Después de esto (2015), de Magnus von Horn

 

Por Miguel Martín Maestro.

cartel_despues_de_estoLa idílica Europa Nórdica puesta en cuestión, una y otra vez, a partir de la obra cinematográfica. Ya sean dramas familiares o sociales, urbanos o rurales, existe un común denominador en el cine nórdico que emparenta a los individuos retratados en las películas con seres abrumados, incapaces de soportar la pesada carga de vivir, destrozados moral y anímicamente, cuestionando los valores marchitos de una socialdemocracia pasada, con comportamientos muy poco edificantes y muy poco solidarios. The Here After no iba a ser menos, no sólo la carga sueca del mundo rural, sino el peso de la coproducción polaca y su católico sentimiento de culpa y pecado (Agneska Holland) y la danesa (con la influencia de la productora Zentropa de Lars von Trier), ayudan a crear uno de los reflejos más asfixiantes de las sociedades modernas enfrentadas a sus propias contradicciones entre palabras rimbombantes y principios inatacables en el papel y hechos muy poco solidarios.

La película cuestiona el concepto de presunción de inocencia para la ciudadanía, así como el derecho de reinserción de todo penado y el carácter reeducador de las penas. La película se desenvuelve en un tiempo presente donde todos conocen cuál es la carga del pasado de John, pero el espectador ha de ir, poco a poco, recogiendo esa información, como el personaje de Malin, la chica que acaba de llegar al pueblo. Nos interesamos por el personaje de John, su silencio, su mirada fría, su inexpresividad, sus dificultades para comunicarse. Sabemos que hizo algo execrable, que mató a su novia, pero desconocemos los porqués. En apenas dos años abandona el centro de menores en el que permanecía recluido y es donde comienza la historia. El cartel de la película es sintomático, sobre una foto de un grupo de adolescentes, un rostro aparece tachado, tanto podría ser la joven muerta como el joven rechazado por el grupo, la película irá desvelando la respuesta.

Entre cristales, aislado. John contempla los preparativos de su anunciada liberación y posterior reinserción, observa la conversación entre su padre y los educadores, dentro de plano pero absolutamente fuera de nuestro campo auditivo. John ha decidido volver a su pequeña comunidad, su antiguo colegio, su misma casa, sus mismas costumbres en un intento reparador de comenzar donde todo se interrumpió, como si nada hubiera sucedido. Un paréntesis de dos años donde imagina el olvido comunitario. Sin embargo el modelo educativo no sirve, las pocas personas dispuestas a relacionarse con él o a ayudarle en la vuelta a casa van claudicando por el peso de la masa. Del rechazo, el aislamiento y la indiferencia hasta el odio, los sentimientos van concentrándose en lo peor del ser humano, quizás comprensible, pero sin que nadie intente mediar y hacer respirable el ambiente con un mínimo de tolerancia e información de lo que es el estado de derecho. El agresor soporta humillaciones, provocaciones, agresiones. Sabe que su defensa es mantenerse inerte, aceptar lo que le sucede como un castigo suplementario a su acción pasada, cualquier reacción violenta, incluso de defensa, será valorada como una provocación y una excusa para el comportamiento de la comunidad. Su soledad es la consecuencia de un acto que le ha alejado de un grupo en el que quiere volver a integrarse, lo que no aparece en sus cálculos es el vacío absoluto y progresivo, el abandono sistemático por todos sus antiguos amigos, la sensación de repudio contagioso que le invade, algo para lo que seguro no fue preparado ni advertido durante su reclusión. Y al tiempo, la obsesión enfermiza por volver al lugar del crimen, al domicilio de su antigua novia, espiar sus espacios de intimidad, ver cómo sufre su madre, oír sus conversaciones, pasearse por donde nadie compensado mentalmente volvería, atenazado por el remordimiento o el recuerdo cruel de su explosión de violencia, John frecuenta los mismos lugares tratando de buscar sus propias explicaciones a su comportamiento, enfrentando su memoria con el diagnóstico psiquiátrico forense durante el proceso judicial.

despues-de-estoUna conexión íntima relaciona esta película de 2015 con otra excelente propuesta europea de 2014, Violet de Bas Devos, allí se analizaba la personalidad de un chico sumido en la culpa al quedar paralizado mientras un amigo era víctima de un robo que acababa con su vida. Aquí John vive atenazado por el recuerdo de un comportamiento que nadie se explica pero que estigmatiza, un rapto de ira violenta impropio del chico y de su forma de ser previa, un chico que va acumulando una rabia destilada en su extrañamiento tras su intento baldío de reinsertarse, que ha aceptado el castigo y ha aprendido las consecuencias y enseñanzas del centro, pero que, cuando trata de llevarlas a la práctica sólo obtiene portazos. Esa escalada de tensión e incomodidad termina afectando al núcleo familiar, un núcleo sin mujeres, una madre desaparecida pero que permanece en el recuerdo de John, un mundo sin cariño, sin contacto físico, sin risas, un padre incapaz de asumir la realidad de que su hijo hizo lo que hizo por más que trate de disimularlo, un hermano pequeño que aprovecha cualquier encontronazo para recordar a John quien fue y lo que sigue siendo. Por eso las escapadas en moto de John son un reencuentro consigo mismo, un permanente análisis de su comportamiento que sólo tiene un oasis de relajación cuando una nueva vecina siente interés por él. Un interés morboso, sabiendo que mató a una novia anterior, la relación entre ambos se plantea desde la desigualdad de quien es honesto desde el principio, porque Malin puede ser su salvación, y de quien afronta la relación como un reto a detener cuando asome el más mínimo atisbo de miedo hacia el muchacho.

Entre los espacios opresivos de la casa familiar, el comportamiento desafecto de su entorno más próximo, la escalada de violencia exterior hacia él, cualquier espacio abierto en el que el director sitúe la historia no funciona como una válvula de escape, sino más bien como un refugio improvisado para el protagonista entre cada episodio de frustración. La cámara sigue su deambular y su pretendida vuelta a la rutina cotidiana como quien observa y analiza el comportamiento animal, desde la distancia y esperando captar el momento que toda la ciudad espera, el prejuicio irracional de quien considera al joven un ser a exterminar por su peligrosidad innata. El desprecio latente, que va despertando poco a poco, hasta convertirse en una cascada interminable, provoca el estallido final resuelto solvente y sobriamente por el director y de manera nihilista por el joven. Una cara tumefacta, escopeta al hombro, marcará la imagen de un ser destinado a desaparecer en el anonimato, a renunciar a su vida y su comunidad si quiere volver a ser alguien. Cuando se sincera con Malin y rememora lo sucedido, desnuda su protección y ofrece a la chica, y al espectador, las razones por las que su entorno no le acepta, “dicen que no podía controlar mis actos”. Como el abuelo despreciado que sacrifica a un perro sufriente y moribundo, John tiene que sacrificar una parte importante de sí mismo para poder seguir adelante, a costa de perder lo poco que hay ganado en esas semanas de odio intenso hacia su persona. Cuando el último plano pone fin a la película, estamos ante un punto y seguido, pese a la apariencia de pesimismo existencialista que transmite la historia, el personaje de John sí que ha aprovechado su estancia penitenciaria, nos lo demuestra con su comportamiento, otra cosa es hasta donde será capaz de resistir, cuántas veces más podrá soportar un rechazo por su pasado, cuántas veces más se confundirá una reacción agresiva con un ánimo de matar. John es culpable, pero ha pagado, algo que no se acepta en ninguna sociedad por más democrática y avanzada que se tenga. Quienes necesitan la resocialización son los justos no los condenados.

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