BILLETE AL FIN DEL MUNDO

Billete al fin del mundo

La historia del Transiberiano, el tren que cambió Rusia

Christian Wolmar

Traducción de David Paradela López
Península
Barcelona, 2017
303 páginas

 
Este es, posiblemente, el mejor libro sobre el Transiberiano, la línea de ferrocarril más codiciada por los viajeros, que se ha escrito nunca. Porque el Transiberiano es mucho más que un tren, es una parte fundamental de la historia de Europa.

Es la línea ferroviaria más larga del mundo y el viaje soñado para muchos. Recorre Rusia como una arteria vital, de Moscú a Vladivostok, a lo largo de 9.000 kilómetros y siete husos horarios, atravesando algunos de los paisajes más áridos del globo.Pese a las adversidades climáticas, las enfermedades, la escasez de materiales y mano de obra, y la corrupción generalizada, se tardó apenas un decenio en completar el trazado. Recién inauguradao, se vio en el centro de la guerra ruso-japonesa, que resultaría desastrosa para Rusia. Fue solo el primero de los conflictos librados en torno al Transiberiano: la guerra civil rusa fue la siguiente y los combates junto a las vías en última instancia decidirían la suerte de la Revolución. Más adelante, durante la Segunda Guerra Mundial, el tren permitió trasladar al este gran parte de la industria, lo que la protegió de la invasión hitleriana.

Gracias al ferrocarril, Siberia dejó de ser conocida únicamente como lugar de destierro y presidio para trocarse en una tierra prometida en la que los inmigrantes se asentaron por millones. El Transiberiano es, sin duda, lo mejor que le ha pasado nunca a Siberia. Convirtió una región perdida y distante en parte inextricable de la identidad rusa. Y desde entonces sigue siendo la vía ferroviaria más importante del mundo, en torno a la cual, desde su nacimiento, todo un país ha experimentado la más asombrosa de las transformaciones.

Christian Wolmar (Londres, 1949) es periodista y escritor, y uno de los más reputados especialistas en historia del transporte, especialmente del ferrocarril. Ya en 1992 fue nombrado corresponsal de la materia en The Independent y desde entonces ha trabajado o publicado artículos sobre transporte en la práctica totalidad de los periódicos británicos. Es, además, un activo defensor del ciclismo como forma de desplazamiento. En 2012 puso en marcha una campaña para ser el candidato laborista en las elecciones a la alcaldía de Londres, pero salió derrotado en las primarias de 2015. Entre sus obras destacan The Great British Railway Disaster (1997), On the Wrong Line (2001), Down the Tube (2002), Blood, Iron and Gold (2009) y Engines of War (2010).

Rusia tenía muchas más razones para no construir el Ferrocarril Transiberiano que para hacerlo. Mientras que, en 1869, Estados Unidos ya podía presumir de ferrocarril transcontinental, y Canadá, con mayor mérito, le siguió dieciséis años más tarde, en Rusia la situación era distinta. A diferencia de la mayor parte de Europa, que había abrazado el liberalismo para adaptarse a las necesidades del crecimiento industrial, Rusia seguía siendo una monarquía absoluta gobernada por un zar conservador mediante un sistema político que no hacía concesiones a la democracia. El Estado restringía los desplazamientos hasta tal punto que para viajar en tren por el país se necesitaban pasaportes internos. En comparación con Estados Unidos y Canadá, Rusia era un país primitivo, basado en una agricultura ineficaz y casi carente de industria. El territorio de Siberia —la extensa área al este de los Urales por la cual acabaría cruzando el ferrocarril— estaba escasamente habitado y su clima era mucho más duro que el de las regiones occidentales de Canadá y Estados Unidos, que habían empezado a poblarse gracias a los ferrocarriles transcontinentales. Siberia parecía tener poco que ofrecer a los potenciales inmigrantes que habrían sido necesarios para justificar el ingente coste de la línea. Dada la baja demanda prevista, la necesidad del ferrocarril parecía, pues, cuestionable.

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