Al otro lado, de Alberto Fernández

 

Esta semana Los relatos de Culturamas os trae un particular viaje en tren, cargado de emoción y lirismo, de una madre y un hijo. ¡A compartir!

 

 

Al otro lado

Alberto Fernández

 
 

           El corazón aún saltaba dentro de mi pecho, pero su ritmo se iba templando agónicamente. Acababa de colgar el auricular y seguía quieto en medio de la oscuridad del dormitorio. Una voz de hombre tapizada de asepsia y recatada por el dolor que suponía la noticia, acababa de comunicarme la muerte de mi madre. Laura estaba a mi espalda, quizá incorporándose en la cama, seguro que haciéndome preguntas, pero yo estaba perdido, sentado al borde del colchón, los pies descalzos tocando la tarima con la punta de los dedos, los brazos cayendo de unos hombros vencidos por el miedo. A mi derecha el despertador continuaba con sus pasos de tictac como si la madrugada no hubiera convulsionado mi universo. Eran cerca de las cuatro y no me acuerdo si hacía frío o calor, si lo sentía, si alguna sensación ajena al timbre de voz que me había despertado, lograba traspasar el vacío que me envolvía. Entre las sombras adiviné a mi otro yo, desvalido, mirándome desde el otro lado del espejo de enfrente, el perchero con la camisa que cubrió mi cuerpo cuando mi madre aún estaba viva, los calcetines abandonados sobre las zapatillas. La voz de ese hombre seguía asesinando a mi madre una y otra vez en mi cabeza, el tictac del despertador forzando la madrugada en su cometido habitual, las manos de Laura rozándome los hombros, y yo perdido en la oscuridad, con los mares del llanto desbordando mis vísceras y creciendo hacia los ojos. Pero había una frontera de estupor que los mantenía secos; ni siquiera puedo asegurar que fuera dolor, o miedo. Era la sensación del robo perpetrado en mi pecho, del aire que se llevaban las manos invisibles de la muerte.

             Cerré los ojos y llegué hasta el cajoncito de la mesilla donde guardaba el sobre que escondía mi secreto. Lo acaricié con los labios, lo respiré. Laura encendió el farolillo de la cama y el dormitorio iluminó con crueldad todas mis ausencias.

            Mi madre llevaba veinte días de ingreso en el hospital, un asunto de quebrantamiento de salud, de complicación renal asociada a un cuadro de pérdida de  nombres, de datos, de memoria. Se le escapaba el mundo, se le deshacían los límites y su historia personal empezaba a derrumbarse como un castillo de arena cerca del agua.

Había subido al tren con su bolsito de viaje, aferrada a mi brazo, asustada. En su desconcierto anidaba el último desarraigo. Agitó la mano a la soledad del andén que nos despedía, tal vez reconociendo las baldosas que pisaron sus sandalias infantiles, o los tacones enamoradizos de su juventud. Voló su mano por las últimas cercas, las torres de las dos iglesias, el puente sobre el río Moro. Luego la fundió entre las mías y nos sentamos frente a un paisaje de llanuras que empezaba a regar la tormenta de la tarde. De vez en cuando cruzábamos nuestras miradas, y en la suya advertía el miedo; no era como otras veces. Me repetía las preguntas y olvidaba automáticamente mis respuestas. Por eso iba al hospital, para frenar la desaparición de su mundo, para evitar que su organismo abandonara la batalla. “Hijo, qué bien en este tren, en este viaje”, me decía. “¿Dónde está tu padre?; que se siente aquí, con nosotros”, pero mi padre estaba enterrado en el cementerio de La Seca, vivo otra vez en los recuerdos rotos de la vieja.

            El taxi cruzó la ciudad hasta el hospital, la silla de ruedas, la espera en el pasillo hasta la subida a planta. Y así fueron pasando las tardes, el goteo de los sueros a sus venas, la transfusión. Cuando me acercaba a ella aún apretaba mis manos y me llamaba “hijo”, levantando la cabeza de la almohada y rompiéndome por dentro. Pedía auxilio, piedad para su condena, pero sólo pronunciaba la palabra “hijo”, abriendo los ojos, clavándome las uñas y un puñal doloroso en mi sonrisa forzada.

            Guardé la bolsa de viaje con sus cosas en el armarito de la habitación, recreándome en su ropa primorosamente doblada, los útiles de aseo. Miré el champú, agité el frasco hasta llenarlo de burbujas e imaginé cuándo lo compró, qué pensaría al hacerlo, en qué fase de la enfermedad se hallaba. Y es que todo había sido tan rápido que cualquier paso hacia atrás significaba estar al otro lado del drama.

