La historia de las mujeres que marcaron mi vida, de Shirley Arias Ribera

 

Esta semana Los relatos de Culturamas os ofrece un conjunto de retratos de mujeres y, también, de hombres. Un álbum familiar que contiene la inocencia alborozada del descubrimiento que se experimenta en la infancia, fragmentos de dolor y la esperanza que despiertan los cambios. ¡Disfrutad de la lectura!

 

 

La historia de las mujeres que marcaron mi vida

Shirley Arias Ribera

 
 

   La historia está llena de mujeres extraordinarias. Mujeres de todos los siglos y lenguas, aquellas que desde lo oculto colaboraron con gestas libertarias, aquellas que defendieron los derechos de ser tratadas de forma igualitaria, aquellas que fueron pioneras en campos de la ciencia “reservada sólo para los hombres”; las que con su arte cautivaron a generaciones, las que están en las universidades, en los congresos, en las plazas, en los hospitales, en la fuerza pública, en las calles…en fin, mujeres que han cambiado el rumbo de una época.

   A pesar de todo eso, estas líneas no pretenden ser una propuesta sobre las mujeres y su contribución histórica, es más bien el colorido relato las mujeres que marcaron mi vida, de sus aguerridas luchas, sus encuentros y desencuentros, sus temores, sus éxitos y fracasos; la historia de sus aprendizajes y de su maravillosa experiencia de vivir. ¿Por qué leer mi historia?, porque quizá amiga mía, de algún modo incomprensible y si quieres mágico, puede acercarte a tu propia historia.

   Aunque suene redundante, ya no recuerdo cuando empezaron los recuerdos sobre mi infancia, corriendo por el patio empedrado, persiguiendo al gato gris de mi abuela, que me esperaba quieto cuando me faltaba poco para alcanzarlo, sólo para burlarse de mí y emprender una frenética corrida hacia el techo de los vecinos; o encaramándome sobre el ropero donde ella guardaba las mantecas de cacao envueltas en papel aluminio y que desleía para darlas como su infalible medicina para la tos. Era un verdadero espectáculo verla regar sus geranios, cuyos brillantes colores, matizaban el balcón del piso donde vivíamos; mientras les silbaba una canción. No pocas veces me pareció que el viento movía las flores, al mismo compás que ella marcaba.Una mujer extraordinariamente fuerte, no físicamente. Menuda, de ojos grises y mirada serena, de hablar pausado y profundo. Ella fue quien me ayudó a entender el significado de la palabra resiliencia, aunque difícilmente podría haberlo escrito, ya que sus conocimientos sólo le permitían leer unas cuantas líneas de la biblia y escribir su nombre como firma.

   Las escaleras que conducían al piso, luego de un largo día en la escuela, me parecían interminables…cuando por fin llegaba hasta ella sin aliento, le contaba atropelladamente, lo que María, Lucía o Juan me habían hecho ese día, los errores en el ejercicio de matemáticas, que, dicho sea de paso, nunca fue mi materia preferida, el calor que sentía mientras lonchaba o las difíciles, por no decir imposibles, tareas que tenía para el día siguiente. Con mis escasos seis años, ¡mi vida estaba condenada al aburrimiento! “Abue, hoy ha sido un día terrible, solía empezar, y ella dejando todo lo que tenía en sus manos, se volteaba y me miraba diciéndome: haber cuéntame…”; ese momento era extraordinario, todo se detenía para poder explicarle mis conflictos existenciales y luego la experiencia más interesante y al mismo tiempo desafiante: “escuchar sus opiniones”. Encontrarme cada tarde con mi abuela al regresar de la escuela, era mágico.

   No recuerdo oírla decir jamás un ¡qué horrible!; ¡qué situación más desgraciada!, ¡ya no se puede hacer nada! al contrario; fruto de la experiencia, me miraba serena y empezaba: “cuántas cosas has aprendido hoy”, “que todo te salga al revés de lo que planificaste significa que tienes la oportunidad de adaptarte y empezar de nuevo”, “que esa niña no te hable, te hace comprender el valor de las relaciones humanas y todo lo que debemos desarrollar para llevarnos bien con los otros”; “que puedas percibir el calor, significa que estás viva…y debes dar gracias por eso, hay muchos que no tienen o han olvidado la capacidad de sentir” es que ¡no había situación humana sobre esta tierra que a ella le robara su paz y alegría! Años después, supe del desarrollo de teorías y hasta propuestas terapéuticas que tomaban sus ideas; pero lo que hasta hoy es más impresionante para mí, es que yo lo escuché y lo aprendí de mi abuela, una mujer de campo, sencilla, sin instrucción, pero de una sabiduría inagotable.

