En su libro Función de la poesía y función de la crítica de 1933, T. S. Eliot postula: “La poesía puede hacernos, a veces, un poco más conscientes de los más profundos e innombrables sentimientos que componen el sustrato de nuestro ser, al que rara vez accedemos; pues nuestras vidas son, de vez en vez, una evasión de lo que somos”. A partir de este lugar, el poeta expone su ardua crítica a una modernidad que privilegiaba el saber sobre el sentir, una tradición que nos persigue hasta el día de hoy.
La figura extremadamente compleja de T. S. Eliot parece eludir las definiciones fáciles. Sin embargo, pocas figuras literarias del siglo XX resultan tan emblemáticas y “clásicas” de esos desbordantes tiempos. La pregunta pertinente quizá se podría plantear así: ¿cómo un autor tan conservador (casi un restaurador de tradiciones) logró colocarse a la vanguardia de la poesía más moderna y plantear con una claridad tan prístina su indispensable papel en nuestra interioridad? Y, en medio de esta ruptura, ¿cómo es que este genio del lenguaje plantea la contra-ruptura (por más innovadora que parezca) como la nueva tradición, contradicción, paradoja, ironía, farsa?
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En T. S. Eliot, como en otras figuras contemporáneas suyas (Ezra Pound, James Joyce y aun figuras posteriores como E. E. Cummings, Allen Ginsberg o el mismo Bob Dylan) se cumplen condiciones que se distinguen por incluir elementos aparentemente contradictorios, pero que finalmente retratan las paradojas del mundo surgido de la llamada “gran guerra” y de su monstruosa hermana mayor, la segunda guerra mundial: la “otredad” y su triunfo al proponer lo marginal como centro de la cultura occidental, o dicho de otra manera, la restauración de la interioridad humana (pensemos en Whitman o Rimbaud, como antecedentes y precursores); el horror de los “tiempos modernos”, su irremediable belleza y su frágil teatralidad; la asimilación (intermitente y paulatina) de los orientalismos; el fin de la Europa colonial arrogante y ciega frente a los “aborígenes” sometidos; el superdesarrollo de un capitalismo pretendidamente moderno (nuestra civilizada barbarie), pero miserable ante culturas que superaban su refinamiento y su eficiencia histórica, como la china y la hindú; la supervivencia en una era que tan atinadamente definió Marx como “las heladas aguas del cálculo egoísta” (paradójicamente, el nombre de una renombrada publicación periódica encabezada por el mismo Eliot: The Egoist); el recobramiento (y no necesariamente la recuperación) de tradiciones religiosas conservadoras pero ya presentadas como vanguardias e innovación; la elección, por parte de Eliot, de una nacionalidad que representaba la caída del último imperio ultramarino y la renuncia a la del nuevo imperio norteamericano; el renacimiento del humor y lo absurdo como poderosas herramientas críticas frente a un poder ideologizado e insensible; la restauración del poeta como actor central en el mundo, al reasignarle su papel de voz de la tribu, pero más trágicamente como depositario (y traductor) del dolor de la especie, el que habla lo que los demás temen decir, el que nombra lo innombrable, aquello que los demás callan, pero que finalmente es la única cura posible de una sociedad crónicamente enferma.Es justamente desde la enfermedad moderna —esa que socava el sentir humano— que T. S. Eliot planteó la solución: aceptar las dicotomías de nuestra era (belleza-horror, verdad-mentira, sagrado-profano, saber-sentir) y actuar, es decir, encarnar la voz de los hombres.
Así, la poesía moderna buscó (y sigue buscando) resignificar tres elementos tradicionales que le restauran su sentido más fundamental: el servicio a los demás (aun a costa del sacrificio personal, tal vez, prometeico), traer a la luz de nuevo el “sentir” de la especie en una sociedad que privilegia otro poderes, y restituir el sentido sagrado del mundo. Sin embargo, en un nivel más discreto pero no menos poderoso, la poesía es capaz de nombrar, y ayudarnos a entender, aquellas emociones que nos habitan, que son tan poderosas y tan difíciles de nombrar.