In Memoriam de Arnold Wesker: «Sólo me interesa indagar en el individuo colectivo»

 

Por Horacio Otheguy Riveira

 

La primera obra del autor inglés fallecido en abril con 84 años, La cocina, se representa con gran éxito en Madrid, y ha recibido el apoyo de numerosas compañías internacionales desde su estreno en 1958. Su obra más difícil de montar, tiene las características psicológicas y sociales que le han interesado durante toda su vida; una trayectoria volcada en el teatro, que ha estado apegada a sus orígenes en la clase obrera y sus preocupaciones laborales y económicas en un contexto donde siempre encontró el medio para crear potentes personajes en busca de los caminos más justos, personales y colectivos.

Sólo me interesa indagar en el individuo colectivo: es en la lucha del trabajador y todo lo que conlleva donde he logrado descubrir una dinámica teatral que me ha acompañado toda la vida, escribiendo, dirigiendo, y sobre todo viviendo.

 

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Hay extensos fragmentos de mis composiciones dramáticas que son pura invención, pero no sé si sabría escribir sin utilizar mi propia experiencia. Esto me tiene muy preocupado. Por eso deseo volver a trabajar en una cocina o en las obras de un edificio en construcción. Lo mejor de mi obra lo he escrito siempre mientras tenía una colocación de este tipo. Dudo mucho de mi imaginación por encima de mi experiencia.

 

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En 1961, en una manifestación contra las armas nucleares, por la que fue encarcelado.

 

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Irene Gutiérrez Caba y Agustín González, Sopa de pollo con cebada, 1979.

Integrante de los «autores iracundos» británicos de los 60-70 del siglo XX, Arnold Wesker se emparenta en muchos aspectos con otros grandes colegas como John Osborne, Ann Jellicoe, Shelagh Delanney, Harold Pinter… Solidario en la rabia contra el sistema, y con gran creatividad para abordar los nuevos tiempos, juntos y separados renovaron un teatro para todos ellos muy aburguesado. A su manera, Wesker fue único en su insistencia en la crítica social a través de un realismo meticuloso, que a la vez aprovechaba todas las corrientes modernas de entonces: diálogos fluidos, personajes enteros en situaciones conflictivas en ambiente rural lo mismo que en la ciudad. Judío socialista de clase obrera, asume como pocos la reacción de la madre de Sopa de pollo con cebada, la mujer que ve con desesperación cómo toda la familia y sus amigos abandonan la causa bolchevique por la invasión de la URSS en Hungría en 1957.

Harta ya de tanta monserga, en medio de una vida muy dura, con problemas económicos y un marido vago que le roba de su cartera para echarse un trago, hasta que tiene un derrame cerebral y lo empeora todo. Más harta de las renuncias de los suyos que de los golpes que recibe por todas partes, Sarah levanta la voz y grita su sencilla verdad: «Pero bueno, ¡¿cuando una casa se incendia a causa de un cortocircuito, acaso dejáis de creer en la electricidad!?».

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Arnold Wesker (Stepney, Reino Unido, 1932-Brighton, Reino Unido, 2016) fue muy prolífico, pero en España se le prestó muy poca atención. La cocina (ahora en el Valle Inclán de Madrid) fue su primera obra escrita en 1957, un estallido de rebelión completa: nada menos que 35 personajes en un escenario de carrera sinfín al servicio de 1500 comensales, y en el camino, los grandes y pequeños conflictos de los trabajadores mientras se decanta una sociedad injusta, despiadada. Así veía él su país después de la segunda guerra mundial. Fue un éxito marginal con muchas traducciones y representaciones. A Hispanoamérica llegó muy pronto, con especial dedicación en Buenos Aires, donde la corriente de judíos de izquierda centroeuropeos tenía sus propias escuelas de arte, sus teatros, sus hombres y mujeres supervivientes del nazismo o de la mera hambruna («Debió estar bien lo que hicieron allí mis colegas, pero la verdad es que yo nunca vi un céntimo de mis derechos de autor»). Miserias empresariales aparte, allí estuvieron, también sin cobrar en la mayoría de los casos, traductores, actores, escritores, directores, escenógrafos, volcados en el teatro como oxígeno sin el cual era imposible mantenerse en pie cada mañana para trabajar en cualquier cosa que les permitiera pagar las facturas y por la tarde volver a un escenario y ocuparse de todo, desde la electricidad a la escenografía, las traducciones de los clásicos o los contemporáneos como este Wesker, al que su «Cocina» le dio tanta energía que al año siguiente, 1958, se lanzó con una trilogía que logró los más encendidos elogios. Escribió las tres en el mismo año.

