Rosa Montero: contar y transformar el mundo que nos rodea

Por Sebastián Gómez Millán.

a A. M. G. M.; solo ella y yo sabemos por qué.

Estudió periodismo, oficio y vocación que no ha dejado de practicar cultivando distintos géneros del mismo, como la noticia, la entrevista, el reportaje y la columna. A su vocación de contar lo que sucede o percibe se une su vocación de criticar y denunciar lo que considera injusto. Siempre ha sido una periodista comprometida, si es que se puede ejercer el periodismo al margen de lo que acontece, sin tomar partido.

Rosa Montero ha estado comprometida con las mujeres, esa otra parte de la humanidad sin la cual es inconcebible la igualdad efectiva; con los animales, y no solo los humanos; con los seres indefensos; con la naturaleza y el medio ambiente, sin el cual es imposible que continúe el milagro de la vida, por cruel e injusto que nos parezca a menudo.

El periodismo es una herramienta imprescindible para contar y transformar el mundo. Pero no solo el periodismo: la escritura en un sentido amplio. Del mismo modo que otros escritores (Mario Vargas Llosa, Manuel Vicent, Antonio Muñoz Molina, Juan José Millás…) recurren al periodismo para ensayar su arte y prolongar su mirada, Rosa Montero se ha servido de la literatura para extender su voz.

Quizá desde Larra periodismo y literatura sean cada vez más inseparables, y no solo en nuestra lengua: piénsese en Albert Camus o en Jean-Paul Sartre, pero también en Hemingway o en Truman Capote, por solo mencionar algunos casos fuera de nuestro idioma donde la literatura y el periodismo se funden en una simbiosis. Insisto: tanto en la palabra periodística como en la palabra literaria se encuentra una vocación por contar y transformar el mundo que nos rodea.

¿Qué es el compromiso para Rosa Montero? Quién mejor que ella para describir lo que piensa acerca de esta cuestión: “Para mí el famoso compromiso del escritor no consiste en poner sus obras a favor de una causa (el utilitarismo panfletario es la máxima traición del oficio; la literatura es un camino de conocimiento que uno debe emprender cargado de preguntas, no de respuestas), sino en mantenerse siempre alerta contra el tópico general, contra el prejuicio propio, contra todas esas ideas heredadas y no contrastadas que se nos meten insidiosamente en la cabeza, venenosas como el cianuro, inertes como el plomo (…) Para mí, escribir es una manera de pensar; y ha de ser un pensamiento lo más limpio, lo más libre, lo más riguroso posible”.

A medio camino entre el reportaje y el ensayo para comprender a los otros a través de sí misma y comprenderse a sí misma a través de los otros se encuentran algunas colecciones de artículos. De la que conservo un recuerdo más grato, no solo por estar asociada su lectura a vivencias íntimas y amorosas, es Pasiones (1999), una colección de artículos sobre personajes que han vivido los éxtasis y los tormentos del amor: Marco Antonio y Cleopatra, Mariano José de Larra y Dolores Urquijo, Arthur Rimbaud y Paul Verlaine, Oscar Wilde y Lord Alfred Douglas, León y Sonia Tolstói, Liz Taylor y Richard Burton…

Además de contar con precisión y amenidad estas historias, en el prólogo y en el epílogo ofrece una equilibrada y razonada reflexión sobre la naturaleza diversa de las pasiones, el enamoramiento y el amor, en la que no se deja embaucar por los cantos de sirena de Eros. O, por lo menos, de un Eros romántico, con frecuencia mitificado y magnificado que promete la dicha eterna y que, sin embargo, suele deparar amargo sin vivir.

