Las casas de Samanta Schweblin

Por Raúl Andrés Cuello

De un tiempo a esta parte se viene reconociendo a Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) por su labor, tanto en el plano nacional, como en el internacional; hoy haremos algunas observaciones acerca de Siete casas vacías, libro merecedor del IV Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero en 2015. Ahí vamos.
Hay algo interesante que rescatan los buenos escritores contemporáneos -Fresán, Enríquez, Neuman, Pron, y la lista sigue- acerca de “qué” o “cómo” debe ser un libro de cuentos: para todos ellos un libro tiene que estar compuesto de cuentos, y no por cuentos, es decir, que en cierta forma las historias deben tener una suerte de “unidad de  lugar”, o bien, un tema que, a fuerza de variaciones, termine generando historias ligadas a través de un hilo conductor. Esto es quizás lo que le valió a la obra de Samanta Schweblin el premio entre novecientos manuscritos -sí, novecientos– que se presentaron en el concurso.
Las historias de Siete casas vacías tienen, como nos avisa su título, un lugar común desde donde vienen y hacia dónde van las historias. Estos espacios -estas casas- albergan a personajes perturbados, algo marginales, que en el devenir cotidiano de su existencia atraviesan emociones y experiencias que saltan por encima de la franja de la cordura, de la que salen por momentos para ver qué anda pasando por allí. En Nada de todo esto -cuento inaugural de la serie-, una mujer sale con su hija en su auto a recorrer barrios aledaños para entrar en casas ajenas y robar los objetos del deseo de los dueños de esas casas; un hombre observa, mientras se aleja de una casa, a ancianos y a niños desnudos bailando y apoyando sus genitales sobre un ventanal en Mis padres y mis hijos; una mujer repasa mentalmente el ritual que se repite casi quincenalmente, en el que su vecino busca la ropa que perteneció a su hijo muerto, y que su esposa decide tirar al jardín aledaño como mecanismo de defensa ante su crisis en Pasa siempre en esta casa; una mujer busca encontrar la muerte, sin demasiada fortuna, en una historia marcada por el compás de su respiración en La respiración cavernaria, etc.
Estas historias tienen como denominador común las casas, salvo Un hombre sin suerte que fue añadida ad hoc, pero también comparten el fenómeno de la transferencia, una suerte de pacto que une a los personajes enloquecidos con los que supuestamente no lo están. Lo que sucede es tratado en un primer momento como una falencia, una enfermedad o un desvarío; pero, a medida que transcurren las historias, aquellos que las cuentan empiezan a entrever algo de ellos en la forma de actuar, algo similar a lo que Lacan denominó como extimidad: aquello que fuera se siente como parte constitutiva aunque esté fuera de mí.
Con respecto al estilo de la escritura de Schweblin hay que remarcar su soltura y su claridad, su manejo del contrapunto y su capacidad para mantener la tensión del relato. Esta cualidad se destaca en Un hombre sin suerte y Nada de todo esto, quizás los mejores cuentos de la serie y los que confirman que la autora sabe manejar el género a su gusto. La historia menos lograda -creo- es La respiración cavernaria, salvo que se la mire como la forma asfixiante que tiene alguien que padece una enfermedad respiratoria para contar un cuento. El resto de los cuentos acompañan bien a los dos mencionados arriba en lo que me parece puede ser un buen libro para comenzar a leer a una joven autora con talento para la narración breve.
La semana que viene continuaremos analizando la obra de Samanta Schweblin ocupándonos de Pájaros en la boca, otro libro de relatos de la autora.
Hasta entonces.
 
Samanta Schweblin
Siete casas vacías
Género: Narrativa Breve
Madrid: Páginas de Espuma, 2015
Páginas: 128

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