El bromista, de Manuel Mendez

Esta semana Los relatos de Culturamas publica El bromista, de Manuel Mendez, un relato que, con una prosa que discurre con fluidez, nos muestra los entresijos de la relación de dos amigos. ¡Disfrutad de la lectura!

 

El bromista

Manuel Mendez

 
Conocí a Marvin en mi tercer año en la universidad y me llamó la atención lo rápido que entraba en confianza con la gente. En su segunda clase de historia, el profesor, a quien muchos temíamos, le hizo una pregunta sobre la época del Virreinato. Marvin dudó unos segundos y luego inclinó la cabeza a un costado y frunció la nariz, como si fuera el personaje de una comedia televisiva expuesto ante alguna situación. Aquello despertó la sonrisa del profesor.
No tardamos en hacernos amigos.
En las instalaciones deportivas de la universidad le cortó el agua caliente a un equipo de fútbol que se duchaba y se las ingenió para no recibir represalias y hasta ganarse la simpatía de algunos. Era el rey de los apodos y a ninguna compañera le faltó su homónimo animal: Vaca, Foca, Caballuna. Fui muy cuidadoso de no mencionarle nunca a Mauje, mi novia de ese entonces, que Marvin la había apodado Miauje por su cara gatuna. Los más introvertidos le temían y mantenían la distancia para no volverse el foco de sus ocurrencias. En un recreo le apostó veinte pesos a un compañero a que le pegaba una patada en el culo sin tocarlo. El otro se agachó y Marvin le pegó una patada que lo levantó del suelo, soltó un billete de veinte y salió corriendo.
Esas eran las bromas simples; pero él las prefería más elaboradas. Asistió una semana a la facultad con unas muletas que consiguió no sé donde para obtener clemencia de los profesores y atenciones de las chicas. Dijo que se había golpeado la rodilla al escapar de dos tipos que habían intentado asaltarlo. A cada médico que se cruzaba le contaba el mismo chiste: “¿Géminis, mamá? No, cáncer, hijo”. Lo mismo a los abogados: “¿Qué tienen que ver un abogado y un espermatozoide? Que de un millón sale un ser humano”. Le gustaban los chistes de oficio. “¿Arquitecto?”, le preguntó a un tipo que le acaban de presentar. “Ni lo suficientemente machos como para ser ingenieros, ni lo suficientemente putos como para ser diseñadores”. Una vez lo sorprendí buscando chistes en Internet y cerró la página con la cara roja de vergüenza.
A las que atendían la fotocopiadora y la cafetería de la universidad las volvía locas con piropos y era capaz de abordar a una chica en la parada del autobús, o pedirle el teléfono a la vendedora de una tienda. El pelo rubio, el peinado meticuloso, la nariz fina, las manos delicadas y la sonrisa siempre estampada, le daban una expresión de tipo inofensivo.
Nos veíamos en la universidad y jugábamos el tenis todos los martes. Éramos parejos, pero en mis saques la pelota apenas lograba picar débilmente en el cuadrante correspondiente y me hacía perder la mayoría de los partidos. De vez en cuando Marvin lo imitaba para molestarme, aún sabiendo que me dejaba en posición favorable para ganar el punto. Por supuesto que lo hacía cuando se veía venir su victoria.
Mientras con mi novia estábamos en un break pedido por ella, fui con Marvin unos días a Gualeguaychú. Era la primera vez que salíamos de viaje juntos y permitió que nos conociéramos más. Dormíamos en un camping frente al río y nos la pasábamos sin hacer nada; excepto cuando nos prestaban una caña y pretendíamos pescar. Le taladraba la oreja escudriñando mi relación con Mauje. Al principio me escuchaba y pronunciaba algunas frases tranquilizadoras que apelaban a la paciencia y a la visión positiva. Luego me decía que mi cháchara espantaba a los peces y que no quería irse sin pescar al menos un cornalito. Cambiaba de tema o se ponía a maullar: “Miau–je, Miau–je”. Como yo monopolizaba la conversación me la aguantaba en silencio. Me sorprendía que él nunca mencionara sus problemas o preocupaciones. Se decía que el padre lo había maltratado y abandonado a los seis años, pero nunca lo escuché mencionarlo. Me di cuenta que siempre iba a estar escapándole al drama ajeno o propio. No era la persona ideal para un momento de crisis personal. Pero era un tipo generoso y me había prestado dinero.