   Ella abonó en sus hijos, al igual que en sus geranios, la esperanza de días mejores, la vida siempre sale adelante decía, eres capaz de transformarlo todo, sólo ten paciencia. Y quizá mi aprendizaje más significativo con ella fue el hecho de dar gracias por ser mujer. “Que nadie te haga sentir jamás pequeña e indefensa” tu fuerza radica en la capacidad de volver a levantarte, de empezar de nuevo cuantas veces haga falta, de llorar si lo necesitas, para luego secar tus lágrimas y pelear con más fuerza.

   Mi abuelo fue otro asunto, podría decir que fue el vivo ejemplo de los legados culturales y transgeneracionales que se insertan al interior de la familia, sin que puedas alcanzar a percibirlos. Criado con muchas limitaciones, era un hombre recio, más bien callado y analítico; hasta cuando intentaba hacerme cosquillas resultaba tosco. Había aprendido a relacionarse desde la imposición, a confiar sólo en sí mismo y no esperar la ayuda de nadie. Ahora que lo pienso, aún me resulta desconocido ¿cómo pudo mi abuela casarse con él?

   Solía decirme: “No hay más amigo que Dios y eso es evidente, el más amigo es traidor y el verdadero miente”. ¿Cómo podía convivir con los demás?; ¿qué esperaba de la vida? Durante muchos años, juzgué sus actuaciones, sin conocer la historia de vida detrás de él. Huérfano de padre, fue literalmente vendido por unas cuantas monedas a su padre de crianza, quien lo compró para darle una mejor vida, ya que su madre biológica, no podía hacerse cargo de él. Era tan pobre que apenas y le alcanzaba para su subsistencia. Eso marcó profundamente a mi abuelo, recuerdo haber visto escapársele alguna que otra lágrima, cada vez que leía el viejo, amarillento y casi ilegible contrato de su compra y venta. Sus padres adoptivos le dieron estabilidad económica y la posibilidad de aprender un oficio: la construcción; pero no alcanzaron a cubrir todos los vacíos emocionales que la separación de sus padres dejó. Volvió a ver a mi bisabuela, “Doña Luisa”, muchos años después, la anciana de blancos cabellos, casi no podía hablar ni moverse, fruto de la enfermedad que padecía. Pero sus grandes ojos brillantes, siempre intentaban pedir perdón. Las consecuencias fruto de las decisiones que algunas mujeres debieron tomar, las acompañan toda su vida. ¿Y quién puede juzgar? ¿quién tiene la capacidad de no equivocarse? Todas las experiencias son aprendizajes, a veces, muy dolorosos.

   Antes de que ella muriera, y por idea de mi abuela, mi abuelo logró reunir y reconocer a sus hermanos, sus nuevos apellidos hicieron difícil la tarea y aún no sabemos a ciencia cierta si se pudo contactar con todos sus sobrinos. El día que regresábamos del entierro de “Doña Luisa” mi abuelo exclamó casi como un suspiro: “espero que descanse en paz”.

   Cuando llevas mucha basura por dentro, en algún momento la vuelcas sobre aquellos que están más cerca. Mi abuelo golpeaba frecuentemente a su hijo menor, el único que permaneció con él hasta el final; y poco después de eso entraba en una fase de arrepentimiento y lo complacía en todo lo que pidiera. Resultaba angustiante y confuso no saber qué sucedería al día siguiente. Ni los vecinos se escapaban de sus gritos, y era una afrenta terrible pretender llevarle la contraria.

