Albert Einstein y el sentimiento cósmico religioso

La historia del ser humano –qué duda cabe– es la historia de sus empeños. “Todo cuanto ha hecho y pensado la raza humana tiene que ver con la satisfacción de necesidades profundamente sentidas y con la mitigación del dolor”, escribió Albert Einstein en 1930 en un estupendo artículo para en el New York Times. “Y es preciso tener esto continuamente presente si se desea comprender el significado y evolución de los movimientos espirituales”. Su artículo pretende explicar no sólo el desarrollo de las religiones y la necesidad social y moral de un Dios (concebido para satisfacer deseos y mitigar el dolor) sino también un tercer estado de experiencia religiosa que nada tiene que ver con dogmas religiosos y que nos pertenece a todos, incluso si, como él señala, “rara vez se encuentra en forma pura”. A este tercer estado le llamó el “sentimiento cósmico religioso”.
Ese sentimiento cósmico religioso, que él coloca en la más alta esfera de las capacidades humanas, puede compararse a lo que Freud llamaba el “sentimiento oceánico”, que es la intuición del infinito que todo hombre experimenta ante la mera existencia, o, en otras palabras, esa sensación de inmensidad y orfandad que rodea y ahoga al ser humano y le recuerda de manera primordial que es parte del todo. Para hablar de esto, Einstein reconoce los límites del lenguaje. Admite que explicar esa sensación a quien no la haya experimentado en absoluto resulta difícil, si no imposible, sobre todo porque no está asociada a ningún concepto antropomórfico correspondiente a Dios. Dicho esto, la describe así:
El individuo siente la futilidad de los deseos y aspiraciones humanas, y percibe al mismo tiempo el orden sublime y maravilloso que se pone de manifiesto tanto en la naturaleza como en el mundo del pensamiento. La existencia individual se le impone como una especie de prisión, y ansía experimentar el universo como un todo único significativo. Los albores del sentimiento cósmico religioso se dejan ya sentir en muchos de los Salmos de David y en algunos profetas. En el budismo, según aprendimos especialmente en algunos escritos maravillosos de Schopenhauer, aparece con mucha mayor fuerza este elemento.
Los genios religiosos de todas las épocas se han distinguido por esta especie de sentimiento religioso que no conoce dogmas ni concibe a Dios a imagen y semejanza humana; y que carece por tanto de iglesia alguna que deba basar en ellos sus principales enseñanzas. Por eso, es precisamente entre los herejes de todos los tiempos entre quieres encontramos a esos hombres impregnados de esta forma suprema de sentimiento religioso, y que en muchos casos fueron considerados por sus contemporáneos como ateos, y también en otros como santos. Mirados a esta luz, hombres como Demócrito, Francisco de Asís y Spinoza son íntimamente afines entre sí.
Para Einstein, el problema central de este sentimiento cósmico religioso es la dificultad que supone transmitirlo a los otros (“El límite de mi mundo es el límite de mi leguaje”, diría Wittgenstein). ¿Cómo comunicar un sentimiento que no da lugar a un concepto definido de Dios ni a una teología? Pare él, esa función le corresponde al arte y a la ciencia en tanto que no sólo despiertan sino que mantienen vivo ese sentimiento en quienes tienen la capacidad de recibirlo. Y llegamos así a una concepción de lo más próspera entre la religión y la ciencia, antagonistas históricamente irreconciliables.
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Einstein consigue vincular la labor científica de los hombres más diligentes como lo fueron Newton y Kepler (y desde luego él mismo) con esa fuerza reguladora que lleva a un individuo a seguir la voluntad universal. Es el ansia por comprender “aunque sólo fuera una brizna de la mente creadora que revela este mundo” lo que hace capaces a los hombres de gastar su vida en revelar la mecánica celeste. Lo que proporciona a un hombre esa fuerza, dice, es el sentimiento cósmico religioso:
Yo sostengo que el sentimiento cósmico religioso constituye la más fuerte y noble motivación de la investigación científica. Solamente quienes pueden percatarse del inmenso esfuerzo y, sobre todo, de la devoción que requiere trabajar como pionero en un campo científico teórico, son capaces de comprender que semejante trabajo, por alejado que pueda parecer de las realidades de la vida, sólo puede surgir de la fuerza emocional vinculada a tal sentimiento.
¡Qué profunda convicción de la racionalidad del universo, y qué ansia de comprender, aunque sólo fuera una brizna de la mente creadora que revela este mundo, debieron de tener Kepler y Newton, para hacerlos capaces de gastar años y años de solitario trabajo en el empeño de desenmarañar los principios de la mecánica celeste! A aquellos cuyo contacto con la investigación científica proviene principalmente de sus aplicaciones prácticas les resulta fácil hacerse una idea completamente falsa de la mentalidad de esos hombres que, en medio de un mundo escéptico, han sido capaces de abrir el camino a otros espíritus afines desperdigados a lo largo y ancho del mundo y de los siglos.
Sólo quien ha dedicado su vida a empeños semejantes puede hacerse una idea vívida y adecuada de lo que inspiró a tales hombres y les proporcionó la fuerza necesaria para permanecer fieles a su propósito a pesar de incontables fracasos. Lo que proporciona a un hombre esa fuerza es el sentimiento cósmico religioso. Un contemporáneo nuestro ha dicho, no sin razón, que en esta era materialista en que vivimos, los únicos seres profundamente religiosos son quienes trabajan con la máxima seriedad.
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