En este sentido, Rosa Montero no ama el amor, ese mito sin el que parece que los seres humanos no podemos vivir, aunque nos atormente tanto su presencia como su ausencia. Más bien se inclina por el buen amor, tan excepcional como escaso, y tampoco exento de espinas. Lo ilustra con la historia de Voltaire y Émilie, autora de “Discurso sobre la felicidad”, a juicio de Montero, “el más bello y conmovedor de los numerosos discursos sobre la felicidad que se escribieron en el siglo XVIII”; y la de Mark Twain y Olivia. Mientras los primeros se amaron y trabajaron juntos gustosamente, a la muerte de ella, Twain escribió en su memoria Diario de Adán y Eva, donde se leen unas palabras que el escritor eligió a modo de epitafio de su mujer: “Allá donde Eva estuviese, era el Paraíso”.

Por otra parte, pero de manera complementaria, Rosa Montero ha cultivado la novela bajo diferentes registros, como en La hija del caníbal, novela de intriga, por simplificar (Premio Primavera 1997 y Premio Círculo de críticos de Chile 1998); Historia del Rey transparente, novela de fantasía (Premios Qué leer a la mejor novela española en 2005 y Premio Mandarache 2007); u obras más decididamente comprometidas, como Instrucciones para salvar el mundo (2008).

No obstante, tengo para mí que el género donde mejor se desenvuelve es en ese territorio misceláneo entre la autobiografía, el ensayo y la ficción, cultivado en La loca de la casa (Premio Qué leer 2003 a la mejor novela publicada en España y Premio Grinzane Cavour al mejor libro extranjero publicado en Italia en 2004) y La ridícula idea de no volver a verte (2013). La primera, que alude a la imagen que santa Teresa de Jesús empleaba para referirse a la imaginación, es un ejercicio introspectivo en el que de forma muy libre y a menudo certera aborda muchas de sus inquietudes, obsesiones y fantasmas: “Siempre he pensado que la narrativa es el arte primordial de los seres humanos. Para ser, tenemos que narrarnos, y en ese cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos engañamos. Lo que hoy relatamos de nuestra infancia no tiene nada que ver con lo que relataremos dentro de veinte años. Y lo que uno recuerda de la historia común familiar suele ser completamente distinto de lo que recuerdan los hermanos”.

Aunque necesitemos olvido, mentiras y ficciones para sobrevivir, si no la malinterpreto, en estas últimas líneas Rosa Montero es presa de un prejuicio propio de la lógica bivalente que el perspectivismo de Nietzsche o el de Ortega y Gasset, sin ir más lejos, deshicieron: es decir, que el relato de nuestra infancia mientras somos infantes no coincida con el relato de nuestra infancia cuando somos mayores no invalida ninguno de los dos. Simplemente son dos perspectivas diferentes de un mismo fenómeno. Y lo mismo cabe decir acerca del recuerdo de cada hermano…

En La ridícula idea de no volver a verte, al hilo de un encargo, Rosa Montero lee los textos que Marie Curie escribe sobre Pierre Curie tras su desaparición, justo cuando ella acaba de padecer la pérdida de su compañero, Pablo Lizcano. Esto le sirve para explorar la relación de estos extraordinarios científicos, pero al mismo tiempo le sirve para indagar sobre su vida y la de los seres humanos en general: sobre las pérdidas, el duelo, la soledad, el amor y otros asuntos que a todos, en tanto que humanos, nos conciernen.

Tengo para mí, pues, que en estas obras misceláneas, La loca de la casa y La ridícula idea de no volver a verte, es donde la escritura de Rosa Montero alcanza mayor plenitud y libertad. Y me atrevo a conjeturar que estas misceláneas, ya cultivadas desde otros estilos por autores como Sebald, Claudio Magris, Cees Nooteboom, Sergio Pitol o Vila-Matas, entre otros, será uno de los géneros literarios de los próximos tiempos. Si bien la novela, tal como la concibieron dos de sus principales artífices modernos, Rabelais y Cervantes, contenía ya en cierto modo todas estas formas de experimentación con las que se enriquecen las maneras que tenemos de contarnos y transformar el mundo que nos rodea.

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