   En fin, mi abuelo era la violencia personificada. Pero ni él ni yo, sospechábamos siquiera, la insondable capacidad del ser humano para cambiar, para desarrollarse, para ser mejor, a partir de las situaciones que nos plantea la vida. Una de las escenas más traumáticas que recuerdo haber presenciado, fue aquella en que tomó un palo de escoba y lo rompió en la cabeza de mi abuela, estaba furioso y no dejaba de gritar. En casa sólo estábamos él, mi abuela y yo. Todavía no sé cómo llegué hasta la cabeza de mi abuelo y empecé a darle golpes tan fuertes como mis pequeñas manos me lo permitían, mientras le gritaba: “eres un monstruo”, “no te quiero”, “déjala en paz”, “te voy a matar, no quiero ser como tú”. Con un rápido movimiento me apartó de su cuello y me puso en el suelo; yo lo miraba con rabia, entre las lágrimas que no paraban de brotar de mis ojos. Todavía tengo grabada su expresión y su reacción al verme, fue como si despertara de algún trance, como si mi imagen le ayudara a volver a la realidad y llorando me dijo: ¡tienes razón!, ¡perdóname! Y esa fue la primera vez que lo escuché de sus labios. ¡Lo paradójico era que no se lo dijo a mi abuela, que ensangrentada se había sentado en una silla mientras intentaba limpiarse, sino que me lo dijo a mí… una niña de siete años!

   La lucha de mi abuelo por cambiar fue larga y hubo más de un revés, pero sé que en verdad lo intentó, que en el fondo, él tampoco quería ser así, que es difícil ver como alguien puede ser al mismo tiempo el victimario y la víctima y sobre todo que, si de verdad lo decides, es posible crear una nueva historia, no borrar el pasado, eso es absurdo y si se pudiera, no sería una buena decisión, pues son tus historias, tus experiencias, tus alegrías, tus miedos, tus frustraciones, tus fracasos y tus éxitos, lo que te hacen ser tú.

    Ver a mi abuelo cuidar de mi abuela, en los últimos años de su vida, fue enternecedor, no escatimaba en atenciones y cuidados para ella; lejos había quedado nuestra experiencia con el palo de escoba; la misma fortaleza que tenía para dañar, ahora se había convertido en capacidad de ayuda y solidaridad. Fueron muchas las charlas y muchas las heridas que él tuvo que sanar, interminables sesiones que le abrieron la oportunidad de decidir quién quería ser y la profunda fortaleza de mi abuela para acompañarlo en ese camino.

   Fue cuando un nuevo vecino del viejo barrio, donde viví alguna vez, se me acercó y me dijo, su abuelo es un “santo”, “una persona dulce y encantadora” cuando comprendí que mi abuelo al fin lo había logrado. Yo sólo sonreí, no quería desmentir la imagen que él tenía de mi abuelo y, en cierta manera, el conocía a un hombre diferente del que yo recordaba. Lamentablemente las historias reales no terminan en fondos rosa y en perfecta armonía; todo el maltrato que sus hijos e hijas y sus nietos mayores habían sufrido en algún momento, todavía siguen haciendo mella, aun cuando él lleva muchos años de muerto. Espero que, en algún momento, mis tíos y mi madre puedan desprenderse de la dura carga puesta sobre sus hombros y decidan liberarse para construir mejores historias, como lo hizo mi abuela.

   En mi casa vivían mis padres, mis hermanos, mis abuelos, mi tío, un gato y yo. Era un espacio grande y con muchos lugares misteriosos para explorar, como el cuarto de mi tío, donde podía encontrar tesoros invaluables: cajitas de cartón, restos de plastilina, lápices de colores, marcadores, algunos bocetos y monedas. Él estudiaba arquitectura y realmente tenía un talento especial para el dibujo. Las paredes coloridas de su cuarto me inspiraban a inventar historias de piratas, de hadas y hasta de brujas. Mis mágicas experiencias acabaron cuando él me descubrió y cambió la cerradura de su puerta.

   Afortunadamente mi amor por descubrir “otros mundos” nunca se ha agotado, así que encontré otras formas de divertirme. Aprendí a bailar el trompo, a jugar con las bolillas, a trepar y atrapar grillos para lanzarlos a los viandantes que distraídos caminaban por la acera; y hasta dar golpes cuando otros chicos querían quitarme el carro de madera que mi madre nos había construido a mis hermanos y a mí. Cuando estás rodeada de varones, incluyendo a tus hermanos, ¡toda tu vida es diferente!