            Así mis pantalones sobre la barra del vestidor, doblados en vida de mi madre, los zapatos alineados en la baldosa del suelo, la camisa posada en el pomo de la percha. No quería tocar nada, cruzar la frontera hacia el lado de las ausencias, y miraba mi difuso reflejo en el cristal. Cualquier determinación implicaba admitir por cierto lo que me había dicho esa voz átona por teléfono. Laura se vestía, me acariciaba, me puso la bata sobre los hombros, pero yo no quería moverme, plantar enteramente los pies en el suelo, arrancar a llorar. Prefería ocultarme en ese punto neutro y dejar de respirar, de sentir los límites de mi cuerpo, de pensar. Quería ser como mi madre, un ser sin historia y sin dolor, sin equipaje. Nuestro gato Mesié me miraba desde el quicio de la puerta. Él no entendía nada de la vida ni de la muerte. Trataba de descifrar mi quietud en el borde de la cama. Para él ya era un nuevo día, el inicio de la actividad en su mundo, el correteo detrás de mis zapatillas, por eso esperaba con sus ojos amarillos pendientes de mí. El tictac del reloj seguía empujándome por los caminos del tiempo, el leve rugido del microondas avanzaba sobre las ruedas giratorias, igual que el tren al que subí con mi madre, como la Tierra gira para conquistar la mañana.

            Los primeros días nos sentábamos en la terraza del hospital y yo le nombraba los puntos cardinales de todo lo que quedaba a nuestra vista. “Ahí enfrente, esa torre con chapela, es la Linterna de Moncloa. Aquellas torrecillas del fondo son del Ministerio del Aire. Más allá, ¿ves dos edificios altos?; es el “Gómez Ulla”. Ella miraba y repetía en balbuceos, pero siempre terminaba preguntando por el tren, ese al que subió conmigo y le arrancó de su mundo. “Hijo, ¿cuando llega el tren?”

            -Mamá, estás en el hospital; cuando te pongas bien lo tomaremos para regresar a casa.

            -¿Y tu padre?; no le veo.

            -No te preocupes; estará por aquí cerca.

            Y yo miraba los tentáculos de la ciudad abrazando la arboleda de la Casa de Campo, el Parque del Oeste, la Ciudad Universitaria. Abajo, junto al Museo de América, estaba la capilla de una Virgen que daba la espalda al edificio del hospital, y a veces le rezaba mis oraciones, le preguntaba por el sentido del dolor, por todo lo que aprendí en mi catecismo escolar y ahora no acallaba mis miedos. Sólo respondía el rumor del tráfico de la cercana autovía, las voces amasadas de la vida que seguía sus rutas seis pisos más abajo, regando las avenidas, inundando los intersticios de esa ciudad ajena a nuestra presencia.

            Cuando se dormía por las noches yo regresaba a esa terraza sobre el mundo para respirar las primeras horas de la madrugada. Ahora los sonidos no formaban parte de la miscelánea difusa de la tarde. Se podían leer con precisión. Llegaban nítidos los aullidos de las ambulancias abriéndose paso por Cristo Rey, el azote del viento sobre las copas de la arboleda, los giros monótonos de la maquinaria que mantenía vivo el edificio. Los vehículos patrullaban la ciudad durante la noche, caravanas de euforia que se cruzaba con los destellos de las ambulancias. Los trenes del Metro horadaban su ruta bajo tierra arrastrando destinos inciertos, los amantes trasnochaban, los establecimientos nocturnos agitaban sus luces como reclamo de Ulises perdidos. A mi izquierda se volcaban las ventanas del edificio, otras habitaciones de dolor, de felices parturientas, de neonatos en el piso alto, de luces al otro lado, en los pabellones del norte. El conjunto se me antojaba como un barco varado en los límites de la ciudad, un pasaje sin permiso para saltar a tierra. A esas horas las escotillas aparecían vivas en la oscuridad del mar, expectantes frente a la ciudad que se resistía a dejarles llegar a puerto.

