Cluny y Císter, el antitético paradójico de la orden monacal

 

“Guillermo de Aquitania funda la orden de Cluny” miniatura de una Biblia Cluniacense

Por Tamara Iglesias
Los movimientos heréticos, la apostasía, la aparición de corrientes como el gnosticismo, el maniqueísmo y el arrianismo, la imparable expansión del Islam…a medida que se aproximaba el primer milenio, el escenario en el que danzaba Occidente se componía de particiones heterodoxas que conjeturaban la desgracia de la iglesia cristiana, menguando el poco poder que había logrado desde el Edicto de Milán en el 313; las tornas de la anterior centuria daban un giro con la oficialización del cristianismo como religión única del Imperio (Edicto de Tesalónica, año 380) y la postergación del culto romano bajo el epíteto de “pagano”, pero los concilios y sínodos diocesanos continuaban sin poder ofrecer una imagen de unidad frente al estremecimiento político y motivacional del continente.
La indiferencia a la reforma benedictina se refundía tan distante que cuando Guillermo I duque de Aquitania erigió un retiro beaterio en el año 914, la noticia fue recibida como un simple relato anecdótico; “¿qué mal podía hacer otro feudo del dios cristiano en la tierra controlada por el Papa?” Era el eco que resonaba en las cavernas de la ingenuidad canónica. Pero cuando se corrió la voz de que el noble exigía a la pequeña comunidad (de doce frailes) que profesara la antigua regla de san Benito (castidad, obediencia, humildad y pobreza) y mantuviera autonomía administrativa fuera de las misivas pontificias, la respuesta a esa pregunta vino acompañada del punto de partida para un conflicto que resquebrajaría aún más el tejido hierático de la cristiandad.
Nacía el monacato de Cluny, cuyos miembros se mantenían en riguroso silencio durante la penitencia, lucían el hábito negro y pronosticaban la solemnidad del canto litúrgico y de la oración por encima del trabajo manual (resultando éste uno de los grandes atractivos para aristócratas que encontraban deshonrosas las labores físicas pero querían acceder a la reclusión abacial). El acogimiento de duques, marqueses y condes se amortizaba con la dación de los bienes materiales del individuo, que pasaban a formar parte del patrimonio comunal del monasterio; desligados de la jurisdicción papal, podían lanzarse a la simonía (obtención de una alta dignidad eclesiástica por medio de cuantiosas sumas capitales) y al disfrute de sus rentas, sufragando la creación de un verdadero imperio de prioratos sometidos al régimen del abad de Cluny. Su presencia en Jura, el Delfinado, la Provenza, el valle del Ródano, el sur de Borgoña y el Borbonesado (apoyados por los emperadores del sacro imperio germánico que deseaban emular a sus predecesores carolingios con el monacato céltico) vigorizó la orientación de Cluny durante el monaquismo (éxodo monástico), favoreciendo la inserción de algunos de sus miembros en las cumbres religiosas, siendo el caso más notorio el papa Urbano II; el apoyo de las esferas acomodadas en la promoción de estos acólitos procedentes de la aristocracia (motivados por la creencia de que sólo esta clase social podía concurrir en un eficaz gobierno de la Iglesia, una sentencia muy semejante a la que hacía el Obispo de Laón en su teoría de estratificación) fue trascendental para soslayar las numerosas críticas cosechadas a partir de la pompa litúrgica (que acompañaba incluso las proyecciones arquitectónicas de los claustros) y el enriquecimiento personal que caracterizaron a la orden.
Ilustración del manuscrito “Libro del Santo” de Aldobrandino de Siena, que da cuenta del desprecio que llegó a suscitar la orden de Cluny tras lo acontecido en el año 1000

Pero el velo encubridor de estos colectivos terminó por desguarnecerse bajo la presión del año 1000 (asaltada junto a la idea de un inminente apocalipsis y de la Parusía o segundo advenimiento de Cristo) y tras la constatación de que la pecunia había intervenido en la designación de guías y consejos espirituales “personalizados”, los cientos de feligreses que efectuaran cuantiosas donaciones de sus bienes como garantía para ascender al Paraíso, estallaron en una nube de odio y resentimiento por lo que consideraron una estafa. Las diligencias no se hicieron esperar: en contra de la semilla de Cluny brotaron nuevas órdenes que defendieron la ascesis eremítica, el amor a la pobreza y la predicación popular, despuntando la orden de los camaldulenses de San Romualdo en 1012, la de los cartujos de San Bruno de Colonia en 1084 y la de Citeaux o Císter de Roberto de Molesmes en 1098; precisamente, será esta última la que supondrá el mayor paradigma de antagonismo frente al monacato creado por Guillermo el Piadoso, conviniendo en una antitética y paradójica conflagración de ambos preceptos.
Bernardo de Claraval, principal figura de esta nueva ideología, comenzó por desechar la conducta feudal, apostando por un sistema democrático y participativo centrado en la simplicidad ceremonial (y por ende constructiva), la exaltación del trabajo manual y la prohibición de cualquier tipo de renta aperadora. La advocación a este tipo de vida humilde consensuaba (además) la separación del modelo de “familia monacal” jerarquizada, y ofrecía una amplia autonomía a cada monasterio, permaneciendo Cîteaux únicamente como una autoridad guardiana que vigilaba el cumplimiento de la “santa regla” por medio de visitas anuales. Los priores a cargo recibían consejo del abad durante la fiesta de la Santa Cruz (14 de septiembre) en la que, por medio de una reunión general, se promulgaban y debatían nuevos estatutos de carácter genérico que aseguraban el correcto funcionamiento del monacato (una acción denominada “Capitulo General”). Por supuesto no podemos olvidar que, así como el atractivo de Cluny recayó en el principio de molicie manual de la nobleza, el de la Orden del Cister cuajó a raíz de su potencial para la re-cristianización de diversas zonas de Europa que los dirigentes hegemónicos eran incapaces de subordinar por la fuerza bélica; la creación de nuevas ciudades en las zonas fronterizas del continente allanó su indispensabilidad como garantes de seguridad, y garantizó el visto bueno de la regencia para expandirse por territorios como el Dauphiné y el Marne, procurándole un total de 341 casas dispersas por occidente durante el siglo XII (en contraposición a Cluny, que solo contaba con 300 tras haberse visto afectada por la diversidad eclesiástica de Europa).
Sin duda colijo relevante mencionar el poder que ambas ordenes ejercieron en la expansión y desarrollo de la sociedad medieval, teniendo Císter un papel destacado en la expansión agraria en Alemania y España, en el desarrollo de la ganadería lanar en Inglaterra y en la conformación de las órdenes mendicantes, mientras Cluny motivó la Paz de Dios (promesa solemne de no maltratar a mujeres, campesinos, niños, sacerdotes ni feligreses durante los conflictos ofensivos) y la Tregua de Dios (pacto que impedía la lidia en determinados momentos, como podían ser las últimas horas del sábado o las primeras del lunes, la Cuaresma… etcétera), sin olvidar su hediondo papel en la pronosticación de las Cruzadas como campañas militares sagradas destinadas a la recuperación de Jerusalén (y a la impregnación de sus arcas con los botines recaudados). Pero eso, querido lector, ya es otro historia.

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