  Estoy convencida que fui el tema de conversación de mis vecinas durante mucho tiempo y más de una, aconsejó a mi madre que me guiara por buen camino… Afortunadamente mi madre sabía que mis juegos no definían quien era o quien quería ser y que los prejuicios pueden dañar más que los golpes. Para descanso de mis vecinas poco a poco fui haciendo “cosas de niñas”; sin embargo, debo confesar que aún hoy, con más de cuatro décadas, me agrada jugar, trepar y vivir aventuras, y que me es más fácil integrarme con los chicos que con las chicas. Y eso no ha mermado de manera alguna mi identidad como mujer y madre.

   Creo que Néstor fue una de las razones por las cuales a mis diez años quise peinarme y usar vestidos. Me gustaba verlo salir a andar en bicicleta y cómo me sonrojaba cuando su mirada se cruzaba con la mía. Aunque parezca extraño, jamás hablamos y cuando al fin se decidió a hacerlo; yo debía cambiarme de casa, al otro lado de la ciudad.
Mi abuelo había organizado una fiesta de despedida que coincidió con mi cumpleaños. Todos en la familia estaban extrañados, pues él no había celebrado el cumpleaños de ninguno de sus siete hijos; pero las buenas intenciones a veces no son suficientes, él invitó a todos los amigos del barrio, incluyendo a Néstor, decoró el salón con figuras de bebés y hasta compró gorritos infantiles que obligó a los asistentes a ponérselos en la cabeza. La torta tenía forma de muñeca y hasta las canciones que colocó en el viejo tocadiscos eran para niños más pequeños. Fue su forma de decirme lo mucho que me quería y lo difícil que resultaba para él verme crecer y partir. En el álbum familiar, aún se conservan las fotos en las que tengo una mueca en vez de sonrisa. Hoy sé que la inmadurez de la adolescencia, puede cegarte y no dejarte ver las cosas esenciales.

   Llegar a un nuevo barrio fue otra aventura. Me parece ver a mi madre con un pañuelo rojo en la cabeza, pintando las paredes del color que ella había escogido y a mi padre cargando los muebles de un lugar a otro, hasta que mi mamá decidiera definitivamente dónde ponerlos. Era curioso verlos trabajar juntos en las tareas del hogar; pues mi padre no sabía cómo poner un clavo o hacer una instalación eléctrica, cosas que mi madre había aprendido desde muy pequeña porque asistía a mi abuelo en la construcción de casas.

   Mis hermanos y yo disfrutamos mucho de los nuevos vecinos, del señor de terno al que le gustaba que lo llamaran abogado, de doña Julia, que hacía deliciosos dulces cada fin de semana, de don “Nolo” que se sentaba a jugar cartas todo el día, mientras oía a intervalos los gritos de su mujer, de la pareja de esposos jóvenes que siempre tenían una sonrisa y que con el pasar del tiempo se convirtieron en mis padrinos de comunión, y hasta de doña Asunción, la cual había ganado merecidamente el apodo de bruja, pues todo juguete o pelota que pasaba la cerca de su jardín, estaba condenado a desaparecer. Sus vestidos largos y negros y los ruidos extraños en su casa, que siempre permanecía a oscuras, no ayudaban en nada a desmentir nuestras teorías sobre sus malignos poderes.

   El cambio fue sustancial, la nueva escuela nos imponía otros retos. Afortunadamente, mi maestra María Esther supo ganarse mi cariño y confianza; hay profesores que marcan indiscutiblemente tu vida, ella era una de esas. Me animó y me enseñó toda clase de cosas: historia, geografía, lenguaje, ciencias y hasta fue mi terapeuta en momentos difíciles. Había empezado mi amor por nuevas aventuras: estudiar y leer. Sus palabras de aliento y su sonrisa era la motivación para hacer mis tareas; eso y frase inspiradora de mi madre: “sólo el estudio te convierte en mejor persona”.

