Desde su publicación en 1943, El Principito, de Antoine de Saint-Exupery, ha cautivado a millones de lectores alrededor del mundo. Y aunque su autor sólo escribió ese único libro, está entre los más queridos del planeta; es una de esas raras joyas que contienen un pedazo de sabiduría atemporal. Pero lo que pocos saben es que Saint-Exupery, un piloto comercial que nunca dominó el inglés, escribió y publicó su obra maestra en Nueva York, donde llegó a vivir en 1940 después de que los nazis invadieran Francia.
Poco después de publicar El Principito, el autor metió el manuscrito y los dibujos en una bolsa de pan y se lo entregó a su amiga Silvia Hamilton. “Quiero darte algo espléndido”, le dijo, “pero esto es todo lo que tengo”. Después de eso partió a Argelia en función de piloto militar para la Fuerza Aérea francesa. El 31 de julio de 1944 se embarcó en una misión de reconocimiento y nunca regresó . Tenía 44 años de edad cuando murió; un dato biográfico que se carga de significado después de recordar que el principito, sentado encima de su pequeño planeta, vio el atardecer exactamente 44 veces.
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En 1968, la Biblioteca Morgan en Nueva York adquirió los manuscritos originales, que contiene 30,000 palabras –casi el doble de las que están publicadas en el libro–, además de las acuarelas originales.
Los dibujos están repletos de palabras tachadas, quemaduras de cigarrillo y manchas de café, lo cual sólo les añade cercanía. Lo que hace a estos dibujos algo extraordinario es que además de los elementos afectivos como el baobab o la rosa, encarnan la memorable línea del zorro: “Lo esencial es invisible para los ojos”.
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