Sieranevada (2016), de Cristi Puiu

 
Por Miguel Martín Maestro.
Las relaciones familiares tienen la sencillez de lo cotidiano y la complejidad de los odios y afectos que, por partes iguales, genera la convivencia pasada y/o presente. De sobra es conocido que uno de los peores días para trabajar en un servicio de urgencias o de guardia es la noche del 24 de diciembre, fiesta de reunión familiar donde, dos copas de más y una lengua muy larga, constituyen el caldo de cultivo perfecto para que todas las miserias humanas salgan a la luz. Puiu es mucho más sutil que dar rienda suelta a desencuentros violentos u ofensivos, hay amagos, ecos de rupturas, desencuentros ideológicos y religiosos, pero en el núcleo familiar que se reúne para celebrar una ceremonia ortodoxa en recuerdo del padre muerto, pasados 40 días de su fallecimiento, sobrevuela lo anecdótico, lo preocupante, lo banal, lo reprimido, lo humorístico, lo afectivo, lo irracional, lo que se debe y lo que se reprocha. El personaje que atrae la mirada inicial de la cámara es Lary, un médico cuarentón que se somete a la disciplina materna y de su hermana, participando en un ritual religioso que es observado por la mayoría de los presentes desde el respeto silencioso, pero con la duda del pagano que considera un exceso más la representación de una ceremonia que no une, sino que obliga a permanecer juntos alrededor de algo en lo que no se cree, y partiendo de este personaje se desarrolla todo un encaje matemático de movimientos y situaciones que se disfruta tanto por lo que se dice y se ve como por la planificación de su desarrollo.
La generación de cineastas rumanos post-Ceaucescu ha ido creando un conjunto de obras en las que el color y tono de las imágenes se identifican en esa gama de grises tristes que delimitan el grado de optimismo hacia el futuro del país, adentrándose en su realidad oscilante entre la ruptura y la contrarreforma, ofreciendo una imagen poliédrica, y contradictoria, del entorno en que se desarrolla su arte. Puiu, Poromboiu, Netzer, Sitaru, Muntean, Mungiu, Jude, con sus diferencias generacionales, mantienen en sus obras un diálogo desde la contemporaneidad pero afectado por el enorme peso del pasado del país, tanto el de la dictadura como la sombra omnipresente de la religión ortodoxa. Puede que esta Sieranevada sea la menos áspera de las que ofrecen ese diálogo entre presente y pasado, nada comparable a la iniciática en España, 4 meses, 3 semanas, 2 días, o la claustrofóbica Más allá de las colinas y la rotunda ruptura de Bacalaureat entre pasado y futuro del país, trilogía de Mungiu que presenta mucha más unidad temática que la trilogía respectiva de Puiu, con su tragicómica La muerte del Sr. Lazarescu, la autista y violenta Aurora y esta humanista y compleja Sieranevada, pero año tras año Rumanía exporta un par de películas que se adentran en un país de aparente tranquilidad superficial que oculta un magma a punto de explotar (ojo a películas como Ilegitim, Caini o Fixeur, todas ellas de 2016, absolutamente contemporáneas y que siguen bebiendo de esa herencia traumática e imposible de disolver).
Cómo afrontar 173 minutos de película consiguiendo que el espectador absorba las imágenes con deleite y sin cansancio es, sin duda, el mayor logro de una historia que, salvo el largo preámbulo en el que Lary y su esposa se desplazan a la casa materna de él, y un par de pequeños episodios que ocurren en el exterior, se desarrolla íntegramente en el interior de un piso de cinco habitaciones heredero de las construcciones de corte soviético en un barrio del que Lary ha conseguido salir. La oposición frontal entre su BMW crossover de último modelo y el ambiente popular del barrio familiar ya nos sitúa en ese nuevo mundo que el capitalismo fomenta, esa desigualdad económica que, en este caso, es producto de la formación académica del protagonista, que vuelve al lugar de su infancia sin querer asumir que la muerte del padre le coloca, ahora, en una posición dentro de la familia, de mayor responsabilidad que la que quiere asumir. Puiu ejecuta un plan diabólico de puesta en escena para mover alrededor de 15 personas en el interior de una vivienda nada grande sin que haya interferencias ni tomas rocambolescas, frente a la cámara (¿quién observa a esa familia, quién la está vigilando en ese largo día?, ¿es el espíritu o fantasma del muerto el que instalado en un rincón del hall en el que se abren las habitaciones contempla el desarrollo de un ritual que termina convirtiéndose en una charlotada?), que permanece arrinconada en un emplazamiento de la entrada de la vivienda, en una esquina de las habitaciones o en la puerta de entrada de las mismas, como un policía que vigilara un espacio del que nadie debe salir, desfilan todos y cada uno de los miembros de esa familia y amigos del difunto para escuchar ideas delirantes de complots gubernamentales post 11-S, enfrentamientos de la vieja guardia comunista ante la realidad de un país que ahora no puede ni garantizar educación, sanidad y vivienda a sus ciudadanos, mantenimiento de viejas tradiciones que se basan en el oscurantismo religioso de una clase sacerdotal superviviente a cualquier régimen y que, con las aparentes nuevas libertades, asume una posición de control o intenta asumirla, reverdeciendo viejas influencias, al tiempo que se revelan intimidades e infidelidades, rencillas entre hermanos y pellizcos de monja entre cuñados, todo ello con el sabor y aroma de una reunión familiar en la que nadie puede sentirse incómodo, pero nadie puede terminar de encontrarse a gusto, y en la que apreciamos el sonido de lo auténtico, de lo vivido por casi todos nosotros en nuestra propia vida diaria.