Yo andaba retraído porque la separación con Miauje parecía ser definitiva y jugando al fútbol me desgarré un gemelo, lo que contribuyó a mi reclusión. Marvin no quería perder los martes de tenis y dijo que se conseguiría un reemplazo más decente. Por esas fechas empezó a salir con Priscila. Una de las más lindas de la universidad y con el coche más caro. Conmigo se volvió distante y faltó a algunas clases que cursábamos juntos. Llegué a pensar que tenía que ver con el dinero que me había prestado; habían pasado casi dos meses.
Lo encontré en uno de los pasillos de la universidad.
–Tengo la guita para devolverte –le extendí unos billetes.
–Ah –dijo como si se hubiera olvidado.
–Me salvaste. ¿Todo bien?
–Sí.
Quise sacarle conversación; me hubiera gustado preguntarle por Priscila o contarle lo de Mauje. Me dijo que tenía que hacer algo antes de la clase y se perdió por el pasillo.
Al cabo de unas semanas se los empezó a ver a Marvin y a Priscila por separado. Una mañana que tomamos un café en la cafetería me dijo que quería algo light y que ella era muy intensa. Días más tardes, la vi besando a un ayudante de cátedra. Horas después, hablaba con Marvin en el estacionamiento. Él parecía en tono de súplica, Priscila escuchaba con la puerta del coche entreabierta. Al final se subió al carro y Marvin se quedó sobre la explanada de cemento con una expresión de vacío que nunca le había visto. Luego me enteré por un compañero que la exportadora de vinos donde trabajaba pasaba por un mal momento y que él estaba comenzando a vender vinos por su cuenta. Me molestaba que nunca se abriera conmigo. Sus omisiones olían a deslealtad. De todos modo lo seguía buscando y me sentaba cerca él en clase. Era como si siguiera esperando su confesión.
Quedamos en cenar.
Me recibió en su departamento con una camisa sin arrugas. Tenía la barbilla irritada, algunos cortes y olía a colonia. Mientras hervía una pasta y preparaba una salsa de tomate desplegó su sentido del humor habitual. Me dirigí al baño y vi la puerta entreabierta de su habitación. Me asomé y me llegó un barandazo. Observé más cosas en la alfombra que sobre el escritorio y una silla. Apiladas contra la pared había una docena de cajas de vinos, algunos objetos apoyados en la mesa o en la estantería parecían a punto de caerse. En una esquina, mezcladas con ropa y un control remoto, había un botella de whisky por la mitad y otra de vino casi vacía.
–Hay una fiesta el sábado. Por si querés venir –me dijo al regresar a la sala–. Festejan el cumple dos chicas, así que va a haber minas. Bueno, ya estamos por comer. Hay que organizarse –dijo mientras se acercaba con dos platos y dos vasos–. Como el tipo que estaba en una orgía y de pronto dijo: “Un poco de organización, que toqué dos tetas y me la metieron tres veces”.
Tuve el impulso de contarle que Mauje ya no me respondía los mensajes pero lo reprimí.
Pusimos la mesa. Marvin trajo una fuente con ravioles con tuco y descorchó un vino.
–Primero las damas –dijo y me sirvió.
–Hablando de damas, ¿qué es de la vida de Priscila?
Serví el vino mientras el llenaba su plato.
–Mejor ni hablemos. Es un poco tonta –dijo con suficiencia.
