El otro lado del cielo

Por Andrés Isaac Santana.

¿Qué es lo difícil?, ¿lo sumergido, tan solo, en las maternales aguas de lo oscuro?, ¿lo originario sin causalidad, antítesis o logos? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva la que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco que es su visión histórica.

José Lezama Lima.

Cortar-una-isla-en-mil-sin-el-menor-resentimiento

A cierto sector de la crítica molesta, o cuanto menos nada seduce, la versión de un arte que tiende a unos grados de abstracción y de lejanía respecto de los conceptos y en beneficio de la erótica de la contemplación y de la mirada. Me refiero a ese arte que parece nacer de las confluencias, del devenir de la arquitectura órfica, de las eras imaginaras, de los espectros y de sus reflejos evanescentes y flotantes. Hablo de un arte que no gusta detenerse, o apenas, en la satisfacción de un texto que explique o justifique su existencia. Hablo de ese arte que goza de su estética subversión frente a la razón expansiva y catalogante. Hablo de ese arte, insisto, que existe solo, y únicamente, del placer de su realización y de su libertad.

Localizada en ese escenario de encuentros y desavenencias, de aprobaciones y escamoteos conflictivos, se haya “la poética” que ha cifrado, para la historia de la visión de los hombres, el artista cubano Alexis Lago. Su obra alimenta ese fantasma de la contracción discursiva que se realiza en el espacio del prejuicio y en los recodos de la denostación. Ella es, entretanto, el espejismo y el reflejo de esa discusión, el motivo recurrente del deseo y del descalabro que reviste todo enfrentamiento, toda exclusión, toda maniobra de jerarquización en nombre de una rara y extraña axiología instrumental que prefiere un tipo de obra frente a otras.

Muy por el contrario de cuanto pudiera parecer, este repertorio de láminas no son la respuesta a ese falocentrismo teorético que se alza como la única opción posible para el arte cubano. Ellas responden a un instinto de permanencia que no viaja hacia esa panorámica de instrumentos categoriales duros. Más bien, y por defecto, prefiere el flirteo con esa otra zona en la que la realización expansiva de los signos estéticos no necesita del certificado de lo conceptual estrecho. Desea, por encima de ello, la ávida lubricación de sus límites. Estos discursos, desde su lugar de alteridad respecto de ese canon, disfrutan con explorar los intersticios que deja “el centro” –grave y duro- para ejercer la metáfora de la penetración y el estacionamiento. Su maniobra no abandona las armas del oportunismo y de la suspicacia. Allí, donde los miopes solo reconocen el valor de un tipo de hacer, es, paradójicamente, donde encuentra esta obra su sitio y su credo.

Obviamente, a la vista queda la evidencia, estas obras no proponen un debate de tipo conceptual sobre determinados derrotes del hacer contemporáneo. No le interesan esas zonas de la controversia que para algunos resultan fundamentales; para otros agotadas y cansinas. Estas obras proponen, eso sí, una aproximación afectiva (intuitiva) al arte, un modo de ver y de “amasar” la mirada más allá del prejuicio y de la tiranía de lo que algunos consideran –en un acto de rotunda contracción- “lo contemporáneo”. Qué es lo contemporáneo sino aquellos o estos resortes que lo refrenda como paradigma del ahora. Acaso habitamos un espacio que es contemporáneo y futurista a un tiempo. El asunto de lo contemporáneo se complejiza al contrastarse que, por el camino de las asociaciones restrictivas, se rentabiliza el uso instrumental del término –en exclusiva- para aquellas obras que, se entiende, dirimen en su locus hermenéutico una discusión acerca de la realidad cultural circundante o una aproximación de tintes ontológicos a la propia realidad del arte. Solo eso pareciera ser, por antonomasia, lo contemporáneo en su sentido más arbitrario o problematizador. Aquello que escapa a esa variante de actuación se reduce a la prominencia y proclividad de “lo clásico” o “lo tradicional”. Cuando en realidad no existe mayor halago, para los detractores de las hegemonías, esa homologación al clasicismo en tanto que modelo de imitación y de permanencia más allá de las barricadas del tiempo y de la soberbia a lo Peter Pam. Tan ridícula me resulta esa reducción como aquella que demanda para la autoridad de la voz y de su ejercicio la más obsoleta acreditación académica. Como si la audacia en el decir o la flagrante destreza en el manejo de la escritura necesitaran de certificados banales que justifiquen su eficacia y su pertinencia. El pensamiento reduccionista se descubre atrapado en la antinomia excluyente dejando de abrazar la sutil elocuencia del sosiego. Conquistar un espacio autónomo de realización, como hace Alexis Lago, no supone reconocer el abecedario de lugares comunes que el legado cultural aprueba como los únicos modelos posibles.

