Silencio (2016), de Martin Scorsese

 
Por Rafael S. Casademont.

silencio cartelCuando Martin Scorsese presentó en 1988 La última tentación de Cristo consiguió fijar su, por entonces, complicada relación espiritual con el catolicismo. Dicha película reflejaba un interesante humanismo católico, temeroso de dar pasos en falso pero con la necesidad de crear y de exponer sus dudas, de expresar la incorreción de su pensamiento con la cámara. Son estas dudas, estos planteamientos, los que hacían el relato de Scorsese interesante por encima de sus creencias religiosas. Los años, sin embargo, no pasan en balde y su nueva aproximación a la fe parece, más que el fruto de una mente atormentada, corrompida por la dificultad del pensamiento abstracto e irracional que exige la fe, la obra de un censor que intenta conducir y simplificar la historia original hacia sus creencias.

Basta reparar en la aproximación japonesa a la novela de Shusaku Endo,  Silencio (Masahiro Shinoda, 1971) para comprobar las intenciones de Scorsese. Pese a no ser un remake, algo que parece haber provocado que la gran mayoría de la crítica no haga ni mención a esta destacable versión, lo cierto es que la película de Shinoda es casi idéntica a la realizada por el neoyorkino, con escenas y diálogos calcados. La obra de Scorsese y la de Shinoda difieren, sin embargo, por completo. Ambas historias comparten el relato de los dos franciscanos portugueses que acuden a Japón a finales del siglo XVI para encontrar los restos de sus compañeros en un país que había declarado el cristianismo herejía y perseguía duramente los vestigios de esa religión. Tras desembarcar en los pobres pueblos pesqueros, aún cristianos, los dos protagonistas se embarcan en la búsqueda del padre Ferreira para conocer de primera mano los hechos. Desde entonces hasta el final del relato, el conflicto se mantiene en torno a la capacidad de ambos “padres” (así les llaman los japoneses) para mantener sus creencias o apostatar (renunciar a ellas) y salvar tanto su vida como la de quienes les rodean. La clave y el mayor encanto de la historia se encuentra, por tanto, en el choque cultural entre la religión sur europea de los sacerdotes y la filosofía vital y espiritual del país nipón. Todo un cruce dialéctico dotado en ambas obras de brillantes réplicas entre el protagonista y el noble japonés encargado de obligarle a apostatar.

Manteniendo este debate como centro de la historia, Scorsese añade elementos propios que desvirtúan todo lo anterior. Con cincuenta minutos más que la versión japonesa, Scorsese modifica sustancialmente el prólogo y el epílogo de la obra para adaptar y, finalmente, transformar este relato de choque cultural en un rendido homenaje a la discutible labor evangelizadora de sus protagonistas. Para conseguirlo, Scorsese borra la fundamental información histórica con la que empieza la obra japonesa, la aparición de Lutero y la vertiente protestante, verdadera causa-efecto de las evangelizaciones asiáticas. En cambio, lo que obtenemos es una secuencia que refuerza y encamina la película hacia el encargo de la búsqueda del Padre Ferreira, estableciéndose a partir de entonces un claro paralelismo con la primera mitad de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979). La búsqueda, a través de lo desconocido, de un personaje fantasma recorre una película que intenta evitar que el público piense en las verdaderas razones de ese viaje, el peligroso descenso de fieles provocado por la contrarreforma, y no un heroico y desinteresado rescate.

silencioTodo el largometraje, plagado de un impostado formalismo asiático donde Scorsese intenta mantener su cámara más calmada y “zen” de lo habitual, sufre de una total falta de ritmo dramático, empeorado por la pésima elección de casting ejemplificada en el protagonista principal, un Andrew Garfield que intenta ocultar su aspecto de millennial tras un rostro que sufre un continuo estado de lamento y lloriqueo sobreactuado. El homenaje a la evangelización asiática de Scorsese se completa con la ridiculización del antagonista, el incorrectamente llamado “inquisidor” japonés, Inoue Masashige (interpretado por Issei Ogata), cuyos brillantes diálogos se intentan desmontar mediante una interpretación histriónicamente cómica. Finalmente, todo ello se concreta de forma cristalina en un ampliado epílogo cerrado con un plano final que tira por tierra cualquier construcción reflexiva sobre todo lo ocurrido hasta entonces. Este falso zoom encaja, sin embargo, a la perfección con la inscripción que cierra definitivamente el relato, la nota de homenaje a la labor de todos esos religiosos, a los que, además, está dedicado el largometraje.

La intención aquí no es la de denunciar las creencias propias o del autor, todas igual de respetables, sino la decepción de ver cómo la gran mayoría de elementos añadidos y creados por un hombre de recursos como el neoyorkino, para abordar una obra con una base fascinante, acaban por funcionar como frenos para el pensamiento libre de forma consciente (valga como ejemplo la eliminación de la información histórica sobre la contrarreforma) y la más pura y simplista conclusión sentimental (la imagen final). Solo en ocasiones, el gran cineasta se manifiesta, corrompido como todo buen artista, inseguro pero valiente. Lejos de la impuesta y confusa tonalidad asiática en lo formal, el realizador acierta en convertir a sus mártires en iconos religiosos mediante un evidente y progresivo paralelismo físico entre Jesucristo y la figura interpretada por Andrew Garfield, evidenciada mediante la escena donde el reflejo en el agua del protagonista se transforma en el rosto de Cristo. Dicha valentía continúa también en el momento más estimulante del largometraje, la aparición del silencio total como elemento supremo de la espiritualidad (también de la desesperación y de las dudas) para abordar, formalmente, el momento más atrevido y destacable de la nueva obra de Scorsese, la creación de un Dios sordo y ciego, pero no mudo.

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