Ser o no posmoderno: el dilema del MoMA en París

Por Carlos García-Arista

Cada vez que el vigilante de la sala donde se expone Untitled (USA Today) (1990) ve entrar niños, les invita entre serio y divertido a servirse del montón de caramelos envueltos en celofán rojo, azul y plata que forman la obra, pero no siempre se creen su buena suerte. Hace falta un esfuerzo extra de imaginación para que los espectadores, con independencia de la edad, le den la vuelta a su relación con el artista como quería Félix González-Torres y se enteren de que pueden hacer con el caramelo lo que quieran, incluido comérselo.               
Esta selección de los tesoros del MoMA que ofrece la Fundación Luois Vuitton no puede ser más reveladora de los actuales Estados Unidos y su estado de ánimo. Sin embargo, aunque llegue a Francia sin más que una obra europea posterior a 1936, la sensación que transmite es la de un viaje de vuelta, el de los epígonos europeos de la Teoría Crítica después de haber hecho las Américas. El público autóctono, confundido por el envoltorio de barras y estrellas, puede pensar que los dogmas del arte militante son importados, pero haría bien en retirar el celofán, como los peques terminan haciendo en la instalación del cubano, y comprobar que el sabor del caramelo es bien familiar.       
El único precedente de esta exposición, la visita del MoMA a la capital alemana en 2004, fue decididamente moderno, con Van Gogh y Matisse como grandes atracciones y la vanguardia clásica de protagonista. Lo que ahora se muestra, muy oportunamente dado el clima de enfrentamiento en la sociedad norteamericana, son los efectos de las ideas posmodernas en las últimas décadas. Es decir, el progresivo remplazo de cualquier noción de verdad objetiva, empezando por la verdad de la imagen, por dinámicas de poder, y del talento individual por su deconstrucción colectiva.
El gran arranque, con Picasso (Boy Leading a Horse, 1906), Cézanne (Bather, 1885) y Hopper (House by the Railroad, 1925) introduce al espectador al son de juego infantil de la primera película de Mickey Mouse, que se proyecta en la sala de al lado, en los espacios dedicados a los diez años iniciales del museo. Alfred Barr, mítico director inaugural del MoMA, quiso incluir en la colección piezas de arte comercial y de ingeniería industrial, fotografía y películas, y aunque la directiva rebajó sus pretensiones el futuro ha terminado reivindicando la idea. Aquí encontramos la primera vanguardia de Man Ray, Duchamp o Mies van der Rohe junto a un motor fuera borda y unos rodamientos de bolas a rótula. Todo ello sin olvidar como decíamos el contexto político, servido por obras relevantes para lo que hoy llamaríamos políticas identitarias, otras ilustrativas del momento histórico y otras de circunstancias, como lo son respectivamente la película de Bert Williams Lime Kiln Club Field Day (de 1913, la más antigua conservada con un reparto de actores negros), el tríptico de Max Beckmann que los nazis etiquetaron de “arte degenerado” y la cartelería rusa.                 
Cuando nos alejamos lo suficiente de Mickey Mouse y se detiene la música, el perdedor en el juego de la silla es precisamente el arte comprometido. Empieza la era del expresionismo abstracto y el Battleship Potemkin (1925) de Eisenstein, junto a las otras piezas de propaganda soviética, se ha quedado sin sitio. La vanguardia americana empezó a despolitizarse por la decepción con los revolucionarios más que con sus principios, pero la consecuencia inmediata fue el abandono del arte creado por el bien de la causa. Esa es la historia que cuentan en París cuadros como The She-Wolf (1943), de Jackson Pollock, su primera obra en entrar en un museo y Color Field Painting No. 10 (1950), de Mark Rothko, cuya compra hizo dimitir a un directivo del MoMA por su radicalismo pero no político, sino formal.     