Cierto es que existe una manifiesta aversión por parte de críticos y de comisarios hacia un tipo de obra que en apariencia no respalda el texto teórico de turno. Sin embargo, es precisamente esa obra la que muchas veces se persigue ante la ineludible necesidad de salida y de fuga al complot de “la saturación discursiva”. Las obras de Alexis Lago, e ahí su gracia y su maldición, dispensan el lujo de la reconciliación entre el ojo y la superficie, entre el ser y el estar. La dinámica de este artista adquiere, quizás incluso sin que él sea demasiado consciente de ello, una dimensión ontológica, toda vez que reflexiona sobre ese lugar y esa densidad que ocupamos y soportamos los seres de isla. Estas obras se presentan como láminas de la conciencia interpelada, como radiografías de una experiencia que halla en la figura del viaje y del desplazamiento su razón de ser, o parte de ella. Ellas se convierten en una especie de navío, de embarcación que lleva y trae la aventura de los hombres, los anhelos y los sueños; también, claro, el sabor de muchas derrotas. El dolor de la derrota es algo que cada hombre ha de gestionar a su modo y como le sea posible. Alexis lo hace con cierta altivez y gravedad que, seguramente, sea parte de esa maniobra de orgullo por la cicatriz frente a quienes insisten en recordarle la herida.

No hace falta ser muy audaz para advertir del peligro que entraña toda absolutización de unos valores frente a otros; lo mismo que la burocratización de los imaginarios del espíritu. Cada vez que reconozco el vicio estéril de la consagración hiperbólica de unos repertorios muy específicos de obras frente a la legitimidad y valía de otros, me ruboriza el hecho de pensar en quienes gestionan esas plataformas que resultan siempre el emblema de la enajenación y del disparate. Esta trabazón entre la validez y su contrario, ha sido y es la embajada de muchos exégetas que han dañado ciertas zonas de la interpretación del arte cubano. El arte como mecanismo de contestación y de emancipación es tan viable y legítimo como ese otro que juega en la superficie sin que por ello deje de abrazar un horizonte propio de conceptos y de razones. Ese mapa del arte cubano tendría que ser calibrado de muy otra manera. Una cartografía que se precie reconoce cada accidente lábil que se advierte en el cruce de la orilla y de la ola. Las reducciones traen consigo las esquematizaciones de la realidad. El mapa no refleja entonces el territorio sino que lo deforma en la ficción de lo que se piensa y desea. El mapa termina pervirtiendo la realidad, la construye y la re-escribe, se la inventa.Cortar-una-ola-reticente

