'Flaneuse', de Lauren Elkin

Flaneuse

Lauren Elkin

Traducción de Aurora Echevarría
Malpaso
Barcelona, 2017
340 páginas
Por Jordi Puntí (El Periódico)

“Todo ya ha sido dicho…, pero no por todo el mundo”. Así, con esta sencillez, hace casi un siglo Karl Valentin -escritor y artista de cabaret alemán- ponía en duda la verdad única, la versión oficial de las cosas, y defendía el arte de opinar, discrepar y observar con ojos distintos. Era, también, quizá sin ser del todo consciente, una crítica a la mirada masculina y burguesa, que hasta entonces tenía la costumbre de imponer una visión del mundo. Se notaba, por ejemplo, en el atractivo que producía la vida moderna de las grandes ciudades: los hombres como Baudelaire, que deambulaban por las calles, sin rumbo, eran descritos como ‘flâneurs’, mientras que las mujeres eran el objeto pasivo del poema , la “mujer que pasa”, la ocasional. Una mujer sola en la calle tenía que ir a alguna parte, a proveer para el hogar, y sino es que era una prostituta.

Es una de las reflexiones que hace Lauren Elkin en ‘Flâneuse’ (Malpaso), un ensayo sobre las mujeres y las artistas que han paseado por las ciudades y encontraron allí la inspiración. Elkin camina por París, Nueva York, Tokio, Venecia y Londres, y con sus pasos actualiza el concepto de ‘flâneur’, lo feminiza e incluso lo convierte en un verbo, flâneusear. Entretanto se hace acompañar mentalmente de Virginia Woolf, de Jean Rhys, de Jane Jacobs (“los ojos en la calle”), de Sophie Calle, y con ellas cartografía la evolución de esta mirada femenina.

A veces sus pasos no tienen género y recorren la huella de otras reflexiones masculinas -como cuando habla de la ciudad como lugar para manifestarse, de caminar “para provocar un cambio”-, pero más a menudo se inscriben en una corriente que estos últimos años ha ganado fuerza en la literatura. El de la mujer que pasea y reflexiona. Hay un espacio para el saber enciclopédico de un libro como ‘Wanderlust. Una historia del caminar’, de Rebecca Solnit, y un espacio para el ejercicio más íntimo de Olivia Laing en ‘La ciudad solitaria’ -ambos publicados en Capitán Swing-, y luego está la mirada feminista y culta de Vivian Gornick, paseando por Nueva York, en ‘La dona singular i la ciutat’ (L’Atra): “En ningún lugar me sentía menos sola que cuando estaba sola en una calle llena de gente”.

 
por Antonio Martínez Tortosa (Farenheit 77)

Lauren Elkin es una de esas afortunadas que se criaron en lo que a través del cine se nos ha hecho creer que es la normalidad estadounidense: en una casa con jardín en un barrio residencial de Long Island. Siendo niña, las excursiones a Nueva York —a tan solo una hora en coche de su casa— estaban marcadas por una mezcla de excitación y de temor, puesto que suponían abandonar su hábitat seguro y aburrido para penetrar en un territorio tan peligroso como excitante. Pero aquí se esconde una paradoja: la seguridad del extrarradio no permite el desplazamiento a pie, algo que sí ocurre en la peligrosa ciudad. El barrio de Elkin no tiene aceras, y todo el movimiento ha de hacerse en coche, a no ser que quiera correrse el riesgo de sufrir un atropello. Esta hostilidad soterrada hace que veamos la ciudad y sus alrededores de otro modo.

Porque los espacios nunca son neutrales. Tampoco lo son las proyecciones que hacemos de ellos, cómo nos movemos y cómo los vivimos. Esto es cierto, en especial, a partir del último tercio del siglo XVIII, cuando los antropólogos morales franceses determinan que, por motivos biológicos, los hombres deben poblar las calles y las mujeres los hogares. De este modo, una actividad tan inocua como puede ser dar un paseo por la ciudad queda vetada para la población femenina, a menos que lo haga acompañada por algún varón. Porque la calle y la ciudad son peligrosas para las mujeres, no tenemos más que ver las noticias para comprobarlo. El hombre de la multitud del relato de Poe, pieza fundamental para comprender la modernidad urbana, nunca puede ser una mujer, puesto que no gozará nunca del anonimato que exige el puesto de observador: ella siempre será visible. ¿O no?

A partir de este supuesto, Elkin plantea la flânerie femenina como una actividad subversiva, en tanto que ese hombre de la multitud o su heredero el flâneur baudeleriano son figuras masculinas, ociosas, cuya única misión es perderse por las calles —ese es también el objetivo de la dérive situacionista: vagar por la ciudad hasta que se transforme en otra cosa, en un lugar desconocido—. Lejos de Long Island, mientras estudia en París, Elkin comienza a caminar. Entonces descubre que no está sola, ni nunca lo ha estado. Es cierto que las trabajadoras siempre han gozado de cierta libertad de movimientos para poder desarrollar sus actividades, pero también escritoras y artistas han forzado su rol femenino y se han lanzado a recorrer las calles. En París la acompaña Jean Rhys; en Londres, Virginia Woolf; en Venecia, Sophie Calle…

Flâneuse es tanto relato biográfico como ensayo literario, pero, por encima de todo, es un texto político, puesto que su tema central es la polis y la relación que establecemos con ella, en especial las mujeres, para quienes continua siendo, en demasiadas ocasiones, amenazadora: ¿cuántas de vosotras no habéis sentido miedo alguna vez al caminar solas, de noche o de día? A partir de esta visión feminista de la ciudad, Elkin establece una sororidad de caminantes libres en un texto absorbente y provocador que descubre que los lugares que habitamos tienen muchos secretos que ofrecer. Para conocerlos solo hacen falta imaginación y unas buenas piernas.

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