Tres anuncios en las afueras (2017), de Martin McDonagh

 
Por Miguel Martín Maestro.
Tres anuncios en sendos carteles publicitarios de una carretera solitaria que cuestionan la inactividad policial tras la violación y asesinato de la hija de Mildred nueve meses antes crean el prólogo intrigante de esta película donde esta mujer, cerca de los 60, divorciada, víctima de la violencia de género y que, tras una discusión con su hija termina deseando que sea violada a su regreso a casa, un deseo que, cruelmente, se termina haciendo realidad y que sirve de mcguffin a lo largo de las casi dos horas de película. Tres anuncios que resuenan como latigazos, “violada y después muerta”, “todavía sin arrestos”, “¿cómo es esto sheriff Willoughby?” y que conmocionan a la pequeña comunidad sureña acostumbrada a un cierto grado de violencia asumible, incluso institucional, que es enfrentada de nuevo a sus miedos por el temor a una repetición del asalto, y conmocionada por el ataque brutal de una de sus integrantes a una institución respetable como es la policía. El cine de McDonagh sobrevive a base de violencia y humor negro, ya sea en los sobreentendidos de una situación de impasse incómodo como en Escondidos en Brujas (asombrosamente consigue que Colin Farrell parezca actor) o en el más puro “slasher” desbocado y descerebrado de Siete psicópatas, añadiendo ahora la intriga, el relato de cine negro a la búsqueda de un sospechoso que identifica a esta mujer madura con el papel que Jack Nicholson llevaba a cabo en El juramento de Sean Penn, mezclado con un toque que acerca en demasía esta película al estilo Coen, a ese estilo de Fargo y de Sangre fácil con policías y ciudadanos violentos y estúpidos.
La película es eficaz, pero también es efectista, y quizás sea éste su principal problema de credibilidad. Buscando el toque personal a cada situación intensa o dramática, se juega a subrayar cada acción violenta para que el espectador se “dé cuenta” de lo que se nos quiere contar y al tiempo se relaje con una dosis de humor, de tal forma que se resiente la eficacia narrativa de demasiadas situaciones al tiempo que se demora una conclusión que no busca sino mantener engañado y pendiente al espectador durante sus dos horas, jugando a las trampas con cartas marcadas previamente. Esas cartas marcadas son las tres cartas que a mitad de película el sheriff Willoughby (otra estupenda interpretación de Woody Harrelson en un papel que le viene siendo muy habitual y en el que parece encasillado) dirige a su esposa, a la madre de la adolescente asesinada y al policía Dixon, su inexplicable protegido en la comisaría local y que representa todo lo que un agente del orden no puede ser. Las cartas, muy bien escritas, señalan el camino que va a seguir la película por anticipado, y aunque sentimentalmente tienen un sentido y mantienen la tensión que la película podía empezar a perder tras el episodio climático central, finalizada la película juegan en su contra porque han anticipado todo lo que vendrá después aunque su anuncio no sea inmediato ni expreso, pero sí anticipatorio.
Ese problema interno de la película no le resta un ápice de interés mientras se disfruta dejándose llevar por la intriga (a pesar de la aparición forzada e innecesaria de un sospechoso que se delata a sí mismo y una escena en un bar que proporciona la redención necesaria al policía violento) porque McDonagh utiliza la excusa de ese asesinato para criticar, aunque sea de soslayo y mediante el humor negro, muchos de los defectos del sueño americano en la profundidad del Sur, como el papel de la iglesia en estas pequeñas comunidades asfixiadas por el “qué dirán”, el lacerante problema de la violencia de género y la desatención de las víctimas, la escasez de medios policiales, el racismo que permanece en todo el país, la crisis económica que relaciona estos escenarios con los de Comanchería, el relato policial y negro del año pasado dirigido a los Oscar, como estos Tres anuncios…, pero hay en la película del director irlandés un intento de rebajar la crítica social para dar paso a un soplo de esperanza, como si la inicial tontería de los comportamientos de muchos personajes admitiera la posibilidad de reconducción. Todo apunta a una escalada del odio para terminar explotando, y cuando todo parece que el desarrollo natural de la acción concluirá con daños irreparables que afectarán a inocentes, McDonagh quiere revestirse de un humanismo redentor y optimista en medio de tanto dolor, desafección y daño, no sólo físico, una botella a medio terminar de vino blanco señala el camino de mejora personal que ha asumido la madre vengadora, una botella que parece terminará estampada en la cabeza de un exmarido y que se ofrece como símbolo de reconciliación y asunción de que esa chica mona de 19 años que acompaña a su ex es justo la redención que el hombre maltratador necesitaba para cambiar su comportamiento hacia las mujeres.
Para conseguir este objetivo de progresivo humanismo se sirve de un ausente, de alguien que ha dejado un manual de instrucciones para quien quiera seguirlo y utilizarlo, alguien que ha sabido ver el problema que se terminaría generando de persistir todos los personajes centrales en su idea de venganza y pagar ojo por ojo. También es verdad que McDonagh no se atreve a ir más allá, que los policías de Ebbing parecen sacados de la comisaría de Fargo y trasladados del frío al calor y humedad del sur sin recalificación previa, que el humor negro alivia el trasfondo de debacle moral que sacude a una sociedad muy enferma, muy dispuesta a usar las armas a la más mínima controversia, pero la película finaliza en un punto muerto y con una pregunta en el aire no verbalizada, “tú, americano, ¿qué harías si tu hija fuera violada, asesinada y quemada?”, ¿optarías por ser la madre de la primera parte de la película o la que siente dudas al final?, ¿responderías como único argumento con la violencia o intentarías que los demás cambiaran sus hábitos?, ¿reconocerías tus errores para no culpar a otros y afrontarías el futuro de distinta manera? Así como el discurso de la violencia individual como respuesta a la falta de atención policial queda muy claro, la réplica humanista es más sutil, como si el director temiera introducirse en aguas pantanosas y dar un discurso equívoco que fuera mal entendido, “lo decidiremos por el camino” es una manera de no pronunciarse pero también de interrogar al espectador. Al final la solución a las preguntas las dan el personaje más listo y el aparentemente más limitado de la película, lo que no deja de ser otra enseñanza, cualquiera puede hacerte abrir los ojos y la mente en tu obcecación, la violencia es una respuesta muy fácil, lo difícil es mantenerse racional en medio de lo salvaje. El napalm por las mañanas huele a victoria, y esta película huele demasiado a tío Oscar.

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