A la totalidad del universo, a su imagen e interpretación holística, a las bifurcaciones especulares e infinitas de su textualidad y de su hechura, muchos exégetas oponen el fragmento como (el) valor restituido del todo. Urgidos por múltiples razones y cierta lealtad misteriosa, el todo, esa parte también escuálida de un todo mayor y transitivamente en fuga, es leído, por los hombres aviesos o nerviosos, con cierto fervor que encandila y empacha. Las emociones que tales lecturas suscitan no son más que “deformaciones”, pero también “afirmaciones”, acertijos literarios, ensayísticos y visuales de un todo que no sólo reproducen en su calidad literaria la enormidad de la experiencia, sino que desde ella, y siempre desde ella, engendra la “invención”, la fabulación, la ficción: la auténtica escritura. Por ello, en las obras de Alexis Lago, sin revelar la identidad de todas las fuentes e imaginarios con el pretexto de pulsar la ansiedad por la conquista del texto “del otro” y abrazar el impulso arqueológico de esta “era del desgaste” reclinada ante la lógica subyugadora y subyugante del préstamo, la sepultura, la restitución o los silencios, se teje un conjunto fortificado de fragmentos insulares, de pequeños oasis suspendidos en la superficie. Esos núcleos proliferantes que se repiten hasta hacerse enfáticos, devienen en pretextos deliciosamente poéticos para trazar la genealogía de un drama de constantes pérdidas y derivas.

Deliberada y oportunamente su relato visual elige un grupo de accidentes del agua y del hombre, cuyas prefiguraciones estilísticas ensalzan la sobriedad y elegancia de cada pieza. Se produce así un despliegue de fragmentos de islas y de seres que se destruyen y se restituyen una y otra vez en un impulso cíclico que recuerda la rueda de la fortuna. Hablo aquí de ese espacio por excelencia de la transición en el que cada corte y cada fragmento conduce a la totalidad de un mundo nuevo, un reducto de la utopía moderna que abraza y ama la idea del espacio compartido. Esos trazos no emulan las colinas del éxito ajeno. Saben, entre la humildad y la rabia, que cada maratón exige altas dosis de sacrificio y de piedad. En este mudo de modelos, la primera imagen es la que hace ensayar la ideología del estereotipo, la que esculpe la propaganda –reductiva y encorsetada- de una pobre y escuálida narrativa del éxito social. Muchos artistas cubanos se estacionan hoy en multitud de centros de poder donde se reconoce el valor de su obra y la rentabilidad mediática de sus imaginarios. Seguramente no sea esta la realidad de Alexis Lago. Su obra ha conocido, más bien, la ignorancia y el espaldarazo de los árbitros del juicio. Ella ha quedado atrapada en un espacio fronterizo que, vaya paradoja, la redime de ese estereotipo del artista cubano, tan rentable en según que contexto de actuación. Los estereotipos, al cabo, aluden a modelos frágiles sobre los que se construye, como en el palimpsesto, los relatos superpuestos del amor y del odio.

Por suerte para él, y a diferencia de muchos de sus contemporáneos, la obra de Lago disfruta del silencio, el recogimiento, el culto a una subjetividad que se maneja –con licencia extrema- por los imaginarios infantiles, proclives, sin duda, a cierta perversidad polimórfica. Son piezas que van articulando un relato de insinuaciones infinitas donde la palabra no concluye nada, sino que abre las puertas a otros mundos posibles. De repente es como si su formación universitaria en bioquímica copulara con el placer y el cuerpo de la pintura para asaltar las cimas de un universo regido por el estandarte de la razón cartesiana. Sus obras no atienden al dictado que fija la lógica instrumental del pensamiento, más bien lo desbordan. Ellas se fugan, se escapan, huyen a otro horizonte de realización en el que la plenitud de las emociones parece desbancar la rectitud de un mundo adulto exento de ilusiones y de sueños. Cada serie, cada fragmento de sus acuarelas, es la radiografía de un estado mental, de un estado de (im)permanencia; el susurro de unas circunstancias en las que el poema vence ante la rabia.

Es tan irónica la vida que su nombre, pura respuesta del azar que todo lo rebasa, es parte ya de esa metáfora oportuna. Lago es el contenedor de toda esa agua que recorre y salpica desde la superficie. Esa agua que humedece los contornos y los reporta menos ásperos o desafiantes. Sus piezas constituyen un oasis de sosiego en un mundo desordenado por la anarquía y la violencia visual de lo estridente y de lo mediático. Su trabajo se descubre reactivo ante la expansión y la metástasis del gesto activista, de rancio abolengo “político”. Por el contrario prefiere el silencio, el recogimiento, el culto a una subjetividad que se maneja –con licencia extrema- por los imaginarios infantiles. Son piezas que van articulando un relato de insinuaciones infinitas donde la palabra no concluye nada, sino que abre las puertas a otros mundos posibles. Estas obras no atienden al dictado que fija la lógica instrumental del pensamiento, más bien lo desbordan.

