Tal vez la literatura de César Aira (Coronel Pringles, 1949) es una larga e ininterrumpida investigación acerca de los motores y goznes que mantienen andando la máquina de la narración. No pensemos en cuento, novela, relato corto, largo o mediano, sino narración a secas: los múltiples intereses de su vida han sido filtrados por el tamiz (¿tamix?) de lo literario: para hablar de cine, artes plásticas, descubrimientos científicos o filosofía recurre a la novela. Es como él dice: la novela en nuestros días es un objeto tan flexible que cabe literalmente todo y cualquier cosa; con más de una treintena de novelas publicadas, tal vez Aira no haya cubierto todo, pero sí bastante.

Uno como lector no puede sino verse desafiado a cubrir tanto, o casi tanto como Aira: ir tras la huella de sus numerosos libros es un trabajo de tiempo completo. He conocido hombres y mujeres que dejaron su familia, su trabajo y su país por ir a la caza de estas novelas. No exagero, incluso me quedo corto. Yo mismo no he cubierto ni un tercio de lo que tiene publicado. Y existen razones de índole editorial para esto: Aira se mantiene de las regalías de sus libros publicados en editoriales españolas como Mondadori, De Bolsillo o Alfaguara: El mago, Las noches de Flores, Parménides, Cómo me hice monja, Cumpleaños (etiquetada a veces como ensayo autobiográfico) o una de las más recientes, El santo. Esto le permite la suprema libertad de escribir —según sus propias palabras— una página al día o incluso menos en un ritual minucioso pero sin prisa, lo que le deja tiempo y ganas de publicar a buen paso un par de novelas al año en editoriales independientes como Blatt & Ríos, Cuneta o Belleza y Felicidad, gracias a cuyas ventas pueden publicar a autores noveles. Son novelas cortas “que no llegan a veces a las 100 páginas”: Aira escribe con la prolijidad de los viejos novelistas, Balzac o Flaubert, pero sin la extensión maratónica. La novela aireana no es de largo aliento, sino de velocidad.DSCN1355-1024x768

El énfasis de Aira está en el proceso de jalar la hebra de la narración más que en encontrar el hilo negro. Él mismo se afirma fanático de los estereotipos: sus personajes son magos de feria, mujeres golpeadas por patanes, turistas europeos en templos budistas, monjes y monjas, repartidores de pizza, zombis, ocasionalmente escritores y en ocasiones él mismo como personaje. Nada de psicología ni psicologismo. Cuando ha escrito sobre otros escritores (como en sus hermosos libros sobre Alejandra Pizarnik o Copi), ha primado la consideración por la obra más que por el personaje-escritor. El estereotipo permite desentenderse de la necesidad de construir un personaje de la nada, a la vez que concentrarse en el entramado de la narración. Cuando la madeja del relato se acorta, como una mecha encendida, Aira produce uno de sus anticlimáticos finales que sirven de base para los juicios exprés de sus detractores. A veces los finales son una bomba, pero muchas veces son explosivos mojados. En 2009 declaró al diario La Nación: “Mis finales no son tan buenos. Muchas veces me los han criticado, con razón, porque son un poco abruptos. Y yo he notado que a veces me canso o quiero empezar otra historia, y termino de cualquier manera”.

¿Cómo comenzar una novela? La costurera y el viento inicia con un niño que se mete en un camión a la Patagonia por accidente; Triano, con dos poetas jóvenes montando una exposición; Parménides, con un rey que contrata a un escritor a sueldo; El pequeño monje budista, con una pareja de jubilados que conocen al monje más pequeño del mundo; El mármol, con una visita al supermercado. Lo no dicho en Aira es esto: una novela puede comenzar en cualquier momento, con los elementos más modestos y sencillos, con los personajes más banales. La maestría del novelista consiste en lo que es capaz de hacer con tales materiales. Hay novelistas que son orfebres de joyería fina, pero Aira parece más bien un artesano talentoso cuya mayor cualidad es la necedad, casi el fanatismo por seguir narrando, por no cortar el hilo negro, sino seguir engarzando al infinito.

Tal vez podamos hacer una pequeña adenda al argumento inicial de este artículo: la obra de Aira no es una investigación sobre la máquina de la narración, sino sobre sus comienzos: sobre lo que dispara un relato y lo mantiene con vida. La novela como un cohete, no como un auto de carreras. Las combustiones de su motor son las necesarias para ser propulsado fuera de los límites de la gravedad y la apatía terrestres, pero no siempre suficientes para hacerlos regresar a casa. Porque una vez propulsado, el relato no vuelve más al punto de origen: nada se resuelve, el lector no se queda con ninguna enseñanza profunda ni con admiración por la maestría técnica de Aira: simplemente cierra el libro y sigue con lo suyo, pero la fiebre aireana seguramente ya hace de las suyas en la imaginación.

Probablemente los muchos y fieles lectores de Aira buscan en cada nueva publicación ese final, esa conclusión definitiva que ninguno termina de tener; o se vuelven —nos volvemos— adictos a sus magistrales comienzos. El entusiasmo de la lectura de Aira viene de entregarse al flujo de ese inicio siempre promisorio, lleno de posibilidades por explorar. Por eso no parece que Aira vaya a retirarse pronto. Apenas está comenzando.

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Imagen: Daniel Mordzinski