La cortarización de las 'cosas'

 PEDRO ANTONIO CURTO.

Ante un libro como La naturaleza de las cosas, se impone una primera cuestión digamos de nombre: ¿Estamos ante una novela, un libro de relatos, de microrelatos, de ensayo, de aforismos, de poesía…? Yo diría que ninguna de esas definiciones se ajusta a lo preciso y que sin embargo algo de cada una de ellas tiene. Quizás habría que huir de una definición literaria y acercarnos a una más artística, la que se precisa como “collage”, esa pieza que podemos ver en algunas exposiciones y que mezclan en un mismo cuadro, pintura, papeles pegados, algún objeto… todo en un cierto caos, pero a la vez ofreciendo la belleza de un orden diferente, como diciendo, “existen otras posibilidades” y ese creo es uno de los principales logros del libro de  Víctor Vegas.

 En ese caos el libro comienza con una declaración de intenciones con un escrito titulado “Signos de puntuación”, en la cual un escritor se rebela contra esos signos, pues ha encontrado su propio medio y se hace insumiso a lo impuesto. Pero esto no lo acepta su editor, pues en los libros que publica, este los corrige, lo cual provoca que el autor deje a sus hijos de papel huérfanos: se niega a ver sus propios libros publicados.

Ya Antonio Machado hablaba de las piedras del camino, de esos elementos inmóviles que están ahí, fríos y soberanos, que nos miran aunque no tengan ojos y sobre todo, que nos sobreviven. Y ceo que es uno de los fundamentos de este libro, hablar de lo que está ahí, de lo que nos rodea, pero de lo que apenas hablamos, los objetos, las cosas, las sensaciones… unos visibles, otros no, pero que forman parte de nuestra existencia, incluso la configuran. En cierta manera lo que hace es redescubrírnoslas, dialogar con ellas y sobre ellas, de una forma cortazariana (y este es ante todo un libro hijo de Julio Cortázar), es decir a través del juego literario. Pues como recoge una de las citas del libro, “La imaginación es lo único que puede salvarnos”.

Con la imaginación por bandera se camina por las páginas del libro, destacan diversos juegos metaliterarios sobre la escritura, sobre las palabras, sobre personajes que se introducen en textos o sobre ese escritor que escogió convertirse en tinta, quizás la única forma de ser parte de su propia creación. Nos acercan a los márgenes, para hablar de lo que apenas se habla y no se ve, como los eructos y algunas piezas creo que hubieran gustado, por su fantasía y originalidad, a Don Julio, como la titulada “Resaca”: “Con gran esfuerzo consiguió por fin vomitar a un hombrecito del tamaño de un puño cerrado, pero poseedor de la mirada más arrogante que había visto en su vida. Solo entonces comprendió que había perdido algo más que el pudor.”

Uno de los aspectos que más me ha interesado del libro es la mirada entre escéptica y surrealista, sobre la cotidianidad y la ciudad, pues como se dice en el propio libro: “Las pequeñas batallas cotidianas, a menudo, abren silenciosas heridas en nuestra psique de difícil curación.” Así nos habla desde que el día comienza con los despertadores, hasta ese mundo urbano de las calles, que de tan vistas y usadas, apenas percibimos, para destacar algo tan maravilloso como esto: “Quizá nadie se haya detenido a pensar en el filantrópico servicio que prestan las aceras. Esas criaturas grises y duras que viven eternamente tendidas tienen una gigantesca capacidad para el sacrificio.”  Y es que quizás para eso sirva la literatura, o más bien un cierto tipo de literatura, la que Gilles Deleuze y Félix Guattari definían como una literatura menor, pero para explicar una de las literaturas para mí, más grandes, la de Franz Kafka. Una literatura que a través de lo micro, fijándose en los engranajes, en los pequeños elementos apenas inadvertidos, nos descubren grandes cosas, por lo general desde la intemporalidad. Y hablando del tiempo, una reflexión final, sobre una cuestión que es una de mis viejas obsesiones, el paso del tiempo, a la que Marcel Proust dedicó una enciclopedia y Víctor Vegas define en unas líneas: “Según sus tutores, ningún reloj ha superado el resentimiento al hombre a causa de la rutinaria e inútil tarea que este encargó a su género: la medición del tiempo.»

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