Patrick Modiano y la porosidad del tiempo

ÓSCAR P.

Vilhelm Hammershøi – ‘’Las ventanas altas’’ (1913)

Una buena introducción a Modiano sería decir que cada uno de sus libros aspira a cualquier cosa menos a ser un best seller. Y es que Modiano apenas hace algún esfuerzo en intentar proyectar una sensación de ‘’tensión narrativa’’: los suyos no son libros a ser devorados con impaciencia. Más bien, en ellos la trama se dispersa por los recovecos, calma y vaporosa, fluyendo del pasado criminal de uno de sus personajes al extraño ángulo en que la luz cae sobre la faz de una mujer desconocida; del odio a los progenitores al andar temeroso de un anciano en el metro; de la belleza del rio Sena al suicidio de la amada; de lo particular a lo general, en fin, y vuelta a lo particular, pero es que en la obra modianesca tal suerte de distinciones y jerarquías lógicas se difuminan. En ella, pasado y presente se funden en una masa amórfica de detalles, vislumbres y comentarios.

Tal amalgama, masiva e intemporal, se presenta indiferente, anárquica, ajena a los diferentes departamentos en que nosotros nos hemos esforzado en organizar el tiempo (años, meses, semanas: toda esa mentira). Lo mejor que puede hacer el lector que pose sus ojos en una novela de Modiano es, pues, dejarse llevar por tal colusión de irregularidades temporales. Y es que el sentido de tales novelas no se haya en las acciones de los personajes y su lógica, es decir, en cómo éstas van enhebrando una ‘’historia’’, una ‘’trama’’; más bien se haya en cuestionar la posibilidad de una historia, la posibilidad de una trama. Intentaré que esto se entienda a lo largo del artículo.

Modiano escribe siempre lo mismo. Él no escribe novelas, en plural: él hace variaciones de la misma novela, una y otra vez, escribiendo y expulsando de sí la inquietud por la porosidad del tiempo, su indefectible debilidad. Ese núcleo, esa inquietud por el pasado y su liquidez, irradia cada recoveco de su obra, y Modiano prueba de apaciguarse con una producción que, aunque no desaforada, si que podríamos tildar de insistente, obsesiva.

El pasado. Sin duda éste ocupa la centralidad de toda su obra, de sus obsesiones y personajes. Y es que el pasado es grácil; nosotros, inmersos en los quehaceres cuotidianos de la vida, pensamos que éste está naturalmente recluido en sus fronteras ‘’dejadas atrás’’ pero, sin embargo, es terriblemente vaporoso y, muchas veces, sin que podamos llegar a darnos cuenta, invade nuestra mente, la obnubila con sus actos no cerrados, con sus personajes no desaparecidos, con sus palabras aún hoy (¡tantos años después!) no silenciadas (nutritivas, coloreadas, vívidas: la memoria es la antítesis del silencio). Modiano trabaja justamente sobre esa monstruosidad de pasado que anida en nosotros orgánica, pacíficamente. Lo atiza, lo revive, se sumerge en él. Y eso implica, quieras o no, recrearlo, forjarlo, darle otra vida. Porque esa es una peculiaridad del pasado: que aunque todos reconocemos su absoluta realidad en tanto que algo acabado de nuestra vida, a su vez se forja una y otra vez en las manos de nuestra memoria que, al trabajarlo, poco a poca lo deforma y lo hace más suyo. Así, el pasado nunca ha terminado del todo. Siempre crea nuevos afluentes que acabarán derramando en nuestra psique y, así, en nuestras emociones y comportamientos consecuentes (un bar o una canción que nos arrastran súbitamente a un recuerdo, una ausencia que nos evoca la fluidez de la nada, el tono de una luz que rasga el presente).

Abrimos La hierba de las noches. Comienza así. <<Y, pese a todo, no lo he soñado. De vez en cuando me sorprendo diciendo esta frase por la calle, como si oyera la voz de alguien más. Una voz átona. Me vienen a la cabeza algunos nombres, ciertos rostros, ciertos detalles (…)>>. La voz átona. ¿Nunca has sentido esa sensación de que, ante la brutal realidad de un pensamiento, ya sea un recuerdo o una imaginación, lo que sea, entonces paradójicamente la realidad, lo que realmente tienes ahí delante, lo que te habla, lo que te toca, lo que está ahí, aparece más bien velado, más bien átono? En esto se ven inmersos los personajes de Modiano una y otra vez. El presente es una representación soñolienta que sólo sirve para confundir de esa vida auténtica que es el pasado. <<Aquel domingo por la tarde acabé persuadiéndome de que el tiempo es inmóvil y que si de verdad me escurriera por lo brecha lo reencontraría todo, intacto>>. El tiempo está ahí, como dispuesto en un bloque que podemos deformar y penetrar, como un todo en el cual estamos y podemos pasear tranquilamente, ora dirección pasado, ora dirección presente. <<Detrás de los vidrios, la habitación está vacía, pero alguien ha dejado la luz abierta. Para mí no ha habido nunca ni presente ni pasado. Todo se confunde, como en esta habitación vacía donde brilla una luz, cada noche>>. Sólo hay que esperar a que aparezcan esas brechas que se abren en nuestro engarzado presente, cuando algo de nuestra realidad nos sugiere un pasado tan erótico que nos quiebra la conciencia; déjate entonces llevar por las mieles de lo que ya fue, déjate escurrir por esa grieta. El presente no te proporcionará mejores dulces.

