El mito de Don Juan

Por César Alen.

No hay nadie que sepa su procedencia, dónde se inicia,  dónde nace esta poderosa figura de la literatura. No se ha podido rastrear sus orígenes, alguna célula engendradora, una sutil sombra histórica o tan siquiera de la imaginación. Algunos críticos quisieron ver una lejana referencia en El Infamador de Juan de la Cueva, allá por 1580.

Lo cierto es que  fue Tirso de Molina el primero en plasmar el personaje tal como lo imaginamos. Fue quien lo dotó de esa personalidad tan definida, reconocible y arquetípica. Don Juan es el protagonista del Burlador de Sevilla, obra escrita entre 1612 y 1625.

Resulta verdaderamente sorprende para la época la osadía, el descaro y la arrogancia del personaje creado por Tirso. Una época en donde la religión católica imponía su ley con mano de hierro. Pero no olvidemos que representa la idiosincrasia del noble español; engreído, gallardo, cínico, machista.

Quizá por ser un representante de la nobleza es admitida tal osadía. Es difícil imaginar esta personalidad en una clase popular. En ese caso sería encarnado por un vil asesino, un rufián, el malo de la obra.

En ese sentido la pieza no se puede estudiar como una obra escandalosa o revolucionaria. De hecho la literatura y el  teatro español medieval están plagados de este tipo de comportamientos. Sin ir más lejos en El Cid hay un pasaje: La afrenta de Corpes, en donde sus hijas sufren la mayor de las deshonras a manos de los Infantes de Carrión; después de desposarse con ellas las someten a escarnio, las desnudan y golpean con el látigo. Pero abundan los ejemplos en el teatro de Lope de Vega: Peribáñez y el Comendador de Ocaña, en Fuenteovejuna, en El mejor alcalde, el rey, Castigo sin venganza. Todas tienen el mismo denominador común; el honor, mejor dicho el deshonor. Este tipo de argumentos polarizados entre bien y mal, honor y deshonor, delito y justicia, venganza, tenían un gran predicamento entre el público de la época. Visto desde una perspectiva del estructuralismo genético de Goldmann con evidentes bases marxistas, sería un determinado grupo social el que crea esta estructura cultural. Hay que buscar, entonces, la raíz de estas tramas en una ideología preponderante. Esa ideología, esa preponderancia no era otra que la que imponía la  nobleza. Este estamento era el que marcaba las costumbres, el ideario de referencia. Los primeros espectadores de los corrales de comedias no tenían todavía el suficiente discernimiento como para interpretar la sociología de las obras. Su capacidad crítica no iba más allá de juzgar  los trajes, la música, la capacidad dramática o los aspectos risibles. Mero entretenimiento.

Sin embargo, ciertos personajes creados con la suficiente profundidad psicológica como para trascender el simple tablado, y permanecer a lo largo de la historia, creando arquetipos, supone un salto cualitativo, proverbial. Personajes que pasaron a formar parte del imaginario colectivo, generando un historicismo que corría paralelo a la realidad, difuminando muchas veces la leve frontera entre lo real y lo imaginario. ¿Acaso hay alguien qué dude de la existencia del Quijote, de Sancho, de La Celestina, del Lazarillo de Tormes o de don Juan? A eso me refiero. Al poder de la literatura, su fuerza creadora, invencible, abrumadora.

El don Juan de Tirso, engendró una amplísima descendencia literaria, que llega hasta nuestros días. Fue resucitado por innumerables y grandes escritores, desde Moliere, pasando por  Lord Byron, Pushkin, Zorrilla, Merimée. Mozart compuso la música para una ópera con un libreto sobre don Juan. En fin, que ha traspasado el tiempo hasta convertirse en un prototipo literario.

Tirso de Molina dota a su personaje de una perversidad lúdica, festiva. Típica, por otro lado, de alguien que fue criado en la autoestima, en la hidalguía, con todos los privilegios a su alcance. La vida es para disfrutar (carpe diem), ya habrá tiempo de arrepentirse, puro hedonismo. Don Juan creía, claro que creía, por esa misma razón y siguiendo las propias enseñanzas católicas, sabía que con arrepentirse sería suficiente. Aunque parezca una perogrullada, este razonamiento era muy típico. Una especie de cinismo virtuoso, interesado. Una doctrina hecha a la medida. Pues bien, don Juan no deja títere con cabeza, y lo hace con ganas, disfrutando, saborea el deseo, disfruta con el engaño, con la minuciosa preparación de la felonía. En este don Juan sorprende también su promiscuidad, su gusto por el sexo. Su apetito carnal insaciable. Bajo su encanto cae la duquesa Isabela en Nápoles o la pescadora Tisbea en España. Otro aspecto fundamental de su personalidad es la burla, disfruta con la burla, sin miramientos, sin arrepentimiento, sin ningún tipo de remordimiento. Un fresco paréntesis en la omnipresente religión. Para combatir todas las reglas eclesiásticas usaba una famosa muletilla: “largo me lo fiais”. Es decir, ya habrá tiempo de arrepentirse, no hay prisa, no hay temor. Arremete contra los dogmas, contra las leyes divinas. La doctrina por los suelos. Américo castro calificó al personaje como: “un verdadero héroe de la transgresión moral”. Se empeña con gusto en destruir el honor de los demás. El honor que era el eje por el que giraba la alta sociedad, en donde todo parecía ser una cuestión de decoro. Y si hay deshonor, solo queda la venganza, la recuperación de la honra, que casi siempre pasaba por la muerte. Ése era el espíritu del español, algo intrínseco a la genealogía aristocrática.  

El personaje es un “burlador”, un juerguista, un sátiro, un incombustible amante. Pero no olvidemos que es su posición social la que le permite esa actitud. Conoce los entresijos de la sociedad en la que vive y se aprovecha de sus prebendas. Él es un privilegiado, está en el vértice de la pirámide. Es curioso que siendo unas obras a las que acudía todo el espectro social, fuera tan descarada e insolente la defensa de la creencia tradicional del amor cortés que según el crítico Thomas R. Hart: “sólo pueden experimentar las delicias y los tormentos de esa doctrina de amor los que gozan de cierto rango social”.  Como si las clases humildes no pudieran tan siquiera amar. Por eso la obra no se puede calificar de revolucionaria. Es el mismo sistema el que le da la posibilidad de delinquir, de hacer a su antojo, sólo al final el autor en una inevitable reconciliación moral, lo manda a los infiernos sin posibilidad de arrepentimiento, es decir le niega el perdón, la posible redención. Por supuesto sería un verdadero escándalo que saliese impune. Las cosas debían acabar en su sitio. No vaya a ser que el pueblo despierte. La estructura de las obras estaba bien definida desde que Aristóteles pusiera los preceptos en La poética.  Una vez conseguida “la catarsis”, todo debería volver a su lugar. Había que cerrar el círculo. La venganza recupera la honra. La muerte del que osó romper las reglas era inevitable. El sacrificio humano exorciza todo mal, la sangre limpia el honor.

Pero don Juan sobrevivió a todo. Ninguna doctrina moral pudo con él. Las posibilidades dramáticas del personaje son poderosas, inmensas. Tirso de Molino fue un fiel seguidor de las nuevas teorías sobre el teatro que había iniciado Lope. Valoraba mucho la libertad del poeta moderno, del hombre de letras. Para él la comedia debía ser una imitación de la vida, y debía agradas a todos los gustos. Lo cierto es que supo construir un carácter redondo, profundo, con los suficientes matices como para seducir por igual a público y dramaturgos. En esta obra no hay nada al azar, todo encaja en un argumento elaborado, dinámico, lleno de contrastes y complejidades que resolvió con una magistral profesionalidad. Es uno de los personajes más representados, y su filón no se agota. Mérito indudable del autor, que a pesar de las primeras críticas de improvisación y descuido, escribió una trama intachable, bien estructurada, verosímil y con un tremenda eficacia teatral.

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