En mayo de 1923 tuvo lugar un baile de disfraces para inmigrantes, donde un par de jóvenes rusos se conocieron, intercambiaron algunas impresiones sobre Berlín, y probablemente sobre la máscara de arlequín que ella usaba, para despedirse cordialmente al final de la velada. Ninguna sorpresa hasta ahora. Sin embargo, este se trató de uno de los encuentros más determinantes en la vida de Vladimir Nabokov y Véra Slonim, de 24 y 21 años respectivamente.

El joven Vladimir pasaba por un mal momento luego de la muerte de su padre y su primera gran ruptura amorosa; tal vez sea esta la negrura que se disipa, en el poema, cuando aparece la misteriosa chica del antifaz. Ella repitió de memoria un poema de Nabokov, publicado unos meses antes en un diario liberal ruso, ante lo cual quedó hechizado.

Aún no se trata de amor, ni pura y llanamente de deseo sexual: Nabokov crea en este poema una delicada miniatura donde no sólo se documenta el encuentro con Véra, sino que logra darle forma de invitación, como —disculpen la imagen— un extraterrestre diciendo “vengo en son de paz”, tal vez consciente de la violencia (temida pero hasta cierto punto inevitable) que implica asumir los propios sentimientos amorosos por el otro. El amor, deseo o simple curiosidad no se plantean como conquista o descubrimiento, ni como reto o disputa: el joven Vladimir se confía en las últimas imágenes al movimiento de los astros (“revolución”) y espera, sencillamente, conocer a la chica detrás de la máscara de arlequín.

El encuentro entre los futuros señor y señora Nabokov terminaría en boda dos meses después de conocerse, y permanecerían juntos durante medio siglo, hasta que la muerte los separó. Se dice que Véra metió las manos al fuego, literalmente, cuando una soleada tarde de primavera Vladimir echó a las brasas el manuscrito de Lolita. Y esta, seguramente, no fue la única vez que le salvó la vida.

El encuentro
encantado por esta extraña proximidad

Extrañeza, misterio y delicia…
como si de la negrura oscilante
de alguna mascarada en cámara lenta
por el tenue puente vinieras.

Y la noche fluía, y el silencio flotaba
en sus arroyos satinados
ese perfil de lobo en la negra máscara
y esos tiernos labios tuyos.

Y bajo el castaño, por el canal
pasaste tu anzuelo de reojo.
¿Qué comprendió mi corazón en ti,
cómo me moviste de esta forma?

En tu ternura momentánea
o en el contorno oscilante de tus hombros,
¿advertí un bosquejo pálido
de otros — irrevocables— encuentros?

¿Acaso una romántica piedad
te llevó a entender
lo que dejara temblando a esa flecha
que ahora se incrusta en mis palabras?

No sé nada. Curiosamente
el verso vibra, y en él, la flecha…
¿Tal vez tú, todavía sin nombre, eras
la genuina, la esperada?

Pero no bien apareció el dolor
logró perturbar nuestra hora estrellada.
Regresó a la noche la fisura gemela
de tus ojos, ojos sin alumbrar.

¿Por cuánto? ¿Por siempre? Por lo pronto
sigo andando, queriendo escuchar
la revolución de estrellas sobre nuestro encuentro
por si tú ya fueras mi destino…

Extrañeza, misterio y delicia,
como de una súplica distante.
Mi corazón debe seguir andando.
Excepto si tú ya fueras mi destino…

(Traducido de la versión al inglés de Olga Voronina)