'La oficina de estanques y jardines', de Didier Decoin

LA OFICINA DE ESTANQUES Y JARDINES

Didier Decoin

Traducción de María Teresa Gallego y Amaya García
Alfagura
Madrid, 2018
347 páginas
 

Didier Decoin empieza su novela en un pequeño pueblo cerca de un río, donde hay poco tiempo para contemplar las flores porque a diario hay que arar, sembrar, recolectar, pescar… Desde allí, la campesina Miyuki se dirige a la capital imperial para entregar las carpas que abastecerán los estanques del Emperador. Esos peces son el último recuerdo de su marido, un pescador que acaba de fallecer, y llevarlos hasta Heian será una tarea titánica. El viaje de la protagonista, lleno de peligros, sirve como alegoría del proceso de pérdida y duelo.

“Los dioses habían creado la nada para convencer a los hombres de que la llenasen. No era la presencia que regulaba el mundo la que lo colmaba: eran el vacío, la ausencia, lo despoblado, la desaparición. Todo era nada. El malentendido procedía de que, desde el principio, creíamos que vivir era tener dominio sobre algo; ahora bien, no sucedía nada de eso, el universo era tan incorpóreo, sutil e impalpable como la estela de una doncella de entre dos neblinas en el sueño de un emperador. Un mundo flotante.”

La prosa de Didier Decoin, que mezcla hábilmente sensualidad, Historia y poesía, nos ha recordado a la del mejor Tanizaki. Este autor francés, ganador del prestigioso premio Goncourt, ha invertido doce años en escribir esta novela. Se nota en cada página el trabajo de documentación y depuración del estilo para ofrecer una obra con verdadero sabor japonés. Didier construye imágenes hermosas que evocan ukiyo-e, frases bellas que casi suenan a haiku en prosa y también incluye escenas de alto contenido sexual que no deberían sorprendernos en una cultura como la japonesa, famosa por sus shunga (grabados eróticos). En definitiva, un trabajo impecable y digno de elogio.

Pero Decoin cae en el mal que lucha por eludir: el neocolonialismo. Es inevitable la mirada hacia Japón con la denuncia occidentalista. En ese sentido, participa de los males que Edward Said estudió y siguen floreciendo y que él llamó orientalismo. La visión que tiene Decoin de lo japonés es de una ternura hiperbólica. No se le puede negar el mérito de un esfuerzo ímprobo por conocer lo japonés. Pero desde el asiento europeo. La documentación que ha manejado es tan inmensa, que nos deja algo fríos. Para tratarse de una novela, abundan las anotaciones a pie de páginas explicando los significados de ciertas palabras. El texto no termina de leerse sin interrupción. Y la labor se asemeja, en buena medida, a la de un director de un museo del Japón antes que a la de un literato. La historia que narra está en función de un amor, se sobrepone a lo humano. De hecho, los arquetipos del burócrata en contraste con las tradiciones rurales son la fuente de un conflicto que, curiosamente, es tan delicado que podríamos pensar en cierta deshumanización del mismo.

Tal vez el libro hubiera merecido un glosario, en lugar de notas a pie de páginas, y pensar en el lector como un narrador, en lugar de como un divulgador. Lo que mejor está elaborado, es lo más universal: la psicología de la protagonista, en plena batalla entre la melancolía y lo que le impide dejarse llevar al duelo, a la melancolía que está necesitando, que es el sentido del deber. Pero eso también es un arquetipo japonés. En cualquier caso, su lucha por vivir, su personalidad y la negación de la misma, objetualizándola, por parte de los otros, es el mayor mérito de esta obra, en la que el itinerario permanece, porque permanece ese deseo de dormir donde durmió su marido para soñar los sueños que él tuvo.