La inserción enfática de todas ellas en un mismo espacio, supone el concurso o la epifanía por lo no acabado o alcanzado a destiempo. Recurrente entre escritores que citan y copian acorralados por la idea, tan nefasta como torpe, de que el pensamiento propio ha de erigirse sobre las prótesis corporales que dispensa el discurso ajeno, resulta la idea del émulo como una figura de valor. Sin embargo, y pese a mirar con sospecha, no descubro el complejo citatorial en las obra de este artista. Si bien es amplio el ramillete de influencias y de espejos en los que se mira en la búsqueda afanosa del rostro propio. La imagen escindida entre ese yo y ese otro que se parece a mi; entre ese ser que fui y el ser que soy, es también parte sustancial del trabajo de Alexis y de muchos artistas cubanos que viven bajo el enunciado feroz de una eterna diáspora. Es, por así decirlo y recordando a Adorno, la proyección de “la vida dañada”. Esas escisiones, más o menos metaforizadas, más o menos idealizadas, más o menos enmascaradas, son el pasaporte de fuga de una vida saturada por la regencia del pasado.

Lo que crea cultura, lo que engendra la mítica de lo auténtico, no es la reproducción palmaria o la entrega servil a la “dinámica de la calcografía”. Lo que crea cultura, insisto, es la facultad exponencial de la invención sin límite. El deseo de conjugar la pasión y la razón en el vórtice de la experiencia, traducida en texto, en gramática de las pulsiones más o menos condensadas en las doctrinas del sujeto y de la historia. Quizás por ello, y sin saberlo, estas piezas hablan siempre de esa tensión que se aprecia entre lo racional y lo intuitivo, lo conceptual y lo poético, la desesperación y el sentido. El propio Kandinsky subrayó «Nuestra alma, que después de un largo periodo materialista se encuentra aún en los comienzos del despertar, contiene gérmenes de la desesperación, de la falta de fe, de la falta de meta y de sentido (…) A través de estas obras estoy pudiendo elevar y expresar mi alma”. Similar a esta afirmación lapidaria sucede en el diálogo que Alexis Lago estable con su trabajo. Le he escuchado hablar y he podido descubrir una tensión entre el amor y la rabia, la misma que padecemos todos. Solo que en su caso esa cuota de rabia queda redimida en la naturaleza de una obra con la que él establece vínculos que trascienden la materialidad de la existencia a favor de cierta ritualidad. El arte se convierte entonces en terapia que amansa a la bestia y doblega la soberbia convirtiéndola en un accidente de la virtud.

