"Los perros", de José Luis Muñoz

Por José Vaccaro Ruiz
La última novela de José Luis Muñoz nos lleva a la Sudáfrica de los años 80 del pasado siglo cuando allí mandaba Piether Botha, nariz prominente, labios leporinos sonrisa triste, mirada inexpresiva, conocido como die groot krokodil (el gran cocodrilo), defensor incondicional de la segregación racial y la supremacía de la raza blanca. Un régimen de apariencia democrática pero donde el voto de los negros no estaba reconocido, y que por aquello de la realpolitik gozó de la protección de Israel, los Estados Unidos y el Reino Unido.
Muñoz, para introducirnos en el ambiente de amenaza latente, represión, violencia, despiadado dominio de una raza, la blanca, sobre la otra, la negra, incluso del clima húmedo, caluroso e inclemente que allí imperaba, en el primer capítulo nos ofrece tres pinceladas que no renuncio a reproducir por la potencia literaria y la concisión que contienen para coger al lector del cogote y sumergirlo en la trama de donde ya no podrá escapar:
Los diarios hablaban de dos blancos que habían aparecido muertos cuando su coche se quedó sin carburante en una zona desértica de Limpopo, y de un número indeterminado de negros que habían perecido por deshidratación en una aldea de Kimberley.
Durante unos meses llovería sin cesar, pero sin que el calor amainara ni diera tregua, comenzaba un ciclo endemoniado de agua que caía a torrentes y con la misma velocidad se evaporaba, formando nubes que volvían a descargar, y así hasta el infinito.
Esa noche el señor Duncan (Paul Duncan y su familia son los protagonistas de la historia), no subió a despedir a Roger, su hijo, luego se arrepentiría amargamente de no haberlo hecho.
A partir de ahí, y en un ajustado mecanismo de relojería, va desarrollándose la trama de la novela bebiendo en las fuentes del odio, el miedo, la venganza, la soledad y el fatalismo. Una historia concisa y precisa en donde la ausencia de digresiones no da refugio ni descanso al lector, sin soltarlo hasta el desenlace.
José Luis Muñoz juega también con el vudú (que es en definitiva una forma de religión destinada a los desheredados y oprimidos para consuelo y compensación en la otra vida de las iniquidades de esta), como elemento de amparo y justificación para la violencia más extrema. Un vudú en forma de presagio que se mueve como un fantasma vengativo de principio a fin del relato en una repetida maldición que no deja lugar a dudas: “Es de fe, y yo Damballah lo digo, que la maldición del padre, y también de la madre, destruye, seca y abrasa de raíz hijos y casa”. La fe, la fe, siempre la fe del débil. A su lado el contrapunto de la aterciopelada voz de Nat Kig Cole cantando “Quizás, quizás, quizás”, un bolero hecho de dulzones lamentos amorosos, una flor de pitiminí en medio de un hediondo estercolero de dominio, odio y muerte.
Aparte de la potencia de la historia y los personajes, el lector avispado disfrutará de la medida técnica literaria que Muñoz emplea para trenzar la historia, la forma al servicio de la finalidad, la economía de personajes, la linealidad como metrónomo implacable de la primera a la última página, directo y a la cabeza. Y por fin las termitas y los perros, Tony y Rinky, como protagonistas determinantes, los supervivientes, la confirmación de que la violencia, las tarascadas, la carne abierta en canal es lo que cuenta.

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