Los demonios (2015), de Philippe Lesage

 
Por Miguel Martín Maestro.
La mirada de Félix escruta en un permanente plano secuencia la vida que le rodea. Tres espacios diferenciados que absorben su día a día: el colegio, donde descubre su atracción por las mujeres concentrada en la joven profesora de gimnasia; la familia, donde gravita entre la normal relación con sus hermanos mayores, chico-chica que asumen los roles descuidados de los progenitores, y la erosionada relación entre estos donde la agresividad ha sustituido al amor y la caricia y el niño es incapaz de comprender su profundidad; y los amigos, donde se mezcla el carácter taciturno y reservado de Félix, el afán de dominación y las ganas de experimentar aquello que oye, pero no comprende, de los mayores que le rodean. Un  curso escolar a punto de terminar donde los ojos de Félix pierden la atención cuando se encuentra en presencia de Rebecca, presencia femenina que le paraliza y le idiotiza hasta que es capaz de despertarse con el rechazo evidente e incómodo que la profesora intenta mostrar, anulada para afrontar con naturalidad la situación. Miedos y culpas infantiles que Lesage trata con distancia, con una cámara poco invasiva que se acerca al naturalista que observa, desde una cuidada puesta en escena que nos va envolviendo en el entorno familiar sin asfixiar a los personajes, mezclando excelentes planos secuencia con planos secuencia a modo de travelling, donde tanto es el ojo de Félix el que observa como el nuestro, o incluso, es esas alejadas tomas del patio escolar, algún depredador infantil seleccionando su próxima pieza.
Son los años previos a la adolescencia donde los cuerpos y los sentimientos empiezan a cambiar, donde cualquier comentario desestabiliza hasta el punto de creer que el SIDA se transmite simplemente por el roce o el toqueteo con otro chico, donde los terrores nocturnos ante una desaparición se transforman en imposibilidades de dormir y en visiones fantasmagóricas que reclaman una atención. Para Félix es un año complicado, sus ojos son una esponja que absorbe lo que le rodea, su mirada se detiene en la joven pareja de novios socorristas, o mira detenidamente el comportamiento de sus padres dentro de casa, asiste a conversaciones de sus hermanos donde el doble sentido de las palabras no consigue penetrar en su mente en formación. Hay una mezcla de pureza que empieza a contaminarse con  los deseos adultos y que le provocan un incipiente rechazo hacia sí mismo, incapaz de explicarse lo que sucede a su alrededor y consigo mismo. Aquí Lesage, de manera muy sutil y muy convincente, sustituye a los progenitores, más preocupados por ese futuro incierto en su relación, por los hermanos, y más en concreto la hermana mayor, que en una escena magistral da una clase pedagógica al niño escondido en un armario convenciéndole de que no ha hecho nada malo; sin didactismos ideológicos, como previamente ha hecho el profesor ante el comentario de una alumna que señala a los homosexuales como origen del SIDA, para culminar la recuperación con un baile liberador siguiendo el ritmo de Pata, pata de Miriam Makeba, en una escena de corte y evolución similar a la que Bellocchio reproduce en Fai beni sogni, donde la mujer invita y provoca un baile en un niño que no quiere participar, para después ser el más entregado al movimiento; un baile que junta más al núcleo duro de la familia, a esos tres hermanos muy diferentes en edad pero que se complementan de manera natural y deliciosa.
Las razones por las que Lesage decide romper el equilibrio armónico de la historia, añadiendo un truculento episodio que previamente ha sido apuntado en una escena de «terrores adolescentes», se me escapa. Hay varias posibilidades, es cierto, pero ya hemos visto que los niños pueden ser crueles solamente siendo niños; añadir cómo evoluciona esa crueldad en la juventud aporta muy poco a un relato que, de esa manera, desdobla el punto de vista y descentra la narración, otorgando un protagonismo efímero y realmente innecesario al joven socorrista con una historia que no termina de afectar al propio Félix, salvo para aportarle unos terrores infantiles que eran fácilmente predicables sin incurrir en el mundo del thriller irresoluble, entre otras cosas porque ya sabemos que es fácilmente sugestionable. Abandonando momentáneamente a Félix, sobre el que sobrevoló la amenaza de ser el elegido, la película se resiente, es cierto, pero este anticlímax, seguramente no querido, no termina de afectar negativamente a la película, al revés, ésta se rehace y se rearma desde su propia lógica precedente. La amenaza planeando sobre los niños se mantiene, ese suspense sobre si se llegará a saber qué fue del último pequeño desaparecido se mantiene en la mente del espectador en la larga escena de la gincana escolar en el bosque. Nadie de los presentes lo sabe, menos nosotros, introducidos en el horror más allá de lo que lo están los personajes, ignorantes de lo que les rodea. Sonido e imagen colaboran a la hora de crear una atmósfera que mezcla extrañamiento e inquietud, espléndidos fuera de campo temporales, movimientos de cámara en travellings que se deshacen yendo y viniendo sobre sí. La cámara soporta la creación de ese ambiente acogedor que, al mismo tiempo, no es capaz de eliminar los miedos nocturnos de lo que puede esconderse debajo de una cama. En este sentido, la incógnita, el miedo real, lo irracional y tremendo de este impasse narrativo afecta muy poco a Félix, pero mucho más al espectador que queda descolocado porque sí es capaz de interpretar lo que significa la desaparición y lo que evidencia del raptor.
De la misma manera que un niño no es capaz de representarse lo que significa realmente que tu padre esté hasta las 3 de la mañana conversando con la madre de tu amigo, a solas, mientras tu madre espera en el domicilio, tampoco se es consciente de que, al reproducir los comportamientos adultos jugando a «los novios» uno no se está identificando sexualmente con una opción u otra, sino que simplemente intenta experimentar dónde está la satisfacción que alcanzan los demás en algo que no le emociona. Félix es un observador cuya mirada carece de la maldad de los años para saber interpretar lo que ve, por eso, cuando lo que ve no le gusta o no lo entiende, desaparece, se esconde, se refugia en sí mismo, o se queda mirando fijamente intentando entender lo que ve sin alcanzar ninguna respuesta salvo que pregunte, pero cuando pregunta es posible que tampoco sepa discernir qué representa ser homosexual o heterosexual, por eso su mirada solo puede estar al mismo nivel que lo que mira, pero no por ello asume lo que ve, ese falso afecto entre sus padres rodeados de amigos y familia en el cumpleaños de su hermano resulta incomprensible para Félix, acostumbrado a los silencios y reproches entre ambos. Al final nos queda la relajación del verano en familia, el refugio de un lago cuyo bosque recuerda a ese otro bosque donde de la tierra sobresale el resto de una prenda cuyo significado sólo es interpretable para el espectador, un verano en compañía de unos hermanos a los que se les aproxima la edad adulta y el fin de esas largas temporadas sin obligaciones; por eso el gesto amistoso de Félix, saludando a su hermana desde la lejanía mientras ésta intima con un chico, suena a despedida, a último verano, a la última ocasión en que la inocencia permanecerá en la mirada de Félix.

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