No sé exactamente de qué estamos hechos nosotros, los hombres y mujeres de islas. No sé en qué fragua (si en la de Vulcano) se fundieron los fragmentos de nuestra maltrecha ontología. Orquestada, como se sabe, sobre raros peregrinaje y juegos de las combinatorias infinitas. Lo cierto es que nuestra capacidad de resistencia y de re-invención llega a niveles que jamás fueron sospechados hasta que la vida no nos puso a prueba, hasta que ella misma nos negó el dominio de las precisiones. La resistencia nuestra traspasa un umbral desconocido, se expone al sol sobre las arenas de una terrible soledad. Muchas veces el hombre de isla es consciente de su temor ante la idea de una triste inmunidad al dolor. Puede ser, quién sabe, puede ser que así sea. He terminado por pensar, al cabo, que la isla nos regaló la trama urbanística de una rara genética singular como ella sola, rara ella misma de por sí. Instalada sobre el plasma de una profundidad existencial que es capaz de gestionar los sentimientos aun cuando ya nos creíamos abandonados por ellos. Hemos sido hijos del maltrato. La historia nos maltrató un día cuando nos puso a la orden de un colono y luego al servicio domesticado de un ideólogo esquizofrénico que creyó que el país era su casa y nosotros el resultado de sus ideales masturbatorios, la extensión prolongada de su falo reaccionario y autárquico. Pero hoy creo que esa desgracia de la historia, de nuestras circunstancias insulares, no es sino una ilusión de desgracia, una ilusión sugerida por la manera en que todo el mundo nos mira y nos piensa. Algo bueno tuvo: nos hizo fuertes, gráciles y hábiles en el manejo de las fuentes del valor y del coraje. Nos legó las artes de la resistencia, de la simulación y del cimarronaje más agazapado y dúctil. La clandestinidad parece ser nuestro sino, nuestro sello, nuestra conquista, nuestro terreno de operaciones. Es desde ese espacio en el que la vida, entonces, es mirada como juego de azar, como ensayo, como prueba, como ejercicio de sobrevivencia y de permanencia, en definitiva como ilusión. Es desde allí donde “el ahora” vale más que ese mañana, que ese ideal hipotecado por un sueño irreal y maltratado por una falsa creencia. Por pensar que en el mañana, tal vez, las cosas sean mejor.

La obra de este artista se postula entonces, para él y para otros, como un ejercicio de reconciliación que mirando a la historia anterior y las circunstancias de esa agua que todo lo invade y rodea, no necesariamente se agota allí, en el lugar de la nostalgia. Creo, ciertamente, que hay mucho de recordación y de homenaje, pero cierto es también que leo entrelíneas un ánimo de escribir la obra hacia delante, pulsando una proyección que se basa en el ahoraLa vida, bien lo sabe Alexis, ha de ser vivida bajo los impulsos arremolinados y barrocos del “paradigma del ahora” y no en la ansiedad de ese mañana o de ese ayer hipotético y engañosamente manierista que hace presagiar lo bueno, lo mejor, lo luminoso, cuando puede que todo ello esté ocurriendo en un interior poco explorado y de cuyas profundidades apenas se tiene real conciencia. Me sorprende, me apena sobremanera, descubrir una debilidad extrema en las almas de muchos. Es una especie de debilidad acendrada en el alma de seres que fijan la mirada en el relato del pasado, como si se tratase de un ancla hundida en el fondo de una soledad que, paradójicamente, no produce libertad y gestiona, por sí misma, la emancipación. Siento un temor tremendo en el grito sordo de sus miradas cuando éstas buscan una aprobación al soliloquio de la derrota que ya ha sido anunciada.

SimulacroLo mismo me ocurre con la idea del viaje, una figura que se descubre con cierta permanencia -literal y simbólica- en la obra de este artista. Cuando se discute acerca del viaje como destino o como trayecto de aprendizaje sistemático en el que nuestra más portentosa subjetividad lo pone todo en juego y se piensa a sí misma, se discute –en verdad- sobre lo que hoy somos. Cada vez que escucho a colegas o amigos absortos en los preparativos de un viaje, echo de menos esa consideración del mismo como experiencia expandida que no busca llegar hasta, sino disfrutar de cada uno de los instantes de los que se dispone en este tiempo nuestro que fija el calendario. El viaje se piensa solo como destino y no como trayecto en curso, como experiencia que se dibuja en una línea recta que va desde “aquí” hasta “allí”. El viaje es también regreso, retorno al sito abandonado, vuelta al punto de partida con la experiencia a cuesta y los archivos saturados de nuevas visiones, de nuevos pasajes, de nuevas historias. El viaje es una reliquia, el viaje es el tiempo de viajar, no el momento de arribar, de llegar. No es instante del cumplimiento, del arribo a la meta, sino la sumatoria de todos esos intervalos, de todos esos respiros, la anulación de la idea misma de destino y de meta. Es lo mismo que ocurre en el sexo y su absoluta prodigalidad de ademanes y de embestidas a la hora de arribar a la satisfacción del deseo. El sexo no es la búsqueda del orgasmo, o no solo de eso. No es el hallazgo de la satisfacción palmaria y ridícula que te deja tan vacío y anoréxico de expectativas como al principio; sino, y por el contrario, es el juego de máscaras indomables en un laberinto pródigo en simetrías y de espejos, donde sus actores ensayan la ilusión y dan rienda suelta a la fantasía. La fantasía es el reino de la vida. Ella dibuja sus caminos, traza sus mapas y se vuelve sobre sí misma para advertir de su existencia y de su infinita libertad y riqueza. La fantasía ha encendido el sueño de los hombres. Les esclaviza y les libera, les culpabiliza y les redime, les abraza y les abandona a la intemperie de la realidad que, entonces, se hace cruel en tanto destruye los espejos y desacredita el baile de las ilusiones.

