Cazadores en la nieve, de José Luis Muñoz

Por José Vaccaro Ruiz.

Editorial Off Versátil

00003245ocvbgConociendo la amplia trayectoria de escritor de José Luis Muñoz y habiendo seguido su densa y como se dice ahora transversal producción literaria (negra, erótica, histórica, distópica), debo decir que “Cazadores en la nieve” es una de sus novelas más rotundas y conseguidas al extremo de poder ser considerada clásica (en la mejor acepción de esa palabra) en base a su trama, sus personajes, el tono y ritmo narrativos y el enclave donde se desarrolla. También su texto, poco más de 200 páginas que se leen de un tirón porque difícilmente puede uno abandonar la lectura, cabe señalarlo como un valor añadido que da la razón al aforismo de Baltasar Gracián.

En primer lugar su trama. El retorno a un pasado sepultado durante años que de repente aflora y se hace presente con la voluntad de pasar factura y saldar las cuentas que dejó pendientes. Un tiempo en que la organización terrorista ETA y su represión por parte del Estado como dos caras de una misma moneda dominaba el país, con víctimas y verdugos en ambos lados de la trinchera y formas de actuación, sino idénticas, muy similares porque la naturaleza humana es una sola y no conoce leyes, banderas ni tribus. Y como telón de fondo la frustración y la enemistad, la venganza, el sexo y la violencia latente encerrados en la piel de los personajes de “Cazadores en la nieve” que buscan, como un balón a punto de reventar, la ocasión de salir y manifestarse llevándose por delante cuanto encuentren a su paso.

Sus protagonistas. Tres hombres (Marcos, Antonio y Eric) y tres mujeres (Ana, Tiphaine y la Rubia) de trazo nítido a la vez que grueso y potente, con vidas entrecruzadas y malogradas, sujetos activos de unas relaciones, unas circunstancias y una herencia que los marcan y en donde se mezcla ese pasado que viene de lejos con las insatisfacciones del presente y una edad en la cual el otoño, por no decir el invierno de la vida, empieza a asomar obligando, tanto a volver la vista atrás, como a la conciencia de que se está frente a la última oportunidad de conseguir ser y alcanzar aquello que uno quiere, un deseo que se hace particularmente obsesivo en Ana y Tiphaine. El resto de secundarios (la Paraguaya, la carnicera, el dueño del bar) son los propios de un pueblo, Eth Hiru de apenas 500 habitantes, encerrados en un entorno (el Valle de Arán), donde todos se conocen, se saben y se vigilan, y cuya máxima distracción es abrir los ojos y los oídos a los forasteros, saber de dónde vienen, adónde van, y sobre todo el por qué están en el Valle, un lugar donde el secreto y el anonimato son simplemente imposibles. Es precisamente esa agobiante y claustrofóbica limitación del medio físico, climático (en invierno la temperatura puede alcanzar durante semanas muchos grados bajo cero), de vecindad y proximidad física lo que hace que los conflictos y las pasiones carezcan de las salidas que el superpoblado y variopinto medio urbano permite, y conforme el escenario más idóneo y potente para albergar la trama de la novela.

Un tono que narra la cruda realidad del entorno natural donde se mueven los personajes, rompedor de la arquetípica y bucólica imagen que los urbanitas tenemos de semejantes enclaves que solo visitamos en verano bajo el paraguas del 4×4 y el aire acondicionado. Tener que soportar los rigores del frío y la nieve, convierte a sus copos, no en algo bello, puro y amable, sino, como se recoge en el libro, en mierda blanca.

La crudeza de las escenas de sexo y violencia tiene un eficaz contrapunto en el aparentemente (subrayo lo de aparente) encefalograma plano del lugar porque al final de la descripción de un paisaje, de las construcciones con cubierta de pizarra desde cuyas ventanas abuhardilladas sus ocupantes se espían y controlan, o de la esquina de una calle, José Luis Muñoz nos muestra, con una frase, la trastienda que encierran y el sentido que de otra forma quedaría oculto e ignorado.

Muñoz es un amante de los espacios fronterizos (el Valle de Arán lo es), allí donde la línea que separa el bien del mal está difuminada, por no decir que es inexistente. Donde la vida, el delito, el idioma, la ley, incluso los centímetros de piel femenina que uno y a oscuras puede ver en una pantalla cinematográfica, depende del lado de una caprichosa y tortuosa raya marcada en un mapa donde uno se sitúe, un espacio en donde todo es circunstancial y contingente. Han sido, son y serán espacios recorridos por tránsfugas, mercenarios y contrabandistas de cosas y personas en tiempos de paz y de guerra, ya sea caliente o fría. No es extraño que muchos, por no decir todos, los paraísos fiscales que en el mundo han sido se hayan ubicado a socaire de esos lindes de soberanía (Andorra, San Marino, Liechtenstein, Gibraltar…). Este relativismo ético y moral propio de la frontera explica que uno de los protagonistas de la novela, un guardia forestal encargado de perseguir la caza ilegal, sea un furtivo, o la compartimentación de competencias existente en la represión del delito entre mossos d’esquadra, guardia civil, policía nacional y policía local a la caza y captura, como explica el autor, de las rotondas para marcar el territorio (marcar paquete, diría un castizo), las áreas de caza que en las cumbres nevadas acotan los jabalíes, los osos o los renos a base de urea.

El ritmo de la novela va in crescendo hasta un final donde ese pasado del que hablaba regresa con fuerza para, cerrando la posibilidad del perdón o el olvido (algo que aparece insinuado en algún momento pero que, como en la vida real, raramente llega a buen fin), liquidar cuentas. Y, como no puede ser de otra forma, la muerte está presente en ese saldo final entre el debe y el haber, entre la cicatriz no cerrada y la nueva herida que se quiere infligir al enemigo, la sangre vieja y la nueva.

En la presentación de la novela en Bossots, allí ha fijado su residencia José Luis Muñoz, hecha en presencia, todo un lujo, de alguno de sus personajes, se comparó el escenario de “Cazadores en la nieve” con un pueblo del Far West, y creo que con acierto. No tanto por la presencia allí de un Saloon con pianista y bailarinas (que en la novela es el bar de Eth Hiru con un barman que lee a Thomas Mann), y el duelo que mantienen los protagonistas (ellos y ellas, aunque con distintas armas y por diferentes motivos), como por la connotación fronteriza inherente al Oeste americano tal y como nos la ha presentado el cine y la literatura, que encuentra aquí su especular reflejo.

A mi especial y particular empatía con la novela ayudó el recorrido que algunos de los asistentes a su presentación tuvimos la posibilidad de hacer por sus escenarios, tanto las calles de Bossots, reconvertido en Eth Hiru por José Luis Muñoz, como por las montañas, la nieve y los bosques de hayas donde se desarrolla la acción. Un ejercicio espiritual que recomiendo encarecidamente a los lectores del libro. Siempre y cuando lo hagan debidamente pertrechados: botas de montaña, bastones, gorro, impermeable, pastilla de chocolate, petaca de pacharán y por supuesto con “Cazadores de montaña” bajo el brazo.

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