   De alguna manera entendí, el valor del esfuerzo y la satisfacción del deber cumplido. Mis calificaciones fueron muy buenas y me dieron la oportunidad de ganar premios y reconocimientos; pero más allá de eso, trazaron mi futuro; ya sabía lo que quería hacer: ¡enseñar!

   Me sentaba en el patio de la escuela con algunos de mis compañeros para ayudarles con sus tareas, todas menos las de matemáticas, hasta ahora no sé cómo no suspendí esa materia en el colegio y en la universidad. Era todo un espectáculo verme tratando de explicarles la clase, eso le decía mi maestra a mi madre; porque dados mis escasos cien centímetros y mis 30 kilos, resultaba jocoso verme rodeada de quienes me aventajaban con estatura y grosor.

   Llegar al colegio significó para mí una época de grandes cambios, no sólo en el estudio sino también en todas las áreas de mi vida. Ingresé a un colegio particular sólo de señoritas, al que me adapté muy bien, hasta que las circunstancias económicas obligaron a mis padres a cambiarme a una institución pública, para cursar bachillerato.  Fue allí donde descubrí el significado de la exclusión social. Mis compañeros y compañeras de la misma edad que yo, pasaban por situaciones económicas muy difíciles, que les hacía trabajar después del colegio y los fines de semana. Llevaban lunch dos o quizá tres veces por semana, pero era inspirador ver que todos lo compartían.

   Mis cuadernos forrados eran la envidia de mis compañeras, las cuales a duras penas tenían un cuaderno, a veces “reciclado”. Yo tenía el privilegio de llegar a clases en el taxi de mi papá, cuando muchos de ellos debían hacer travesías de más de una hora en bus y salir muy temprano para alcanzar la formación con la que empezábamos la jornada de clases. Conocí a seres estupendos y como mi abuela decía: “aprendí más sobre las relaciones humanas”.
Durante estos cambios nació mi tercer hermano. Juan José llegó inesperadamente a mis catorce años, revolucionando todo en casa, incluso la salud de mi madre. ¿Hasta cuándo le va a crecer la panza? ¡parece que va a reventar! Eran los pensamientos, que jamás llegué a expresar.

   Juan marcó otra etapa en nuestras vidas, pues la empresa en la que trabaja mi mamá, recortó el personal y la despidió, dejándonos sin esa entrada de dinero. Por otro lado, su condición le impedía, por el momento, conseguir otra plaza de trabajo. Ella salió, quedándose sin atención médica del seguro, para su próximo parto.

   Fueron días duros para mis padres, que sólo pudieron ser superados con el nacimiento de JJ. Era un niño grande, delgado, de piel canela como mi papá, solía jugar con pequeñas cajas de cartón a las cuales su asombrosa imaginación transformaba en carros.

   Todos los privilegios que hasta entonces habíamos conocido, desaparecieron… Poco a poco la situación económica fue empeorando, tanto que JJ nunca conoció los pañales desechables, las compotas, la leche de tarro o la cuna decorada. Pero gracias a él fuimos testigos de las más asombrosas capacidades humanas: la unión, el apoyo mutuo y la creatividad femenina.

   Mi madre transformó sus sábanas en pañales y unos cuantos tablones de madera en una cuna. Yo aprendí a hacer “coladas nutritivas” y a cantar canciones para lograr que JJ se durmiera. Mis hermanos aprendieron a despertarse en las noches por los llantos de Juan y se titularon de “hermanos mayores” con el deber de enseñarle todo acerca del mundo.

   La cercanía entre JJ y Pablo, mi hermano de nueve años, fue inmediata; aunque sigue siendo tema de discusión, hay lazos entre hermanos que son más fuertes que otros.

   Esteban por su parte, pretendía hacer su pequeño pelotón conformado por Pablo y Juan José; lideraba sus travesuras y hasta a veces, los culpaba por las consecuencias de lo que él había planificado. A sus doce años, él tenía la capacidad innata de organizar y convencer. Flaco, alto, con el rostro lleno de pecas, distaba mucho de los otros dos; recuerdo más de una ocasión, en que, al vernos a todos juntos, nos preguntaban si teníamos el mismo papá y la misma mamá, no hay duda que la genética es caprichosa.

