Lady Bird (2017), de Greta Gerwig

 
Por Jaime Fa de Lucas.
Lady Bird posiblemente sea una de las películas más sobrevaloradas del último año junto con La forma del agua. Más de uno habrá leído la curiosa hazaña que logró: ser la única película con un 100% en RottenTomatoes –lo cual no es del todo fiable para juzgar su calidad, ya que RT depende de un sistema dualista de valoración que no contempla lo intermedio; un ejemplo de crítica intermedia sería la del New Yorker, aquí, cuyo título ya dice “exquisita pero defectuosa”; de hecho en FilmAffinity, que sí contempla las valoraciones intermedias, hay dos críticas profesionales de este tipo–. Además de esto, se ha llevado cuatro globos de oro y está nominada a los Oscar en varias categorías, incluida la de mejor película.
Greta Gerwig nos presenta una historia de iniciación de una joven que va a acabar el instituto y está a punto de dar el salto a la universidad. Esto, de base, aunque tenga tintes autobiográficos y personales, es algo que ya hemos visto cientos de veces, así que no suma ningún punto por originalidad temática. Por desgracia, los lugares comunes y los clichés están muy presentes: el novio santurrón y aburrido frente al novio pasota y guay, la amiga guapa frente a la amiga gordita, los padres currantes que no tienen dinero para la universidad, el pueblo –o ciudad pequeña– frente a la gran ciudad, etc. Estos elementos tan trillados disminuyen la fuerza de los elementos menos convencionales.
A nivel narrativo, algo que irrita bastante es la extensión tan reducida de las escenas. Si bien esto puede dar cierta agilidad al relato, también hace que por momentos parezca una sucesión de fragmentos en lugar de una historia cohesionada. Esto a su vez no permite que las escenas respiren y obliga al espectador a digerirlas con prisa. No sé si Greta Gerwig tiene intención de situarse en las antípodas del cine pausado de directores como Tarr o Tarkovsky, favoreciendo la velocidad y las escenas en las que nada reposa y el tiempo parece que no existe. Este enfoque encaja bien con el frenesí y la inmediatez de los tiempos que corren, pero no creo que sea buena receta para hacer cine de calidad a largo plazo.
No obstante, no se puede decir que Lady Bird sea mala. Es competente a varios niveles, las actuaciones son correctas, tiene algunas escenas ingeniosas, algunos diálogos punzantes, la banda sonora es interesante… No cabe duda de que tiene cierto encanto. Supongo que gran parte de su atractivo reside en su accesibilidad, su actitud ligeramente subversiva y su aura hipster. También es cierto que podría sumar puntos como carta de amor a Sacramento, aunque la ciudad no está demasiado bien integrada con la vida de la protagonista. No es necesario que alcance la intensidad arquitectónica de Columbus (Kogonada, 2017), pero apenas se vislumbra una relación genuina entre la protagonista y la ciudad, ni siquiera hay una sensación espacial auténtica más allá del collage de imágenes que aparece al final.
Me ha parecido especialmente débil cómo maneja Greta Gerwig las observaciones filosóficas –quizá pseudofilosóficas–, como por ejemplo cuando se equipara a Dios con los nombres que dan los padres a los hijos, como si ambas cosas fueran una especie de creencia denigrante, lo cual me parece una reflexión de una pereza mental considerable –y no soy religioso–. En una dirección similar, la epifanía final, en la que Lady Bird descubre que en realidad no odia Sacramento sino que lo ama, parte de la base de que ella le “presta atención” a la ciudad, pues según una monja es lo mismo “amar” que “prestar atención”. Esta analogía es igual de floja que la anterior. Y además es evidente que la epifanía no está fundamentada, ya que el espectador en ningún momento ha visto a la protagonista “prestar atención” a la ciudad.

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