El pasado secuestra pues a nuestros personajes modianescos, con todos sus pasillos movibles, sus muebles polvorientos y un París lejano, cuasi mítico, bien lejano de aquél del presente, azotado al son de la modernidad y sus veleidades. Algunos personajes pasean por el París presente, el París átono, y en él no ven más que reminiscencias, aromas, fantasmas. Absolutamente indiferentes a las luces y al espectáculo, se recluyen en la buhardilla de sus memorias proyectantes. Ahí ese bar en el que conoció a alguien, ahí ese piso en el que vivió de joven. La vida que se desarrolla en el presente es, en la obra de Modiano, una futilidad. Algo insignificante, un hilo frágil. Algo que está porque debe estar, porque está. Pero es en el pasado donde podemos sentir que hemos tenido algo a lo que podemos llamar vida. Con sus sustratos y sus ebulliciones; con sus sintonías y sus desgarres, con sus desarraigos y sus contradicciones. El pasado se ramifica constantemente y luego se reúne de un soplo, se desvanece y a la vez se crea, se sustenta y se destroza. Tú crees jugar con él, pero en realidad éste juega contigo; flota en ti, masa holística, y crea tus imágenes, de ti y del mundo; te escribe, te lee, te calla y te duerme; te mece en sus escenarios cuasi míticos, te deja jugar con las flexibilidades de su guión, y tú que te hundes bien profundo en él y, mientras, contemplas de reojo un presente átono. Pasado: poesía inconstante.

Pero en medio de esta marea del pasado, holística a la par que sin sentido, el hombre necesita de puntos fijos para no perder el sentido común: necesita de piedrecitas que le guíen en el remontarse hacia los albores. De ahí entendemos que el protagonista de La hierba de las noches recupere una extraña y modesta libretita en que apuntaba, años atrás, diferentes cosas. Cosas absolutamente anodinas (imágenes, direcciones a menudo azarosas, nombres, descripciones faciales; <<también hay centenares de pequeños anuncios, copiados de los periódicos. Perros perdidos. Apartamentos amueblados (…)>>) pero que, sin embargo, en la lejanía del presente que mirará hacia atrás, se convertirán, quizás justamente por su descarada fragmentación, en las sendas por las cuales discurrirá ese recordar del protagonista, quien jugará a entender, pero nunca entenderá el juego.

Tales puntos fijos son una constante en la obra modianesca. Libretitas, apuntes, nombres de calles… Los personajes dejan miguitas de pan para no desvanecerse del todo en la niebla, marcas de tinta para agarrarse a pequeñas verdades, rinconcitos donde cobijarse y calentarse, siempre de paseo por calles de París. <<Estás solo, atento, como si quisieras captar las señales de Morse que te envía, desde muy lejos, un corresponsal desconocido>>. La mayoría de tales señales se perderá para siempre. Son demasiado fragmentarias, han quedado completamente desgajadas de cualquier otra pista, recuerdo, cualquier otra realidad superviviente. El protagonista mira esos apuntes, como si de su disposición como objeto y de su lectura apresurada pudiera sonar súbitamente una sinfonía del pasado. Pero cuando lo buscas, el pasado se escurre de las zarpas patosas de la conciencia. Nada libre por el éter oscuro de lo pre-consciente, desplegando una libertad desconocida para los hombres. Los recuerdos son las ninfas de la psique. Un juego desastroso.

El pasado, la voz átona, las pistas que hablan en código Morse… ¿y qué hay de nosotros, los humanos? El ‘’protagonista’’ de La hierba de las noches mira a Dannie coqueteando con un hombre en un bar: <<llegó un punto en que no podía distinguirle la cara bajo la luz demasiado fuerte y demasiado blanca del fluorescente. No era sino una mancha luminosa, sin relieve, como en una foto sobreexpuesta. Un blanco>>. Las cosas existen, sí, ¿pero hasta qué punto? ¿Hasta qué punto es seguro ese recuerdo que me rasga y me martiriza por las noches, antes de ir a dormir? ¿Hasta qué punto puedo esperar algo de la vida, esa ventana que, iluminada, con presencia innegable, engendra un vacío? No hay épica alguna; hay paseos, borrones, distorsiones. Hay vida de seres humanos que, como humanos que son, titilan al soplo del tiempo, se desdibujan, se recrean, envejecen. Dannie es una silueta confusa que traviesa toda La hierba de las noches.

Va con el protagonista a distintos cafés, se cuela en casas, recibe el correo en una oficina que no es la de su barrio. Y no acepta dar respuestas. Su historia se pierde en una borrosidad impenetrable. Simplemente está ahí, con su presencia, con su misterio. El protagonista no es mucho mejor; gira sobre sí mismo y, a otro nivel, gira sobre toda su propia vida, pues gira alrededor de su historia, y su pasado y su presente devienen planos que se superponen y se acoplan constantemente, que fundan una nueva realidad yuxtapuesta a la nuestra, como placas tectónicas que, al chocar, se elevan sobre la mediocridad del tiempo, creando sus cordilleras atemporales. Toda novela de Modiano se podría entender como un monólogo ditirámbico de un protagonista instalado en tales alturas atemporales, paseando indistintamente por los pasillos que unen las parcelas del tiempo, nostálgico quizás de tener una relación más simple, más orgánica con éste. Las novelas de Modiano resiguen la topografía de tales cordilleras, terrenos vírgenes de temporalidad, huertos de la nada, meros mapas de añoranza sosegada.

Y la lectura de tales materiales es una experiencia placentera. El lector encontrará una reflexión sutil y elegante sobre el tiempo y el curso de nuestras vidas. La de Modiano es una obra humilde a la par que grandiosa. Sin más: hay que leerla.

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