   Una vez más nos cambiamos de casa, a un barrio más alejado de la ciudad, con la esperanza de empezar otra vez, que el dinero fruto de la venta de la casa anterior pudiera mejorar nuestra condición. Esta vez la adaptación tomó un poco más de tiempo. Las calles llenas de lodo y los mosquitos, fueron los primeros en darnos la bienvenida. Sólo teníamos dos vecinos y la mayoría de los terrenos alrededor estaban atestados de montes y empozados de agua. El color verdoso de las aguas putrefactas, le daban un aspecto tenebroso al sector.

   A pesar de todo, mi madre conservaba su alegría, o nos lo hacía creer. Esta vez no hubo pintura ni cerámica en los pisos, nuestra casa no estaba enlucida y el color naranja de los ladrillos, la hacía parecer vieja. No teníamos ventanas, pero mi padre puso un par de tablones cruzados para intentar disimular los agujeros y lo único que consiguió fue quitarnos luz. Las cañerías del baño no estaban concluidas aún, así que debíamos usar un improvisado servicio higiénico que colocaron en la parte más alejada del patio. Poco después descubrimos que no había conductos de agua servida en aquel lugar, por lo tanto, era preciso construir un pozo séptico. Tampoco había agua por tubería, así que construyeron una cisterna que llenábamos cada quince días.

   Convencer a los tanqueros para que lleguen a nuestra casa, era toda una hazaña. Hasta entonces, nosotros no conocíamos lo que era cargar agua en baldes para realizar las cosas básicas: cocinar, bañarse y limpiar el servicio luego de usarlo. Mi madre estableció turnos para cada uno, hizo un horario para que todo resultara justo, los lunes Esteban cargaba agua, los martes yo lavaba los platos, los miércoles…

   Ella intentó que todo fuera más fácil, cosió una “casa de tela” semejante a un toldo, quitó las piedras del patio, emparejando el suelo lo mejor que pudo, colocó una estera encima, sembró un árbol de mango y nos vendió la idea de que era nuestro campamento. Disfrutamos mucho de nuestras aventuras al aire libre. Escuchar sus historias sobre fantasmas, brujas y cosas de otros mundos, resultaba divertido; hasta nos hacía olvidar todo lo que habíamos dejado atrás.

   Poco a poco fuimos conociendo a los nuevos vecinos. Nuestra casa estaba literalmente frente al rio, solíamos salir a pescar con mi mamá, en realidad nunca pescamos nada más que resfriados, pero siempre era entretenido intentarlo.
El invierno ese año no quiso pasar desapercibido, llovía tan fuerte que parecía que se caía el cielo y por si fuera poco el viento nos hacía pensar que nos quedaríamos sin techo de un momento a otro. También en esos momentos mi madre supo encontrar el lado divertido, nos vestía con bañadores y salíamos a mojarnos en la lluvia. Construyó con un tubo partido una auténtica cascada, en la que nos empapamos más de una vez, mientras mi padre angustiado nos gritaba desde dentro que nos iba a partir un rayo.

    Si bien era difícil la situación con cuatro hijos y la nueva casa, las cosas se complicaron aún más con la llegada de Raúl, tres años después del nacimiento de JJ. Mientras estaba embarazada, sus hermanos, sus amigas y hasta el ginecólogo del centro de salud donde se atendía, le propusieron que abortara; sin embargo, ella decidió optar por lo más difícil: ¡defender la vida!

   El nacimiento de Raúl casi le cuesta la suya, había perdido mucha sangre y su presión bailaba arrebatadamente, volviéndola “un cuadro clínico de pronóstico reservado” dijo el médico de cuidados intensivos. Yo no sabía a ciencia cierta qué querrían decir tan rebuscadas palabras, pero de lo que estaba segura era de que mi mamá se estaba muriendo.

   De alguna manera, mi madre y Raúl lograron salir del hospital, luego de varias semanas de atención, las enfermeras de guardia, que durante ese tiempo se habían acostumbrado a vernos, nos hacían pasar a visitarla a horas no permitidas y hasta nos habían dado unas cobijas para protegernos del frío que invadía el pasillo de la sala de espera durante las noches. La llegada a casa fue todo un acontecimiento, mi padre había intentado limpiar lo mejor que podía y hasta había cocinado, algo parecido a una sopa; si obviabas el color, ¡no estaba tan mal!