         Me sabía de memoria el paisaje abierto frente a la terraza. Al amanecer el primer sol se posaba rayando el horizonte y cruzando con lentitud sobre la Casa de Campo hasta alcanzar las vías del tren, el Museo de América y los jardines del hospital. Por las tardes se acentuaban las sombras y espejeaban las ventanas de la urbe. Yo buscaba los caminos en medio del enjambre de edificios, señalaba aquí y allá las cúpulas conocidas, La Cubierta de Leganés, el Parque de Atracciones, los aledaños de La Moncloa. Continuamente me asaltaban mis edades en esa ciudad a la que llegué de niño y conocía como la palma de mi mano. Mi madre se interesaba por mis relatos; para ella todo era nuevo: el extrarradio donde me vio crecer, los Almacenes “Bobo y Pequeño”, la iglesia de mi boda con Laura. Su mente estaba vacía de recuerdos; tan sólo vivía en ella ese tren al que subimos para venir al hospital. “¡Vámonos!”, y se agarraba de mi brazo con la angustia de los condenados que piden clemencia. Sus ojos querían remover mi voluntad para que tomáramos el ascensor y así escapar por los jardines hasta alcanzar la Estación de Príncipe Pío. Sus manos estaban frías, y dudo que les llegara el abrazo de las mías.

            Una tarde entré en la habitación y la besé. Estaba sentada, como siempre, pero leí en su mirada la opacidad de la ausencia. Me miró sin conocerme y preguntó por su hijo, por el bolso de viaje y los billetes del tren, que ella le esperaba. “Soy yo, mamá”, le dije acariciándole la cara, pero ya no lo era, y ella siguió aguardando mi llegada dentro de su abandono. Luego vinieron sus llantinas, los gritos desesperados, la benzodiacepina y las correas. A todo ello asistía yo, atónito, como si fuera un tren pasando frente a mis ojos, vagón a vagón, rápido, seguro de llegar a su destino.

            Fueron muchas noches rezando un Padrenuestro con la mirada perdida a través de la ventana del hospital, la claridad de la Luna atravesando los cristales, rozando sus sábanas, su cara, la respiración que forzaba la cercanía del fin, acelerada, sonora. Me dormía perdido en el avance de las nubes, distantes del sofá reclinable y de la penumbra que nos atrapaba a los dos en la habitación. “Avise a mi hijo para que venga y me lleve a casa”, decía la bruma de sus labios, y luego la oía llorar con desesperación, crispando los puños por la impotencia y el miedo. No le bastaba mi presencia allí, al pie de sus manos, extranjero ahora para su mente robada.

         El hospital se deslizaba con suavidad al interior de cada madrugada y acallaba los últimos dolores envueltos en susurros, pero su boca seca terminaba despertándose para pedir agua en cualquier esquina de mis sueños, su delirio demandaba mi presencia, y sus manos expulsaban a las mías porque buscaban las de su hijo. Entonces me brotaban lágrimas al enfrentarme a los ojos que no me conocían, tocaba sus zapatillas de paño y me volvía a quedar dormido herido por su próxima orfandad.

            Y ahora mis manos estaban muertas al borde de la cama, el pecho vacío en medio de la nada. El microondas seguía calentando el café en la cocina, y yo no podía deshacerme de los giros del plato de cristal, del giro del tiempo acordonando mi mundo roto, de la voz del auricular, de la fría profesionalidad que había asesinado a mi madre. Se me había ido al otro lado cruzando la frontera dibujada en esa madrugada, como mi vida, como todo lo que estaba al alcance de mi vista, al otro lado, atrapado en el azogue del espejo frente a mí. Por él empezaron a correr los trenes que partían de regreso a la vida, que abandonaban los andenes de mi dolor y escapaban por las aristas de cristal hasta confundirse con las sombras de la pared, ocultándose tras el perchero, introduciéndose en el armario ropero. Todos partían abandonándome al borde de la cama, escapando de esa voz que también me había matado. Se iban sin mí, sin el bolso de viaje de mi madre, llevándose el andamiaje que sustentaba mi cuerpo. Mesié saltó a la cama y restregó la cabeza contra mis brazos caídos, pisó el sobre que había estado oculto en el cajón de la mesilla.

            Era tiempo de volver a abrirlo, de sacar a la luz el informe del oncólogo y mi cita con él al día siguiente en su consulta, un piso por encima de donde velaríamos el cadáver.

            El Doctor Maroto me ordenó ingresar cuando todo hubiera terminado, despidiéndome con un abrazo raído al salir de su despacho mientras balbuceaba con torpeza sus sentimientos por mi madre, a la que incineraríamos a la mañana siguiente. Nos miramos sin decir nada, con la sagacidad de los que conocen algo que se le escapa al Universo, y bajé al sótano para mezclarme entre las sombras que correteaban a mi alrededor arrastrando frases de alivio en las que no creían.

