irreparable en el que ya todo se había perdido.

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Otros libros mencionados:

Cuentos de Jorge Luis Borges

El viejo y el mar, Ernest Hemingway

Contrapunto, Aldous Huxley

De ratones y de hombres, Las viñas de la ira, de Steinbeck

La ruta del tabaco, de Erskine Caldwell

Cuentos de Katherine Mansfield

Manhattan Transfer, John Dos Passos

El retrato de Jenny, de Robert Nathan

Orlando, Mrs. Dalloway, Virginia Woolf

 

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