La segunda sección de la muestra empieza con el minimalismo y el pop. Ambos combatieron las aspiraciones de trascendencia de los expresionistas usando piezas repetidas en serie, fuesen las frases musicales de Reich, los lingotes de Carl Andre o las famosas Campbell’s Soup Cans que pintó Warhol en 1962. Sin embargo cuando la generación minimalista intentó resistirse a las prácticas de crítica institucional y reconstruir el muro que cerraba el paso al activismo, esta vez en nombre de la neutralidad del arte, ya era tarde. Como prueba, baste decir que lo que queda de recorrido es una zambullida en los conflictos de identidad omnipresentes en la vida americana. Una obsesión que en los Estados Unidos polarizados de hoy sirve al menos para unir a los extremos en el tiempo que pasan frente al espejo. Nadie ha reproducido más su propia imagen, en el intento de deconstruir la que los medios de masas nos ofrecen de nosotros mismos, que Cindy Sherman, presente en la Fundación Luois Vuitton con sus “Untitled Film Stills” (1977-1980). Junto a los suyos hay trabajos de otros artistas pioneros en la atención a las narrativas particulares de minorías raciales, sexuales o culturales, entre los que se cuentan Barbara Kruger y David Hammons.     
Ni que decir tiene que en esta parte del recorrido posterior a los 60 hay también creadores que escapan al trabajo del taxónomo. Por ejemplo, Jeff Wall con su compleja reflexión sobre el medio fotográfico. Por ejemplo, Gerhard  Richter con el virtuosismo visual de September (2005), donde muestra la “incomprensible crueldad y la horrible fascinación” que despertó el atentado de las Torres Gemelas nada más estrenado el milenio.     
Las adquisiciones de los últimos años son la prueba definitiva del gusto posmoderno que reina en la gran república norteamericana, o al menos en sus universidades, y ha vuelto de visita al lado del océano que le vio nacer. ¿Cómo no vamos a reconocerlo al instante como propio, aunque venga escondido tras la African-American Flag (1990) de David Hammons, en la Europa de la última Documenta “antifascista, anticapitalista y anticolonialista”, cuyo déficit de cinco millones de euros podría ser no obstante una más de las obras conceptuales expuestas en Kassel o Atenas? ¿Cómo no vamos a reconocerlo en el continente donde las identidades excluyentes y las fronteras cerradas reaparecen al menor signo de crisis?
Los recién llegados al MoMA se pueden ver en el último piso de la Fundación. Entre ellos están Lele Saveri con The Newsstand (2015), una instalación “al servicio de la comunidad” que funcionó en el metro de Brooklyn como quiosco de fanzines, Untitled (Club Scene), pintado en 2013 por el comentarista de la identidad afroamericana Kerry James Marshal, y The days of this society is numbered (2012) de Rirkrit Tiravanija.
Antes de terminar, un paréntesis para recomendar a quien esté planeando una visita que reserve un rato para la última sala, dedicada a la instalación de Janet Cardiff The Forty Part Motet. Se trata de una grabación de las cuarenta voces, ocho coros con cinco voces cada uno, que cantan el motete Spem in Alium, de Thomas Tallis, reproducidas en otros tantos bafles dispuestos en óvalo. La idea es que el público pueda pasear entre ellos y establecer una relación individual con cada voz, siguiendo la evolución de la pieza de una a otra hasta que la complejidad del desarrollo le lleve hacia el centro para dejarse envolver por el conjunto de coros, como buscaba el compositor renacentista. Cardiff, dueña de una ya larga y muy coherente obra basada en el uso del sonido, ha adaptado esta obra de 2001 especialmente para el espacio del edificio de Gehry en el Bois de Boulogne.     
Como cualquier institución de peso el MoMA no se puede mover más que muy lentamente lejos de su centro, en este caso la vanguardia clásica, pero parece estar recuperando rápido el tiempo perdido. En los últimos años dedica tanta energía a ser museo de arte contemporáneo como museo de historia del arte y sus gestores parecen estar cómodos con un cierto giro político, a juzgar por la exposición neoyorquina de las últimas adquisiciones a principios de año.
La extraordinaria colección del MoMA admite todas las interpretaciones y todas son iluminadoras. Sin embargo, la teoría del arte tiende hoy al pensamiento único. Esperemos que la dirección del museo no termine también por aceptar que nada es inocente, que la creación artística no existe más que como resultado de diferenciales de poder y que si una pieza no ataca las estructuras del sistema es para apuntalarlas.
Una visita imprescindible, con alimento suficiente tanto para la reflexión como para la víscera donde cada cual piense que se aloja su sensibilidad.
La muestra “Ser moderno – El MoMA en París” estará en la Fundación Louis Vuitton hasta el 5 de Marzo.

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