   Estoy segura que el miedo más grande que mi padre experimentó alguna vez fue el de perder a mi madre. Con una diferencia de veinte años entre los dos, su relación de pareja ciertamente tuvo que evolucionar muchas veces. Mi padre hizo todo lo que estaba en sus manos para protegerla, de la forma en la que él había aprendido a hacerlo; hasta cuando estuvimos en el hospital en el que murió, sus últimas palabras coherentes fueron: no la dejes sola, cuídala siempre.

   La historia de amor entre mi padre y mi madre se desarrolló entre altos y bajos. Entre ellos funcionó la física que atrae a los polos opuestos; o las lealtades aprendidas que te hacen repetir la interacción de tu familia de origen. Hasta en su físico eran diametralmente opuestos. Ella muy blanca, flaca y de mediana estatura; él muy alto, corpulento y moreno. Mi madre amaba el arte en todas sus formas de manifestación, mi padre amaba el fútbol de todas las maneras en las que se podía jugar. Ella organizada y creativa; el impulsivo y aventurero. Mi padre adoraba el mar y mi madre las montañas. Mi madre podía hacer todo un coloquio sobre los pepinos y los tomates mientras que mi padre se comunicaba como un telegrama: bien, entendido, no estoy de acuerdo; y en los casos más extremos, ¡carajo!

   Salir adelante con cinco hijos fue una labor titánica, sobre todo cuando sólo tienes un ingreso estable. Pero como la necesidad es la madre de la creatividad, nosotros aprendimos a luchar y a agradecer lo que teníamos. Mi madre nos entrenó en el arte de las ventas. Vendimos de todo: empanadas, pollos pelados, peluches, almuerzos, perfumes, ropa, bisutería y hasta árboles de navidad decorados. Es cierto que la fe, te abre caminos donde no hay.

   Al abrir las páginas de mis recuerdos puedo concluir que mi vida no ha sido fácil, pero el transitar siempre fue más llevadero y hasta divertido por la presencia de mujeres que me enseñaron su capacidad de amar, de defender lo que creían, de equivocarse y reconocer sus errores, de avanzar, aunque todo estuviera en su contra. Estas líneas son un homenaje a todas las maravillosas mujeres que conocí y a todas las que seguramente conoceré, que no ocupan la primera plana de un diario local, ni su rostro está enmarcado en la portada de una revista de moda, cuya historia no se enseñará en las aulas de un centro educativo, ni serán llamadas a una entrevista exclusiva retransmitida en línea; pero que sin embargo, siguen formando, siguen moviendo al mundo, siguen transformándolo: desde su salón, desde su cocina, desde un hospital, desde el aula de clases, desde su escritorio, desde su silla de ruedas, desde su corazón…


Sobre la autora

Shirley Arias Ribera. Soy  mujer, esposa, madre, hija, hermana y amiga. Tengo 43 años y la suerte de haber podido hacer de mi pasión, mi profesión pues soy terapeuta familiar. Vivo en Sevilla desde hace un año con mi esposo y mis dos hijos. Nací en Guayaquil-Ecuador, una ciudad con gente muy cálida y emprendedora, al otro lado del mundo. Para mí escribir es trascender a otra realidad, mucho más profunda y plena, es darle voz a todo aquello que requiere ser escuchado, es construir sin límites y alcanzar las alma sin tiempo, ni distancias.

2 thoughts on “La historia de las mujeres que marcaron mi vida, de Shirley Arias Ribera

  • el 16 junio, 2018 a las 4:45 am
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    Felicitaciones Shirley las experiencias dejan huellas y son recuerdos qué hay que plasmar en un papel para que no queden en el aire y poder compartir con los demás para trascender en la memoria de los demás

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  • el 2 enero, 2019 a las 7:43 pm
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    hola shyrley soy rommell bohorquez del colegio pino ycaza que buen articulo me encataria saludarte en persona y si teienes watsap este es el mio +34698695473

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