Me contó que en algunas ocasiones se había dejado ganar por ella el Tatetí, haciéndole creer que tenía un talento especial para jugarlo. Me aconsejó que nunca me pusiera de novio con una chica de la universidad porque si me llegaba a cansar, iba a terminar cambiando de carrera con tal de no cruzármela. Su tono minimizador y de superado me incomodaba.
–¿Y el laburo? –pregunté.
–Igual que siempre. Ya tengo mi rutina armada.
Cuando terminamos de cenar Marvin se perdió por el pasillo y volvió con una botella de whisky. Debía ser la de la habitación.
–Un whiscacho –sirvió dos vasos.
Le pregunté cuándo lo había comprado, como si la respuesta fuera a dar información precisa de su estado de ánimo. Respondió que se lo habían regalado.
Se estaba terminando el segundo whisky recostado en el sillón con la piernas cruzadas y con la uña del índice raspaba la yema del pulgar. Yo aún seguía con el primero. Me costaba mantener la atención; pensaba cómo preguntarle: ¿Qué onda?, ¿vive tu papá o tenés buena relación?, ¿tenés relación con tu papá?, ¿vive? Marvin se puso a hablar de un local que se había vaciado en la esquina donde quería poner un café. Luego hablamos de fútbol hasta que me fui.
Empezó a faltar a algunas clases y nos empezamos a ver cada vez menos. Meses después falleció un profesor, tío segundo de Marvin.
El velorio era en una casona antigua. Llovía. Llegué tarde y entré por el garaje que te llevaba a un amplio patio trasero donde estaban dispersos los asistentes. Saludé a algunos compañeros, fumé un cigarro. Había llantos, miradas desconcertadas y conversaciones animadas. En una esquina estaba Priscila vestida como para una noche de gala en el regazo del ayudante de cátedra. Algunos mozos circulaban con bandejas con bebidas y se acercaban a la gente con cautela.
A través de una ventana vi a Marvin en un salón. Estaba solo, con la cabeza gacha junto al féretro –imaginé que sus ojos estaban cerrados–. Lo reconocí por el pelo y la camisa. Sus dedos estaban apoyados en el borde del cajón, como si fueran los de un pianista que está por empezar a tocar. Bordeeé la pared hasta la entrada. La sala tenía un aire melancólico. Había algunas sillas dispersas. Por un instante imaginé que estaban ocupadas por las almas de los que habían sido velados en el lugar. Se oía el sonido apagado de la lluvia como si fuera un motor. Unas arañas caían del techo. De la pared colgaban arreglos florales y un cuadro enorme de un sendero arbolado en penumbras. Cuatro lámparas viejas de pie rodeaban el cajón, que tenía una de las tapas levantadas en el extremo en que estaba Marvin.
Mis pasos hicieron crujir el piso de madera y él levantó la cabeza. Me saludó con la mano, alzó el antebrazo del fallecido, y lo agitó en el aire mientras decía “Hola”, como ventrílocuo. Fruncí los labios, mis pies se detuvieron. Marvin se incorporó y yo sentí como si hubiesen prendido la calefacción del cuarto; necesitaba salir. Seguíamos mirándonos sin decir nada.
Un cuarto de hora después abandoné el lugar. A partir de ese momento lo vi solo algunas veces; ya no lo buscaba. Hasta que dejó de aparecer por la universidad, donde se extrañó su humor.


Sobre el autor

Manuel Mendez nació en Buenos Aires, Argentina. Es autor, director y editor de medios audiovisuales. En el 2001 dirigió Salsipuedes, su ópera prima y fue uno de los autores de la obra de teatro Eventualmente, que estuvo dos años en cartel. Desde 2005 vive en la Ciudad de México, donde dirigió el documental Filmando Batalla en el cielo y Hotel Virrreyes, sobre un mítico hotel donde residió dos años. Ha publicado la novela No te duermas en el parque  y actualmente está trabajando en un libro de relatos.

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