El escritor y su curiosidad

Manías y supersticiones

Que un escritor ha de ser juzgado por la calidad de sus obras es una obviedad que no merece ser comentada. Por tanto, no voy a entrar en ese tema, que sabios tiene la iglesia con conocimientos más que demostrados a la hora de opinar y dar razones sobre la literatura de unos y otros.
Lo que sí tiene es vida más allá de su trabajo: come, bebe, duerme, sueña, se equivoca, se envanece, la pifia… Nace, crece, se reproduce (a veces), muere. Una persona como cualquiera otra, con sus querencias, sus fobias y sus filias, sus manías, sus rarezas. De esto quería hablar, precisamente. De aspectos humanos poco conocidos y que, en ocasiones, nos permiten una perspectiva diferente sobre la persona que escribe, sobre el genio o sobre el artesano. Hasta qué punto son obsesiones o costumbres extravagantes y caprichosas o producto de algún desequilibrio lo dejo a la ciencia de otros sabios, los de la medicina. Lo que no vamos a hacer, por supuesto, es untar los artículos con salsa rosa ni descender a intimidades que pertenecen solo a ellos.
A juzgar por el número de escritores conocidos que cargan en su mochila con una o más manías, pocos son los que se libran de esta especie de amuleto. ¿Y si fuera un remedo de antena mágica con capacidad para captar el soplo de las musas? ¿Y si fuera un rito imprescindible para la necesaria concentración en el trabajo? Hasta qué punto son simples manías, extravagancias o caprichos que dan un toque diferenciador sin caer en lo kitsch lo dejo a la opinión de cada cual. Los hay para todos los gustos. Vean, sino: Graham Greene escribía con lápiz y Faulkner sobre papel azul. Para Günter Grass era inseparable su pluma Montblanc y a Dostoievski, que tenía miedo a la oscuridad y sufría manía persecutoria, escribía (o dictaba sus textos) de forma compulsiva, andando de un lado a otro de la habitación. A Neruda le gustaba escribir siempre con tinta verde y John Steinbeck trabajaba con lápices redondos, para que sus aristas no se le clavaran. Marcel Proust era un auténtico hipocondríaco, tenía miedo a la asfixia y escribía siempre tumbado. Para evitar un ataque de asma, decía. En Henry Miller, sin embargo, solo la incomodidad hacía volar su imaginación.

En otras ocasiones, estas manías parecen formar parte de un ritual. ¿Cómo llamar, si no, la presencia de una flor amarilla sobre la mesa, sin la cual García Márquez no escribía una línea? Cien años de soledad no fueron suficientes para borrarle supersticiones como la ya comentada. O la máquina de escribir de la misma marca y tipo de letra. O el papel en blanco de 36 gramos, tamaño carta.
Otro elemento me llama poderosamente la atención sobre algunos escritores de fama; la vestimenta. No falta quien sitúe este tema en el terreno de las extravagancias, excentricidades para llamar la atención de los amigos y conocidos, rarezas con toque de distinción en el vuelo. Que Alejandro Dumas vistiera una sotana roja para escribir o el conde Buffon lo hiciera vestido de etiqueta y con la espada al cinturón no tiene mucha relación con la escritura o las famosas musas, creo. Balzac cogía la pluma durante horas y horas tras ponerse las ropas de monje y tomar café como único alimento. John Milton escribía envuelto en una capa vieja. ¿Hay quien dé más?
 
¿Qué decir con respecto al trabajo? A. Burgess escribía unas 300 palabras cada día, metódico como él solo. Pero los ha habido prolíficos. Asimov trabajaba 8 horas cada día, 7 días a la semana, sin festivos. O Stephen King, que se levanta a las ocho y media y cuyo ritual incluye música y un orden estricto con los papeles. Lo de Marukami también es de nota: a las cuatro de la mañana ya está levantado, hace deporte, lee, escucha música y escribe seis horas diarias. Aunque pocos superarán al autor de Parque Jurásico, Michael Chrichton, un auténtico workalcoholic, un adicto al trabajo cuya única obsesión era escribir y escribir. Ese era el lugar donde encontraba a las musas; o quizá fueran las musas quienes tropezaban con él
Los hay que las buscan en un determinado ambiente, quienes necesitan un sonido que les haga sentir su pertenencia al mundo, un fondo musical suave y casi plano, un gorjeo de pajarillos al fondo del pasillo. Para otros, por el contrario, resulta imperioso el silencio más extremo para poder trabajar. Rosseau, por ejemplo, se retiraba al campo para escribir y hasta los pajaritos le resultaban molestos; Montaigne se encerró en una torre, en soledad absoluta, para escribir sus Ensayos.

Cerramos el recorrido de curiosidades con un último paso hacia lo insólito, lo estrafalario y lo estrambótico. Lord Byron llevaba trufas en el bolsillo –por el olor, decían, que provocaba la inspiración de sus versos-. O Hemingway, en cuyo bolsillo había una pata de conejo raída. Los hay, sin embargo, de compañías más usuales y, a la vez, más peligrosas: para Margarite Duras, el mejor compañero era el whisky, que le daba la sensación de escribir en un bar; lo mismo que a Sartre, que necesitaba ruido, tabaco y alcohol.
Ah, los escritores, sus musas, sus manías, y sus locuras….
 
Antonio Tejedor García
 

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