“Black Mirror”: la pregunta por la ética en medio del delirio tecnológico

Por Jakub Nowak.

Black Mirror – Oona Chaplin es Greta

“Black Mirror” es una serie británica estrenada en 2011 de la mano de Charlie Brooker. A día de hoy, cuenta con escasos 13 episodios, un Premio Emmy Internacional para mejor película para televisión ganado tras tan solo una temporada, y una aclamación unánime de la crítica. Cuenta también con un presupuesto considerablemente inferior a los que podríamos llamar los blockbusters televisivos de la época dorada de la pequeña pantalla que tenemos la suerte de vivir. Sin embargo, se codea con ellos como una de las series más relevantes del momento sin ningún pavor.

Como ya habrán podido comprobar tras esta breve introducción, se trata de un producto especial. En efecto, es así, y es que “Black Mirror” en cada uno de sus 13 capítulos independientes entre sí se atreve a algo que la hace inusual. Se atreve a mirar tanto al espectador como a la propia pantalla. Nos obsequia con una maravilla audiovisual que esconde un secreto: que precisamente esa pantalla, ese espejo negro en el que nos vemos reflejados una vez apagado cualquier dispositivo puede distorsionar la realidad en un breve descuido. “Black Mirror” es una llamada al pánico en una sociedad abogada al progreso. A un progreso sin límites, y con riesgo de no desarrollar a tiempo sus propios escrúpulos.

A quienes no conozcan “Black Mirror” y a quienes sí, pero no hayan tenido la oportunidad de ver “Blanca Navidad” (T.2 E.4) – el especial navideño emitido por Channel 4 el 16 de diciembre de 2014 – les ruego pospongan la lectura tras el siguiente punto y aparte, disfruten la experiencia y vengan luego a seguir con el artículo (y a darme las gracias). Porque “Blanca Navidad”, aparte de una obra maestra, es lo que indica el título de este artículo: una gran interrogación por el papel de la ética en la ciencia reina de nuestro tiempo.

No vamos a desglosar su contenido en las líneas de este artículo. No vamos a analizar sus tres flashbacks que, enlazados con maestría, forman una simbiosis fascinante dando lugar a más de una historia autónoma de crimen y castigo en poco más de una hora de material. Todo eso sin duda podría originar una monografía formidable, pero hoy vamos a centrarnos en algo de mayor urgencia, porque ese algo es lo que rebasa los límites de lo artístico para inmiscuir “Blanca Navidad” en uno de los debates más candentes en el terreno moral de la ciencia moderna: la inteligencia artificial, o más bien, hasta qué punto es el hombre dios sobre una creación que desarrolla su autonomía propia.

La idea futurística presentada en este capítulo de la serie es la de la “galleta”. La “galleta” es un aparato minúsculo que, introducido en el cráneo y posteriormente extraído mediante una cirugía que al espectador se le antoja sencilla, en el tiempo de su estancia en el organismo crea una copia de la mente del sujeto. Una copia perfecta, limitada a un proverbial grano de arroz robotizado. Una conciencia en una máquina, o, lo que es lo mismo, una máquina consciente. Una “galleta” casi humana.

La gran sorpresa del capítulo no la trae, sin embargo, la tecnología que todos en nuestro galopante siglo XXI sabemos no tan lejana. Si no me creen, les recuerdo que El Mundo publicó hace menos de tres meses un artículo titulado “Facebook apaga una inteligencia artificial que había inventado su propio idioma”. (http://www.elmundo.es/tecnologia/2017/07/28/5979e60646163f5f688b4664.html)  En esta entrega de “Black Mirror”, lo que más se aleja de la realidad es la postura de la sociedad frente a la ética.

La ciencia crea una copia de cualquier mente humana, y la encierra en un minúsculo cubículo, incorpórea y desorientada por su propia incorporeidad. Luego, la copia es usada en beneficio de quien la posea en tareas de manejo del hogar, en interrogatorios y quién sabe en qué más. Pero esta, recordemos, es una máquina consciente. Tan consciente como el original de la copia, y al parecer, igual de sintiente. Es una máquina con emociones propias, con dolor propio. Y un dios propio – su poseedor.

Es procedente, pues, hacernos preguntas. ¿Qué es lo que nos hace humanos? ¿Es, como parece indicar la serie, la carne? No se presenta ésta como una respuesta satisfactoria, porque, aunque estrechamente enlazados, reconocemos una bifurcación entre los términos “cuerpo” y “persona”. ¿Es, entonces, la mente? Tal vez lo sea. Pero si identificamos nuestra mente, nuestra conciencia, con nuestra propia humanidad, ¿no son dichas “galletas” igual de humanas que nosotros? ¿Qué nos da entonces el derecho divino sobre su existencia? El hecho de haberla creado de la nada parece un argumento demasiado autoritario, y parece también rememorar aquél debate resuelto por la filosofía hace siglos sobre la pertenencia de los hijos a sus padres.

Recuerdo haber leído un estudio según el cual, de haberse desarrollado el avance tecnológico del siglo XX al compás propio del XXI, este primero habría “durado” 14 años. Ante este ritmo vertiginoso, “Black Mirror” nos invita a parar y reflexionar. ¿Qué haremos una vez lo suficientemente avanzados como para que nuestras creaciones puedan ser nuestros semejantes? Es una pregunta que la ciencia se verá obligada a hacerse pronto. La misma ciencia que, recordemos, hace tan sólo dos décadas miraba con cierta consternación a la oveja Dolly, sin conocer del todo las respuestas al dilema ético que se abría ante ella.

El capítulo es, sin duda, terrorífico. Terrorífico por el disgusto que inspira la tortura psicológica aplicada a las “copias”, no menos verdaderas a nivel emocional que los originales. El abuso del poder divino sobre unos seres que no parecen ser distintos a nosotros en cuanto a lo mental deja mal sabor de boca al ver reflejado en aquella sociedad futurista lo peor del ser humano. Es precisamente ese terror lo que hace que “Blanca Navidad” deje al espectador clavado en el sofá frente a la pantalla una vez comienzan los créditos.

Esta es, y lo es de manera indudable, la grandeza de esta ambiciosa serie. Ese es el sobrecogedor impacto del especial navideño de 2014. El momento de quedarse solo frente al espejo negro de la pantalla, enmudecido ante unos créditos difuminados. El impacto que supone preguntarse si aquella sociedad tan poco humana está realmente igual de cerca (porque con una pizca de relatividad en la mirada parece estar a la vuelta de la esquina) que la capacidad del hombre para clonar mentes.

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