“¿De dónde surge la idea de esta película? Todo viene de mi historia personal, de la comida que siguió al entierro de mi padre. Unos años más tarde, en 2012, uno de mis coproductores me preguntó si tenía un nuevo proyecto, y se me ocurrió contar de manera muy subjetiva lo que sucedió durante esa comida. La idea también surgía de la constatación de que las historias que componen nuestras propias historias personales son en realidad ficciones. A partir de ahí, corresponde al espectador construir su propia ficción, pues la historia de Sieranevada podría suceder en cualquier lugar: yo invito al espectador a acompañarme. Además, tenía la intención de ir en una dirección bastante radical.” (Entrevista en Otros cines Europa). Y porque hay un personaje que aparenta ser el motor inicial de la historia, ésta se inicia de una manera que parece indicar que se va a desarrollar en unos ejes argumentales muy diferentes a los que se terminan desenvolviendo cuando toda la familia se reúne. Ese ojo inicial, que se mantiene en las primeras imágenes muy alejado de la pareja, el portal y la hija que es excluida del ceremonial, que después acompaña al matrimonio en el viaje de automóvil durante el que Lary tiene que soportar el continuo reproche que evidencia su poca dedicación a la familia y su nulo interés por lo que su propia hija le ha contado, una vez que penetra en el reducido espacio de la vivienda, va saltando de uno a otro sin necesidad de concluir las frases, los diálogos… el asunto matrimonial de Lary queda aparcado, olvidado, y empiezan a confluir historias, anécdotas, revelaciones que, para quien las está siguiendo, tampoco es relevante conocerlas íntegramente, posiblemente porque todos sabemos, dentro de esa estructura, lo que sigue a una primera afirmación de un cuñado o de un padre. De esta manera Puiu refuerza la idea de que la historia no está contada desde el punto de vista de ninguno de los presentes, sino del director, o aventurando más, de ese alma que conforme a la tradición ortodoxa permanece 40 días entre los suyos, observando y analizando su propio pasado, en una especie de expiación que concluye con el ritual religioso para el que se han dado cita todos ellos, a la espera de un sacerdote que no termina de llegar, aunque la mayoría solo piensan en esa comida que no llega.
En Sieranevada sólo el respeto a la memoria del difunto impide que Lary no suelte la carcajada más de una vez. Como los burgueses encerrados en una habitación del buñueliano El ángel exterminador, que no pueden explicar las razones por las que no abandonan la estancia pese a quererlo; los amigos y familiares del difunto no pueden abandonar un piso donde se iba a celebrar una comida familiar que termina siendo una cena ante el cúmulo de retrasos y sucesos que van sucediéndose a lo largo de las horas. La risa final de los dos hermanos es una respuesta sincera a todo lo vivido esa jornada, pero también un metafórico corte de mangas a la falsa solemnidad de un ritual en el que no se cree, y de paso también un corte de mangas a la institución familiar que tanta capacidad de daño y dolor es capaz de crear por su simple existencia, que de una manera tan sibilina es capaz de asumir culpas ajenas como algo natural, hacerse la ignorante ante el engaño matrimonial para negar su existencia pese a que todos, o muchos, lo conocen desde hace tiempo. La familia de Lary es como la Rumanía de hoy, obligada a convivir sabiendo que muchos se acostaron con las mujeres de otros, que algunas juraban fidelidad al comunismo mientras en secreto confesaban como pecado esa acción, una sociedad diversa, llena de contradicciones, que no termina de orientar su futuro y en la que una chispa puede hacer estallar todo un polvorín, un poco como lo que sucede durante las intensas y casi perfectas tres horas de la última película de Cristi Puiu.

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