Fragmento

Tras una prolongada reclusión cumpliendo con la estricta observancia de las restricciones de comida propias del luto y tras haber lustrado el cuerpo de Katsuro con un lienzo sagrado destinado a absorber las impurezas, Amakusa Miyuki se sometió al ritual que debía purificarla de la mácula de la muerte de su marido. Pero como no había ni que pensar en que la joven viuda se sumergiese en el mismo río en el que acababa de ahogarse Katsuro, el sacerdote sintoísta, frunciendo los labios, se conformó con sacudirle encima una rama de pino cuyos vástagos más bajos había humedecido el agua del Kusagawa. A continuación le aseguró que ya podía reanudar la vida y demostrarles su gratitud a los dioses, que no dejarían de imbuirle fuerza y valor.
Miyuki sabía perfectamente lo que había detrás de las palabras de consuelo del sacerdote: lo que esperaba de ella era que, aun cuando su ya precaria situación había empeorado con la muerte de Katsuro, le pusiera en las manos una muestra tangible del agradecimiento que les debía a los kami.[1]
Pero aunque Miyuki sentía cierta gratitud hacia los dioses por haberla lavado de sus máculas, no podía perdonarles que hubieran permitido que el río Kusagawa, que bien pensado era también un dios, ni más ni menos, le arrebatase a su marido.
Así que se conformó con darle una modesta limosna consistente en rábanos blancos, un manojo de cabezas de ajo y varios pasteles de arroz glutinoso. Pero la ofrenda, hábilmente envuelta en un paño, abultaba tanto, gracias sobre todo a que había unos cuantos rábanos gigantescos, que daba la impresión de ser un presente de mucha mayor enjundia. El sacerdote cayó en la trampa y se marchó satisfecho.
Acto seguido, Miyuki se forzó a limpiar y recoger la casa, aunque no tuviera por costumbre ordenarla. Más bien tenía tendencia a dejar las cosas tiradas, o incluso a desparramarlas intencionadamente. De todas formas, Katsuro y ella poseían tan pocas… El hecho de encontrárselas acá y allá, preferentemente donde no pintaban nada, creaba la efímera ilusión de que vivían en la opulencia: «¿Este cuenco de arroz es nuevo? —preguntaba Katsuro—. ¿Lo has comprado hace poco?». Miyuki se tapaba la boca con la mano para ocultar una sonrisa: «Siempre ha estado en la estantería, el sexto cuenco desde el fondo; era de tu madre, ¿ya no te acuerdas?». Lo que ocurría era que a Miyuki se le había caído el cuenco en la estera (y no se había molestado en recogerlo de inmediato) y este había rodado hasta detenerse, bocabajo, en un rayo de sol, mostrando así unos reflejos que Katsuro nunca le había visto; y por eso no lo había reconocido enseguida.
Miyuki suponía que las personas acomodadas vivían entre un revoltijo permanente, a imagen y semejanza de los paisajes cuya belleza residía en el desorden. El río Kusagawa, por ejemplo, nunca brindaba un espectáculo tan exaltante como después de una gran tormenta, cuando los torrentes que lo alimentaban lo abarrotaban de aguas pardas y terrosas, donde se arremolinaban trozos de corteza, musgo, flores de berro y hojas podridas, negras y abarquilladas; entonces el Kusagawa dejaba de espejear y lo cubrían círculos concéntricos, espirales de espuma que lo asemejaban a los remolinos del estrecho de Naruto, en el Mar Interior. Los ricos, pensaba Miyuki, debían de andar desbordados, de igual manera, por los innumerables remolinos de regalos que les llevaban sus amigos (también innumerables, cómo no) y todas las fruslerías deslumbradoras que compraban sin echar cuentas a los vendedores ambulantes, sin preguntarse siquiera si las iban a usar para algo alguna vez. Necesitaban más y más espacio para buscarles sitio a los bibelots, apilar los utensilios de cocina, colgar las telas, poner en hilera los ungüentos, almacenar esas riquezas cuyo nombre en ocasiones Miyuki ni siquiera conocía.
Era una carrera sin fin, una competición encarnizada entre los hombres y las cosas. El colmo de la opulencia debía de llegar cuando la casa reventaba como una fruta madura por la presión de la multitud de trastos con la que la habían atiborrado. Miyuki nunca había sido testigo de un espectáculo así, pero Katsuro le contó que había visto, en sus viajes a Heian-kyō, a mendigos rebuscando entre los escombros de orgullosas mansiones a las que parecían haber inflado desde dentro.