Aprendimos tanto en aquella isla (el artista y yo). En esa balsa romántica y perpetua, a la deriva de los dioses. Ajena a cualquier alma interesada en su llanto y en su queja. Aprendimos a vivir y a quedarnos con esas cosas pequeñas y silenciosas, con esas que yo ahora me quedo para siempre a modo de trofeo de un pasado al que venero en silencio e idealizo en mis recuerdos más abstraídos. Aprendimos, aprendimos mucho en esa isla de utopías y de sueños rotos. Sueños desasidos como consecuencia de la idolatría y el estúpido drama de la patria, la tierra y la bandera. Semejante estupidez humana ha tenido un alto precio para todos y cada uno de nosotros. En su nombre hemos debido operar el corte radical con todo y respecto de todo, sin que por otra parte pudiéramos ejercitar ese derecho. Pero no hablaré de ello, no ahora que la parquedad del frío de este “sitio lejos” me puede hacer llorar y no quiero. Hoy no quiero regalarle una lágrima al recuerdo, ni tatuar mi rostro con el gesto de ese raro dolor que se disimula a sí mismo como en un acto de mascarada entre miles de proyecciones. La nostalgia, eso me ha enseñado el bolero, es un sentimiento mediocre e indomable que revela nuestra animal debilidad. En nombre de ella he visto a los hombres cometer graves errores. Les he visto atrapados en accidentes de la razón que se flagela ante el delirio de las emociones mal gestionadas. No recomiendo la nostalgia, no puedo con ella. Salvo cuando advierto su carácter y cualidades instrumentales para el ejercicio y cumplimiento de la escritura. Solo así la acepto y dialogo con ella. Lo mismo que hace Alexis en toda su obra. Esos hombres suyos, samuráis del Caribe y de la Florida, se ocupan de cortar, de cercenar, de hacer del mapa y del recuerdo una galaxia infinita de fragmentos. Fragmentos que desligado del cuerpo y expandido en la nada, vuelven, resucitados por la alquimia y por la magia a recomponer esa anatomía originaria, vuelven a re-escribir la identidad y a ponerla a prueba.

Esos fragmentos vuelven una y otra vez. Vuelven y se fugan sistemáticamente. La imagen queda allí, en el silencio de la noche, con sabor a sal.

Floating-Islands

One thought on “El otro lado del cielo

  • el 13 julio, 2016 a las 12:47 am
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    He terminado por pensar, al cabo, que la isla nos regaló la trama urbanística de una rara genética singular como ella sola, rara ella misma de por sí. Instalada sobre el plasma de una profundidad existencial que es capaz de gestionar los sentimientos aun cuando ya nos creíamos abandonados por ellos. Hemos sido hijos del maltrato.
    La nostalgia, eso me ha enseñado el bolero, es un sentimiento mediocre e indomable que revela nuestra animal debilidad. En nombre de ella he visto a los hombres cometer graves errores. Les he visto atrapados en accidentes de la razón que se flagela ante el delirio de las emociones mal gestionadas.

    Estas han sido de las frases que más han cautivado a este güajiro de 24 años que a altas horas de la noche ha disfrutado con placer leer un texto tan finamente edulcorado para describir algo tan indescriptible y sublime como lo es el arte.

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