¿Cómo se puede estar seguro de que uno es artista? ¿Se nace o se hace, como dice la vieja dicotomía? Tal vez el camino del artista trata menos de certezas que de encontrar caminos en medio de la incertidumbre que representa una vida dedicada a la creación. ¿De qué? De uno mismo. Esta idea puede seguirse, como un hilo de plata a través de un intricado laberinto, en el libro de memorias Just Kids, escrito por Patti Smith y publicado en 2010.

Nacida en 1946, criada en un ambiente apto para la imaginación, rodeada de sus hermanos, con el padre leyendo fragmentos de Platón después de la cena, Smith había vivido desde pequeña inmersa en un mundo de imaginación. Arthur Rimbaud siempre fue su favorito. Las Iluminaciones y Una temporada en el infierno fueron sus compañeros, y a menudo refiere la tormentosa (y a su modo amorosa) relación entre Rimbaud y el poeta Paul Verlaine en relación al que habría de ser su compañero de juegos en el mundo del arte, además de su compañero sentimental durante su aprendizaje como artista, el fotógrafo Robert Mapplethorpe.

Smith dejó Nueva Jersey con poco más de 20 años para embarcarse en la aventura de producirse un alma en Nueva York. “No tenía ninguna prueba de que tenía lo necesario para ser un artista, aunque anhelaba serlo”, escribe.

Luego de pasar un tiempo vagabundeando y viviendo en la calle, Patti encuentra refugio, afecto e interlocución en Robert, un talentoso e impulsivo pintor tratando de abrirse paso en medio del agitado ambiente artístico del Nueva York de los años 70.

Conocer a Mapplethorpe —en una especie de juego de encuentros y desencuentros que recuerda mucho a las citas inesperadas de Horacio Oliveira y La Maga en Rayuela de Julio Cortázar— fue uno de los eventos determinantes de su vida: resulta clarificador el hecho de que, al contar su propia vida y los eventos que la llevaron a ser una de las mayores estrellas de rock de todos los tiempos, Smith hilvane la historia de Robert, como si sus destinos hubieran quedado atados desde el principio.

Juntos compartieron el aprendizaje artístico en dibujo, pintura, fotografía y poesía, además de las penalidades económicas, que vistas a través de la memoria de Smith le confieren a la época un tamiz romántico. Sin embargo, el romanticismo de finales de los años 60 se fue sembrando de los cadáveres y el fulgor del napalm de Vietnam, de los asesinatos del clan Manson, y de la muerte de músicos por los que Patti sentía gran admiración: Jimi Hendrix, Janis Joplin, Brian Jones y Jim Morrison. Además ofrece vistazos a la creación de discos emblemáticos de Smith, como Horses y Dream of Life.

Fue después de escuchar a The Doors en vivo cuando Patti pensó por primera vez que ella podía hacer justo eso: plantarse frente a una multitud y hacerlos sentir realmente vivos. Su look andrógino y enorme inteligencia —además de una confianza ciega en su propia suerte— la conectaron poco a poco con lo más granjeado de la vanguardia neoyorkina, mucha de la cual coincidía en el legendario hotel Chelsea, donde vivió un tiempo con Robert.

El artista busca contacto con su sensación intuitiva de los dioses, pero para crear su obra, no puede quedarse en ese mundo incorpóreo y seductor. Necesita regresar al mundo material para crear su obra. Es la responsabilidad del artista balancear la comunicación mística y el trabajo de creación.

A través de las páginas de Just Kids desfilan, además del fantasma de Rimbaud, Bob Dylan, William Burroughs, Allen Ginsberg, Gregory Corso, Lou Reed, Salvador Dalí, Diane Arbus, Susan Sontag, Dylan Thomas, todo imbuido del soundtrack de la época: New York Dolls, The Velvet Underground, Nico, Blue Öyster Cult, Television, Jimi Hendrix, como una convención de imágenes que atraviesan el tiempo y la imaginación de una mujer capaz de encarnar su propia época y relatarla a través de su vida y sus canciones.

Trascendiendo la idea burguesa y heteronormada de una “pareja sentimental”, Patti Smith y Robert Mapplethorpe ensayaron una manera de relacionarse mutuamente que los mantuvo juntos a través de periodos felices y oscuros, hasta el final de la vida de Robert, quien enfermó de SIDA y falleció en 1989. El libro es a su modo una elegía amorosa y una celebración a la vida de Robert, así como un relato en primera persona de cómo alguien se convierte en lo que ha sido desde el principio, iluminándose con los elementos a su disposición a través del laberinto vital.

“Deseábamos, así parecía, lo que ya teníamos, un amante y un amigo con quien crear, lado a lado. Para ser leales, y a la vez libres”.