            La mañana de mi ingreso en el hospital entré al garaje con el pequeño jarrón que contenía todo lo que me quedaba de ella. Ahí estaba su voz y su sonrisa, sus miedos y las manos que abarcaron mi niñez, las que atusaron mi flequillo, las lágrimas derramadas a lo largo de una historia que se había reducido a cenizas. La coloqué cuidadosamente en el asiento de al lado y conduje con lentitud por la ciudad recorriendo los lugares por donde ella me llevó de la mano o se colgó de  mi brazo. Era una mañana lluviosa en la que el mundo ficticio se reflejaba en el asfalto sobre el que se hundían los neumáticos camino de la Estación de Príncipe Pío. Saqué dos billetes de regreso al punto de partida y, con ellos junto al jarrón, puse rumbo al hospital. Al aparcar dejé el teléfono móvil en la guantera, las llaves en el contacto y la puerta abierta, tomé las cenizas y subí a la habitación 6S3111, la  misma de la que ella había salido dos días antes; mis negociaciones con el Doctor Maroto diligenciaron mi ubicación en ella. Del bolsito de viaje de mi madre saqué un batín de seda, lo único que habitaba en su interior, y lo guardé en la oscuridad del armario junto a las cenizas. Todo permanecía como lo había dejado: la ventana asomada a las ventanas que se abrían a las afueras de la ciudad, la mesita donde colocaban la bandeja de la comida, el timbre de contacto con el control de enfermería, las tomas de oxígeno, el pequeño cuarto de baño. Cerré los ojos y paseé de arriba abajo como una fiera enjaulada, y al hacerlo sentía la presión de sus dedos arañándome la piel. Al atardecer me senté en la terraza con el jarrón a mi lado. Hacía frío y la cortina de agua difuminaba los extrarradios urbanos y borraba las cúpulas más lejanas. La sierra, crecida a la derecha del hospital, había desaparecido. Las ráfagas de viento mojaban mi cara, pero yo seguía señalando aquí y allá, hablando de nuestro viaje de regreso. Me incorporé para indicarle con precisión dónde se escondían las vías del tren que nos llevarían a casa, y del  batín saqué los dos billetes. Volvió a preguntar por mi padre, a llamarme “hijo”, a apretarme las manos. Le dije que él nos esperaba en el andén del pueblo, que sabía en qué tren llegaríamos y que nunca más volveríamos a separarnos.

            En las primeras noches de mi ingreso no faltamos a nuestra cita en esa terraza, porque nos gustaba escuchar los sonidos nítidos de la ciudad, las limpias cuchilladas de la vida que se desarrollaba en las costas a las que nuestro barco no podía acceder. Allí estaba la Linterna de la Moncloa lanzando su luz vertical sobre la arboleda, los mortecinos faroles que ampliaban la soledad del Museo de América, el titileo del horizonte y la casi oculta capilla de la Virgen que nos daba la espalda. Las vías del tren quedaban atrapadas en la oscuridad, pero de vez en cuando una monocorde hilera de luces volvía a dibujarlas. Encendía varios cigarrillos, qué más daba, y lanzaba el humo contra ese mundo que ya no nos pertenecía. La enfermera me venía a buscar para tomarme la tensión antes de regresar a la cama, y en su sonrisa advertía la inevitable distancia que separaba nuestros mundos, dos costas mirándose desde la lejanía.

            Tras la primera semana, cuando se empezaron a registrar las rendiciones en los puntos de mi organismo que sufrían el asedio del enemigo, un celador me sacaba al atardecer en una silla de ruedas hasta la terraza, bien arropado con una manta, con el jarrón abrazado bajo ella. El último sol doraba las torres, el espejeo de las ventanas se repetía, las sombras nacían de la arboleda y terminaban comiéndose el paisaje, la capilla, las lejanas vías del tren, mis entrañas poco a poco.

            Faltaban dos días para realizar el viaje de regreso, y mi madre preguntaba por el equipaje, por la espera de mi padre, se impacientaba y yo le pedía serenidad, que ahí estaban los billetes, las continuas victorias sobre las escasas poblaciones que aún libraban escaramuzas en mi interior. El Doctor Maroto no podía equivocarse ahora, pues ya no había tiempo para cambiar la fecha del viaje, vencido sobre la cama, envuelto en un sudor continuo, atado a los surtidores de suero, oxígeno y mórficos.

            -Está escrito, ¿verdad, Doctor?

            Asentía con la cabeza y limpiaba el sudor de mi locura.

            -No se preocupe. Llegará a tiempo de subir a ese tren.

