"Resurrección", de Lev Tolstói

Por Daniel Fernández López.

“Para que sean borrados sus pecados, arrepiéntanse y vuélvanse a Dios,

a fin de que vengan tiempos de descanso por parte del Señor”.

Hechos 3: 19

Existía en Lev Nikolaiévich Tolstói un ánimo de perseverar en la verdad que no se agotó nunca: incluso al final, en su lecho de muerte, escribió una carta a su hijo Serguéi en la que le llamaba a poner en cuarentena las ideas darwinistas en favor de otras que le permitieran dar una explicación a su vida. Porque él, según es sabido, había abrazado el cristianismo tiempo atrás, fe que le había permitido orientar sus actos, incluida la escritura. Resurrección pertenece a una etapa vital en la que, al decir de George Steiner, Tolstói había adquirido una idea “puritana” del arte, en virtud de la cual sus escritos habrían de resultar útiles y extender los pensamientos que profesaba. No en vano, a unos meses de finalizar su redacción, había anotado en su Diario que en la novela existía “aquello en nombre de lo cual está siendo escrita”, de ahí que el dinero que generó posteriormente fuera donado a los dujobory, una secta cristiana de la época.

Resurrección, que no se limita a ser una prédica, una suerte de homilía, culminó un periplo iniciado por Alexandr Pushkin y que solo hubo de recoger laureles hasta que, el 20 de noviembre de 1910, el poseedor de “los ojos más sabios que hubieran visto el mundo” –son palabras de Stefan Zweig– expiró en la estación de Astapovo. No fue solamente, por tanto, el “testamento artístico de Tolstói”, a juicio de Romain Rolland, sino el de una era que había dado los mejores frutos que la literatura cupo imaginar.

Todo opera en ella igual que el broche sublime que en realidad es. De la misma forma que Liovin finaliza Anna Karenina con una visión límpida del Bien; Nejliúdov, protagonista de Resurrección y alter ego de su autor, identifica que tal Bien solo podría ser la revelación dada por Jesús de Nazaret. Donde Dante iba en pos de Beatrice, la teología; Don Quijote de Dulcinea, la gloria; y Fausto de Helena, la cultura –así nos lo explicaba Miguel de Unamuno en Del sentimiento trágico de la vida–, Nejliúdov persigue sin fatiga a Máslova: la redención, la principal aspiración cristiana, el logro que limpia el pecado con el que todo ser humano es alumbrado. Y lo hace a lo largo de un éxodo que los llevará a las profundidades de Siberia, el lugar en que los presos cumplen condena.       

Anteriormente, con su narración Tolstói había prefigurado a los personajes de Franz Kafka al elaborar un entramado granítico de jueces, policías, abogados, gobernadores y secretarios que, a fuer de procesos interminables y rigideces administrativas, llevaron a Nejliúdov a la misma pregunta que después se hicieron Josef K. y el resto de protagonistas ideados por el escritor praguense: ¿por qué? Incluso Hannah Arendt, fiel admiradora de Kafka, encontraría en Resurrección el fermento de lo que décadas después fue la ‘banalidad del mal’. Leamos a Tolstói y pensemos si no debió formularse Arendt las mismas cuestiones al afrontar el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén:

“¿Cómo hacer para que las gentes de nuestro tiempo (…) cometan las mayores atrocidades sin sentirse culpables?, existe una sola solución: es preciso para que esto suceda que los hombres (…) en primer lugar estén seguros de que existe un trabajo llamado servicio del Estado (…) en segundo lugar, que esos mismos al servicio del Estado estén tan unidos que las consecuencias de la responsabilidad de sus actos no recaiga en ninguno individualmente”.

Tolstoi quiso que el núcleo de su novela no fuera el perdón por sí solo, sino la persecución del mismo. No por casualidad, en una biografía que admite ser parangonada con la de Agustín de Hipona, el novelista ruso había llevado una juventud licenciosa que solamente encontró término con la madurez y la incorporación a la fe cristiana. No es extraño, por tanto, que el santo argelino escribiera sus Confesiones y que autor de Guerra y paz diera luz a un libro titulado Confesión, dos testimonios del arrepentimiento por los excesos. Igual que ellos, una vez alcanzado por la Gracia, Nejliúdov traza una línea recta que le permite expiarse. En el afán con que Nejliúdov se entrega vemos los viejos ojos grises de Tolstói, quien tanto se había fatigado persiguiendo el mismo fin que su criatura.

En el prólogo a El Evangelio abreviado, Tolstói advertía al lector de que la enseñanza cristiana contenía “la explicación del sentido que dirige la vida de todos los hombres que viven la vida auténtica”, pero que, junto a ella, moraban “la suciedad y el barro”, de ahí que emprendiera la redacción de una obra que habría de mostrar en bruto el ministerio de Jesús. Solo a partir de ahí se entendería su valía real, sin ser mezclada con milagros, fenómenos inexplicables y mediación eclesiástica. Resurrección, publicada nueve años después, es la penúltima estación de un orfebre que, al descubrir un diamante, lo pule hasta dar con su grado íntimo de pureza, y que aquí recibe el nombre de perdón. Fue de nuevo Arendt quien evidenció, ahora en La condición humana, que justamente el perdón es la acción propia del proceder cristiano.

No han visto nuestros tiempos una persona de la relevancia de Tolstói que haya perseguido con mayor ahínco el amor y la verdad. Es él quien se pone en juego en Resurrección, quien clama al cielo erbarme dich, mein Gott y quien, finalmente, persigue a Máslova, una redención huidiza que nos recuerda que el perdón, la verdad, el amor, solamente se hayan en el camino recto, uno que va a exigirnos caminarlo, probablemente el resto de la vida, con pie firme y ojos grises y sabios.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *