La diferencia entre lo que existe y lo que no existe es, a veces, irrelevante. Esto es aun más cierto cuando se trata de invenciones como las contenidas en el Musaeum Clausum, un inventario imaginario del siglo XVII compuesto por libros notables, antigüedades, correspondencias, imágenes, artefactos y rarezas, que nunca existieron o, al menos, nunca fueron vistos por ningún ser humano vivo.

El autor de este catálogo fue el escritor y erudito inglés Thomas Browne (1605-1682). Su espectacular mente renacentista supo crear un documento cuya importancia supera las fronteras de la realidad y la fantasía. La lista de elementos que integran el Musaeum Clausum es larga e intrincada: escritos ficticios de Aristóteles, Ovidio y Cicerón; una serie de cartas falsas entre Séneca y San Pablo (un tesoro para cualquier estoico cristiano); la imagen realizada desde una especie de submarino del pasto que crece en el fondo del mar Mediterráneo; dibujos de copos de nieve del Ártico; un huevo de avestruz con ilustraciones de la batalla de Alcázar; entre muchos otros objetos más valiosos que reales.

Estas detalladas y elaboradas listas, que fueron una moda de los nobles entre los siglos XVI, XVII y XVIII (y aun después), fueron cámaras de maravillas fantasmas, un fiel reflejo de la preciosa obsesión de los coleccionistas: minerales, plantas y animales, que a manera de museos privados demostraban su poder social, su riqueza y su supuesta abundancia de saber.

Jorge Luis Borges, por su parte, intentó una empresa semejante en el célebre cuento “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, un breve recuento de una civilización imaginaria, siguiendo a Jonathan Swift, que en Los viajes de Gulliver describe la ciencia y cosmovisión de los habitantes de Liliput. Esto nos plantea la posibilidad de considerar a la imaginación como uno más de los sentidos, y no mera fantasía.

Desde Sócrates, pero sobre todo a partir de los posteriores neoplatónicos y de Plotino (siglo II de nuestra era), se considera al conocimiento como algo inherente a cada ser humano, ocluido por el “contrato” que se firma al nacer y que consiste en beber de las “aguas del olvido”. Y ha continuado como una tradición hoy sólo sostenida por la literatura fantástica, el ocultismo o ciertas versiones del orientalismo. Pero el acceso a esa memoria se presume cercano al absoluto; es decir, hay que recordar con exacta precisión hasta los detalles más nimios. Es también por eso la obsesión de los renacentistas al inferir que recobrar la memoria es despertar a la vida y al conocimiento.

Todo esto forma parte central de la preocupación renacentista por recobrar los tesoros del saber perdidos. Hay que decir que apenas hasta hace muy poco se han encontrado nuevos y eficientes métodos de conservación fotográficos y ahora digitales; antes, la pérdida de libros o artefactos era considerada una verdadera catástrofe. En este contexto hay que situar el libro de Thomas Browne, que con seriedad fundamentada plantea que la imaginación es un método válido de exploración y restauración de nuestro pasado.

El Musaeum Clausum (que podría traducirse como “la biblioteca escondida”), como el Manual de zoología fantástica de Borges, es quizá resultado de la melancolía de las pérdidas ancestrales de la humanidad, y podría verse como un afán de recobrar algo que no sólo nos podría recordar a la Biblioteca de Alejandría y su catastrófico incendio, sino también al estado original de la humanidad, el paraíso perdido.

El magnífico catálogo de Browne abreva, no sin un toque de ironía y comedia, del azar del recuerdo, del mito no como fantasía, sino como la recopilación de las historias del origen que componen el mapa de navegación de nuestra interioridad. La lista del Musaeum Clausum sobrevive, al igual que el recuerdo heredado de la Biblioteca de Alejandría, como una lista de fantasmas que nos hablan de la profunda melancolía de la pérdida que persiguió al espíritu del Renacimiento, y que nos persigue hasta el día de hoy.