            Esa noche me dormí pensando en Laura, en la nota de la cocina hablando de mi viaje y que para ella había adelantado en dos semanas, en Mesié buscándome los dedos de los pies por encima de la colcha, en el espejo por el que habían huido todos los trenes de mi vida. Ahora, tendido boca arriba en la cama del hospital, con la luz estañada de la Luna pesando sobre mi cuerpo, miraba el sofá extensible y buscaba mi presencia en las noches de acompañamiento a mi madre, y en su lugar estaba ella, el jarrón de las cenizas, el desconcierto de la fiebre. Creo que sentí el dedo tibio que dibujaba un rastro salino en mi cara cuando me quedé dormido.

            A las 9.45 de la mañana el bronco rugido de una locomotora cruzó la arboleda volando por encima de las copas y llegando hasta la habitación 6S3111. El Doctor Maroto abrió la historia y firmó el certificado de defunción, dando órdenes a la enfermera para que se siguieran los pasos acordados con su paciente.

            Veinticuatro horas después pisaba los andenes de la Estación de Príncipe Pío. Mi madre llevaba un maravilloso vestido blanco, botines blancos, guantes  blancos. Estaba bellísima, tan joven, como en las fotografías que amarilleaban en los álbumes del armario de la casa del pueblo. Yo iba ufano con ella del brazo, también de blanco, pajarita, gemelos dorados, arrastrando el bolsito de viaje con el que llegamos al hospital. El interventor nos saludó y, pidiéndome los billetes, nos indicó por qué portezuela debíamos acceder al tren. El reloj de “Heno de Pravia”, un medallón atrapado en la estructura de la marquesina, estaba en la hora exacta, la partida, el regreso.

            Nos acomodamos junto a la ventanilla, sin hablar, sin dejar de mirar los otros trenes recién llegados y a punto de partir como el nuestro, las gentes apiladas en la despedida. Allí estaban las ventanas que había visto a lo largo de mi vida, clavadas en su lugar exacto, mirándonos con indiferencia estática, con la emoción contenida en los reflejos que el sol dibujaba a esa hora de la mañana, la cafetería con los veladores y los desayunos, la consigna con los equipajes pendientes de retirar, los urinarios, la tienda de flores.

            Una azafata se acercó a nosotros y nos entregó dos pequeños jarrones con nuestros nombres grabados sobre la chapita de plata. Con ellos abrazados escuchamos el rugido de la locomotora del tren de las 9.15. Poco después un pequeño tirón sacudió mi mundo. Nos poníamos en marcha y yo clavé los ojos en el nombre de la estación. Mis vísceras se apretaron hasta formar un bloque compacto que dejaba grandes zonas de mi cuerpo huecas, descolgadas en un terrible vacío de ansiedad. El letrero luminoso fue desapareciendo de la ventanilla, lentamente, restregándose contra mis ojos. Entonces vi al pequeño Mesié corriendo por el andén para darme alcance, destrozándose las pezuñas para llegar a mi altura, y finalmente desapareció en la distancia. Una mano me saludó cuando abandonamos la marquesina; era el Dr. Maroto. Atrapé las de mi madre y nos quedamos mirando los edificios cercanos a la estación, moles de cemento blanco que estaban ahí desde siempre, que lo seguirían estando aunque nos marcháramos. Miraba sus ventanas sordas a mi tristeza, buscaba la vida de su interior tras visillos y persianas, una mano que me dijera adiós, un viejo apostado en la borda de la terraza, pero esa despedida era escueta. Sentía el galope del corazón a medida que saltábamos sobre los empalmes de las vías y el tren sacudía mi cuerpo apelmazado. Era la urbe la que cobraba velocidad, o esa era mi sensación, que escapaba de mí, que me decía adiós y se llevaba sus tejados, las antenas de la periferia, a aquél hombre de la bicicleta mirándome, pie a tierra, desde el paso a nivel; todos se estaban yendo de mi, desapareciendo para siempre. La locomotora volvió a rugir. A poco menos de un kilómetro de nosotros aparecieron los tejados rojos del Museo de América, la pequeña capilla descolgada de los jardines del hospital, y tras esta el edificio varado al otro lado de la historia, la sexta planta, nuestra terraza, la vieja sentada y el brazo de su hijo señalando aquí y allá, las cúpulas, el horizonte, las vías del tren.

            -¿Estás seguro de que tu padre nos espera?

            -Sí mamá, en el andén. No volveremos a separarnos.


Sobre el autor


Alberto Fernández. Premio de Novela Juan Valera.

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