Flores (2017), de Jorge Jácome – Crítica

 
Por Miguel Martín Maestro.
¿Y si la próxima revolución portuguesa también naciera de las flores? En un futuro indeterminado, pero no muy alejado,  en el archipiélago portugués de Azores tiene lugar un cataclismo ecológico provocado por una plaga de hortensias. La flor se extiende y domina el territorio acabando con la mayor parte de la flora local, alterando el ecosistema, provocando que la población tenga que refugiarse en el continente y que quede reducida a pequeños destacamentos militares anecdóticos, incapaces de poner fin a la plaga o de contenerla; solamente como cortafuego para que la misma no llegue a alcanzar el territorio continental la presencia militar resta testimonial, como la de quienes han quedado para dar credibilidad a lo que parece imposible, como exponentes de aquella metrópoli que en los 70 prefirió combatir a devolver. Esta fábula distópica permite al director evaluar los riesgos de una catástrofe biológica incruenta en un país que, partiendo de una revolución festiva que puso fin a décadas de dictadura, se ve amenazado por un futuro incierto a base de una naturaleza incontrolable, inmune a su extinción y proclive a extenderse. Pero esa base futurista, y altamente improbable, es utilizada por Jorge Jácome para crear un relato pausado, humano y personal sobre las relaciones de afecto entre los soldados obligados a permanecer en un lugar fantasma, afectados por los recuerdos del continente, los deseos de futuro y el aprovechamiento de las circunstancias por aquellos países que ven en el problema una manera de enriquecerse con la contingencia sobrevenida.
Sin abrir el plano de manera que podamos caer en la cuenta que la plaga es más simbólica que real,  el director llena las imágenes iniciales y los episodios militares con el color azul de la flor que embellece el paisaje, aunque cada una de esas flores, en el fondo, es antesala de una derrota humana que ha conducido a abandonar su lugar de arraigo. Como pasaba en Trinta lumes de Diana Toucedo, el avance de la civilización ha quedado neutralizado, sepultado, minimizado por el imparable avance de unas plantas que van cubriendo el paisaje y ocultando los restos abandonados por los hombres; casas, carreteras, instalaciones, bases militares son rodeadas por estas plantas, cuando no asaltadas, ocupadas, aprovechadas por ellas, como si el futuro fuera de la planta y no de los humanos que han tenido que reconocer su derrota. El espacio abandonado es espacio recuperado por la naturaleza, aunque sea simbólica, como la representación de una especie enfrentada con el resto. En ese contexto sólo cabe, o renunciar, o batallar, y Portugal ha decidido renunciar, lo que no evita que otros quieran enriquecerse, como si de una metáfora de la situación sociopolítica del país se tratara, lo que debería verse como una catástrofe ecológica en uno de los lugares de mayor diversidad de flora del planeta, es evitado por el afectado, incapaz de eliminar lo que sobra o aprovecharse de una riqueza emergente, pero serán los poderosos quienes ven la ocasión de una fuente de ingresos inesperada para el capitalismo, ya sea la industria floral holandesa o la industria apícola francesa. Lo traumático para una población siempre acostumbrada a compartir lo natural en sus siglos de utilización del espacio, se convierte en mero disfrute capitalista ajeno a las consecuencias últimas de la mutación genética inesperada de una planta.
Lo catastrófico se ve acompañado de tal carga de melancolía y serenidad que no cabe preocuparse por el futuro del hombre, si acaso, por el de estos Andrade y Rosa que, en medio de la nada provocada por el avance floral, parecen perdidos en lo personal, como combatientes sabedores de su derrota a quienes no les queda sino aprovechar la luz de la hoguera o el placer del baño marino a la luz del atardecer mientras, a centenares de kilómetros, el país persiste, ajeno a lo que en la pequeñez del atlántico se desarrolla, en su ensimismamiento derrotista. El empeño humano por parecer más minúsculo de lo que se es, más insignificante, más a la deriva de lo que nuestros actos representan, queda en segundo plano porque la historia de estos soldados abandonados a su suerte, escasamente exigidos para cumplir con mínimas labores de desinfección de sus barracones, amenazados igualmente por el avance de la naturaleza indomable, va aumentando su sensualidad al ritmo decididamente lento con el que una planta decide florecer y mantenerse atractiva. Esta pareja de soldados se habla, se piensa, se representa, quizás hasta se ame en el silencio de un lenguaje lleno de símbolos de exuberancia donde su presencia no es necesaria, salvo que se decida respetar el nuevo orden y compartir la realidad que se ha instalado para favorecer esos nuevos florecimientos, esas nuevas muestras de vitalidad que quedan adormecidas por el rumor de las olas, el zumbido de las abejas o la siempre inquietante presencia de una forma construida por el hombre que ha quedado oculta bajo el manto de una vegetación que ha decidido recuperar el espacio perdido.

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