Tres obras que conforman la historia de una familia, pero no literalmente, sino distribuida en otros tres grupos familiares: Raíces, Sopa de pollo con cebada, Estoy hablando de Jerusalén. Todo un proceso de búsqueda de la felicidad en medio de conflictos sociales: el individuo colectivo del que habla Wesker está siempre muy vivo en este ciclo que acaba con uno de los jóvenes (Ronnie, eje de las tres obras, aunque en la primera sólo se habla de él) lanzado a vivir la experiencia socializada de Israel, con sede en Jerusalén: los célebres kibbutz que planteaban una provechosa forma de vida en común.

El personaje regresa decepcionado, dispuesto a volver a empezar en su Londres natal donde la suma de fracasos no tiene nada que ver con sentirse derrotado. Sucede en 1958 y poco tiempo después el irlandés Samuel Beckett habló con el actor que mejor difundió su obra al margen de los teatros convencionales, Rick Cluchey, que inició su rara carrera teatral con obras de Beckett dentro de la cárcel de San Quintín donde estaba condenado a cadena perpetua, y al salir en libertad —gracias a su redención poética— recorrió mundo (España incluida), con el apoyo del genial escritor que en una ocasión, ante una función malograda le dijo: «Todavía te falta experiencia. Vuelve a fracasar, fracasa mejor».

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Wesker se pasó toda la vida adulta trabajando dentro y fuera del teatro. Un escritor de clase baja que nunca traicionó sus ideales socialistas y que disfrutó de su propia sala en un antiguo ferrocarril, lo mismo que festejó cuando la reina le nombró Sir («como a mi ídolo Laurence Olivier»). Sin embargo, Olivier le impactó desagradablemente al ver El mercader de Venecia, de Shakespeare, por su caricatura de Shylock tan antisemita como la obra misma. De allí partió para hacer su propia versión en 1976, The Merchant, donde exponía las circunstancias sociopolíticas de la época cambiando el punto de vista de la obra original, y generando un muy interesante debate (por otra parte, planteado de manera similar en España en la versión escrita por Yolanda Pallín y dirigida por Eduardo Vasco).

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Raíces en una versión británica de 2010.

Raíces es, sin duda, una de sus obras intimistas más logradas, de seguro impacto leída o representada. La joven Beatie Bryant ha conocido en Londres a un muchacho que la ha llenado de esperanza, de renovadas ilusiones. Junto a su familia de labriegos, ciertamente primitiva, exhausta con su trabajo cotidiano, asombrada a ratos, a ratos indiferente ante el caudal de información que sale de la boca de la eufórica muchacha, constantemente apostillando: «Ronnie dice, Ronnie piensa, Ronnie cree…». Pero el tan esperado le da plantón y el revulsivo en lugar de hacerla polvo le permite renacer porque entonces, sin siquiera planteárselo, ya no es Ronnie quien dice, sino ella misma, con su propio empuje, su propia necesidad de conocimiento y libertad.

En España, el hombre de teatro (autor y director) que más se interesó por Arnold Wesker fue José Luis Alonso de Santos, y lo hizo a través de La cocina. Realizó una adaptación, Nuestra cocina, con alumnos del Real Conservatorio de Arte Dramático (RESAD) en 1992. Más tarde superó esta influencia con una magnífica creación la-cena-de-los-generalesabsolutamente personal, heredada del envión de Wesker: La cena de los generales, dirigida por Miguel Narros, con un elenco de 20 intérpretes: días después del final de la guerra civil, Franco ordena una cena en el Palace dispuesto a agradecer a sus generales el valiente e incondicional apoyo prestado. Pero resulta que en el gran hotel no hay cocineros, solamente se puede contar con camareros franquistas o falangistas (que también se enfrentan entre sí); los cocineros han sido encarcelados o ejecutados. El delegado militar que va a organizar la cena es el teniente Medina (Juanjo Cucalón) que ha de enfrentarse con el maitre Genaro (Sancho Gracia), un tipo de carácter que reprime como puede su roja manera de entender las cosas. Una tragicomedia montada con brío de vodevil por el maestro Miguel Narros.

Después de larga ausencia, Arnold Wesker regresa con La cocina, montada estupendamente por Peris-Mencheta. Es de esperar que su trilogía se monte íntegra, ya que tiene menos personajes y dificultades de producción, o cualquiera de sus más de 40 obras. Hoy en día ni siquiera se consiguen sus textos traducidos al castellano, todos descatalogados. El Centro Dramático Nacional cuenta con un Cuaderno Pedagógico muy completo, que se puede ver en pdf.

A Wesker le encantaría el montaje de sus obras, más aún con garantías de que sus herederos cobren los correspondientes derechos. Pero además, al respecto tuvo una idea muy clara:

¿Si me interesa la posteridad? No como se suele entender por el ego de que se hable de mí en mi ausencia, cosa por otro lado bastante estúpida, pero sin duda me interesa como utilidad. Es bueno morirse con la esperanza de que mis obras resulten necesarias a grupos de jóvenes inquietos, deseosos de que las cosas cambien, y el teatro diga su palabra.

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