El artista del hambre de Kafka

Por César Alen.

En los últimos años ha descendido mucho el interés por los ayunadores. No es una frase mía, sino el comienzo del cuento de Franz Kafka. Un relato desasosegado, impactante, pero absolutamente reconocible, es decir Kafkiano. Ya es un mérito en sí mismo, acuñar un calificativo que defina una obra. Quizá la obra no sea del todo conocida, pero si una remota resonancia de algo que quizá quiera decir…no sé, lo que todos creemos que quiere decir; bueno, en realidad no hace falta definirlo, resultaría redundante.

Lo cierto es que descubrí este relato, junto al del Artista del trapecio como complementos en un volumen de la archiconocida Metamorfosis. Fue un hallazgo maravilloso, profético, y al mismo tiempo el germen de una angustia, de una nueva percepción del hombre, una escalofriante visión del trasfondo del alma humana o infrahumana.

Reconocí perfectamente la sensación de “extrañamiento” de la que hablaba Leopoldo María Panero. Viene a ser algo así como imponer en medio de un texto aséptico, de sintaxis formal, un tema escabroso, insólito, incluso escatológico, algo antitético.

Aparentemente todo transcurre en los parámetros de la normalidad, porque  en el siglo diecinueve era habitual en el mundo circense exponer todo tipo de criaturas extrañas, fenómenos anómalos. En el circo todo cabía, siempre y cuando fuera rentable. Era la época de los freaks  algo que reflejó de manera magistral Tod Browning en la película homónima (en España se tituló la parada de los monstruos). Existían espectáculos circenses especializados en seres deformes como  la mujer barbuda, los enanos, los gigantes, individuos con todo tipo de deformaciones. Entre esas figuras dantescas se hizo un lugar  el ayunador, el artista del hambre. Ese es nuestro protagonista, un auténtico profesional en su oficio,  orgulloso de sus marcas constantes, de sus extenuantes prodigios fisiológicos. Nuestro hombre estaba situado en un lugar privilegiado del espectáculo donde el público se agolpaba maravillado de sus logros. Un viejo cartel raído anunciaba los días de ayuno: diez días sin comer, veinte, treinta. Pero la moda de los ayunadores perdió vigencia, fue eclipsada por nuevas atracciones más excitantes. Acabó relegado a un lugar marginal entre las fieras, en una jaula, en medio de un montón de heno. El ayunador con el transcurso del tiempo y sometido a esa prolongada abstinencia iba entrando en una indolencia animal, en un estado zoológico. Sí no se movía resultaba complicado vislumbrarlo en medio de toda aquella paja seca. Se iba transformando en un ser escuálido, una figura desastrada. Dejaba de hablar, de moverse, intentaba gastar la menor cantidad de energía posible. Ahorrar los restos de unas proteínas que necesitaba de forma acuciante para no desfallecer del todo.

Cuando se daba por terminada la sesión y  para que nadie dudase de la credibilidad del espectáculo, se levantaba a duras penas, arrastrando los pies con la ayuda de alguien del público, hasta una mesa en la que le esperaba una ligera comida hospitalaria, a veces con la presencia de un galeno que certificase la veracidad de los hechos. Sólo alcanzaba a ingerir lo imprescindible para reanimar  aquel cuerpo lastimoso. Poco a poco recuperaba las constantes vitales, el movimiento, el calor, el aliento. El dueño del circo se preocupaba por él. Lo consideraba una buena inversión, aunque temía por su salud. Pero en una inevitable búsqueda de rentabilidad, el récord tenía que ser superado constantemente, de otra manera no generaba interés. Eso añadido al amor propio del ayunador, pues para él era una cuestión de honor, de auténtica profesionalidad o eso creían todos.

El ayunador era un hombre atormentado, quizá víctima de esa inanición forzada al límite, una abulia consentida, buscada. Apenas hablaba, se  sostenía en una falsa ilusión, en un sueño atormentado, en una esperanza vacía. No tenía más meta que superarse a sí mismo. Más rumbo que el de extinguirse, secarse, autofagocitarse. Deseaba  sobrepasar el límite, porque así son los personajes de Kafka, alejados de la convención, pobladores de escenarios agorafóbicos, siempre en cubículos exiguos, espacios agotados.

Aquí el escritor checo nos coloca ante los límites del ser humano, en una carrera desesperada hacia un lugar indefinible. El autor nos da su visión del designio de la sociedad. De lo humano a lo inhumano. Describe con maestría y una imaginación portentosa, la macabra  transformación de personas anodinas como Gregor Samsa en criaturas amorfas, inauditas. Seres innombrables, entes que se alejan de lo divino, que dejan atrás sus  señales de identidad, los vestigios antropomórficos abandonados en una simple habitación, en una jaula o en un trapecio.

Kafka colma el imaginario más atroz, más esotérico. Expresa sentimientos aterradores, almas recalcitrantes que abandonan el paraíso. Si el lector puede seguir ese ritmo endiablado, le llevará a lugares insospechados, indescriptibles. No deja indiferente, conmueve, agrede, regurgita un poderoso impulso cavernoso, oculto en una mente atormentada, que refleja un evidente inconformismo.  

La esencia de su literatura es el extrañamiento, una vez más, la anomalía, lo que sorprende y cautiva, lo que asusta y conmueve, lo indefinible, lo kafkiano.

One thought on “El artista del hambre de Kafka

  • el 29 diciembre, 2017 a las 6:25 pm
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    Historias alucinantes,siempre sorprendiendo y haciendo disfrutar al lector

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