En la casa que Katsuro había construido con sus propias manos —una habitación con el suelo de tierra batida, otra con el suelo de madera de pino y, debajo del tejado de bálago, un granero al que se subía por unos peldaños, todo ello de dimensiones reducidas porque habían tenido que elegir entre levantar paredes y coger pescado— había más que nada aparejos de pesca. Valían para todo: las redes, puestas a secar delante de las ventanas, hacían las veces de cortinas, y apiladas, servían para acostarse; por la noche, utilizaban los flotadores de madera hueca a modo de reposacabezas; y los utensilios que empleaba Katsuro para mondar los viveros eran los mismos que usaba Miyuki para preparar la comida.
El único lujo que tenían el pescador y su mujer era el tarro donde guardaban la sal. No era sino la copia de una cerámica china de la dinastía Tang, una pieza de arcilla cocida y vidriada de color pardo sobriamente decorada con peonías y lotos, pero Miyuki le atribuía poderes sobrenaturales; se lo había dejado su madre, que a su vez lo había heredado de una abuela que afirmaba que siempre lo había visto en la familia. Así pues, la cerámica había pasado por varias generaciones sin sufrir ni un rasguño, lo cual era, en efecto, milagroso.
Aunque Miyuki solo tardó unas horas en recoger la casa, necesitó dos días para limpiarla a fondo. La culpa era del oficio que en ella se ejercía: la pesca y la cría de peces admirables, esencialmente carpas. Cuando volvía del río, Katsuro no perdía el tiempo en quitarse la ropa empapada del cieno pegajoso con el que salpicaba las paredes cada vez que hacía un movimiento un poco brusco; su prioridad era otra: liberar cuanto antes a las carpas que rebullían en las nasas de mimbre y corrían el riesgo de que se les cayeran algunas escamas o de amputarse un bigote (en cuyo caso perderían todo su valor para los intendentes imperiales), soltarlas en el vivero que había excavado para ellas delante de la casa, una alberca poco profunda, direc­tamente en el suelo, llena a rebosar de un agua que Miyuki, mientras su marido estaba ausente, enriquecía con larvas de insectos, algas y semillas de plantas acuáticas.
Hecho lo cual, Katsuro se pasaba varios días seguidos sentado en los talones, observando el comportamiento de las capturas, vigilando especialmente a las que le habían parecido de entrada dignas de los es­tanques de la ciudad imperial, buscando signos que mostrasen no solo que eran las más atractivas sino también lo bastante robustas para soportar el largo viaje hasta la capital.
Katsuro no era muy hablador. Y cuando decía algo, solía hacerlo más bien por alusiones que por afirmaciones, dando así a sus interlocutores el placer de tener que adivinar las perspectivas remotas de un pensamiento inconcluso.
El día que murió su marido, después de echar en el vivero las cinco o seis carpas que había pescado, Miyuki se sentó como él, al borde de la poza, dejando que la hipnotizara el corro de peces que describían círculos ansiosos como los prisioneros que exploran los límites de su calabozo.
Aunque era capaz de valorar la belleza de algunas carpas, o al menos la energía y la vitalidad con la que nadaban, no tenía ni la mínima idea de los criterios que utilizaba Katsuro para evaluar lo fuertes que eran. Por eso, tras renunciar a mentir a los lugareños y, sobre todo, a engañarse a sí misma, se incorporó, se sacudió el polvo y, dándole la espalda al vivero, se atrincheró en la casa, la última al sur de la aldea, que se distinguía por las conchas que tenía incrustadas en la paja, con la parte nacarada orientada hacia el cielo para reflejar la luz del sol y espantar a los cuervos que anidaban en los alcanforeros.
Los lugareños se quedaron muy aliviados al enterarse de que Miyuki se había impuesto la obligación de limpiar los suelos y quitar el cieno de las paredes.
Habían temido que la joven fabricase un torniquete con un cordel y un palito y lo usara para asfixiarse y reunirse así con Katsuro en el yomi kuni.[2] No porque fuese demasiado joven para morir —con veintisiete años ya había alcanzado la esperanza de vida medi

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