Entrevista con Alberto Chimal, por Almu Ballester

Alberto Chimal publica «Manos de lumbre» en Páginas de espuma.

Alberto Chimal (Toluca, México, 1970) ha sido definido como escritor de obra y no de libros. A su faceta de autor también se une la de profesor de Literatura Comparada y la de ensayista. Fue finalista en 2013 del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos y ganador del Premio de Narrativa Colima 2014 y el Premio Nacional de Cuento en México 2002. Presenta en Madrid  su nuevo libro de cuentos, Manos de Lumbre (Páginas de Espuma, 2018).

Empecemos con humor. En varios de los cuentos de Manos de Lumbre (Una historia de éxito, Marina, o Final feliz, por ejemplo) se parodia el mundo esotérico de videntes, curanderos y en general, se ridiculiza la credulidad sin filtros. ¿Sigue siendo efectivo el humor como denuncia? ¿Podemos hacer pedagogía desde la literatura de esta manera? 
Yo creo que sí. Un gran problema, me parece, cuando se intenta hacer pedagogía mediante la literatura es que, desprovisto de humor, el mensaje se vuelve pesado y solemne. Resulta panfletario. El humor es una herramienta muy útil para este tipo de cuestionamientos porque permite reducirlos, quitarles el aire de supuesta respetabilidad y de ese modo resulta mucho más fácil, tiene más sentido hacer esa crítica.
En cambio, en el último cuento, el personaje de Pablo resulta casi amable, se atenúa el sarcasmo en la descripción y no se aprecia un afán de burla ante la posible existencia de los extraterrestres, de hecho, se deja un resquicio a la duda. ¿Cómo funciona la fantasía aquí?
Creo que en el caso de Voy hacia el cielo no se pone tanto el acento en el tema del secuestro extraterrestre, dado que el personaje, aunque cree haber sido secuestrado, no está vinculado con estas comunidades de presuntos estudiosos o charlatanes. Solo está enfermo. Vive lo que él entiende como su experiencia aislado de todo, haciendo padecer a su familia. El énfasis se sitúa más bien en ese pequeño infierno en el cual está metido junto con su hermana y su sobrina, una convivencia de alguna manera más devastadora, por lo prolongada, que la propia impresión del supuesto secuestro. Creo que ese cuento se aparta un poco del resto en su acercamiento a estas ideas pseudocientíficas o supersticiosas.

La sobrina se queda en la duda… pero también se insinúa que las posibles torturas policiales le podían haber causado su locura…
Sí, ahí se cruza esa otra posibilidad, porque por desgracia en mi país hemos tenido periodos en los cuales es sabido que los poderes fácticos, el Estado y otros, han practicado la tortura y la desaparición forzada. Por el contexto en el que se ubica el personaje y sus circunstancias, resulta bastante plausible suponer que podría haberle pasado una cosa así.
Me resulta interesante que en estos mismos cuentos parece dejarse notar la voz del autor opinando con cierta sorna, como cuando el ayudante de Cosme dice “Todo el mundo sabe que tener talento no hace falta y muchas veces es un estorbo”. ¿Cómo sabe Alberto Chimal cómo y cuándo introducir su opinión, su voz propia en un cuento?
Creo que para mí es un proceso que ocurre al revés. En ciertos momentos estoy escribiendo la voz de un personaje y de pronto me percato de que lo que acaba de decir es lo que pienso yo también. Me preocupa mucho dejar hablar a los personajes, no tratar de imponerles mis puntos de vista. No quiero que sean mis portavoces, sino que me interesa explorar qué piensan conciencias diferentes de la mía. Pero hay momentos en los cuales sí coincidimos y nos parecemos. En este libro me resulta fácil ver ciertos puntos de contacto y semejanzas entre varios personajes y yo. A Pablo le gustan unos temas musicales que también me gustan a mí, podríamos conversar largamente sobre música. De igual forma, el personaje sin nombre de Final Feliz que habla del talento también se me parece en algún rasgo, como en la apreciación un poco desencantada, a veces algo cínica, sobre determinados aspectos de la realidad y las jerarquías sociales.
Hablemos del plagio. En Los Leones del Norte, el protagonista se justifica con palabras como «¿A dónde habrían llegado sus escrititos miserables, sus balbuceos y estornudos, de no ser por mí?». Por otro lado, se apela a un texto de Jonathan Lethem, Contra la originalidad, que está a su vez todo él hecho de citas de otros autores, es decir, es un plagio completo. Estos argumentos le sirven al Maestro García para “defender” la apropiación de elementos culturales por entenderlos como un bien público y compartible. ¿Se puede entender el plagio como un “servicio” orientado a la transmisión de cultura? O, dado que ya está todo escrito, ¿lo que nos queda es solo tratar de cambiar el enfoque?
Hay que estar escribiéndolo todo otra vez. Constantemente. Aunque solo sea porque las lenguas van modificándose y alejándose de nosotros. Incluso los grandes monumentos del canon literario llegan a una etapa de su existencia en la cual se empiezan a volver inasibles. No podemos leer la Epopeya de Gilgamesh más que con una traducción anotada, e incluso para un libro comparativamente más cercano como El Quijote necesitamos que alguien nos explique qué son los duelos y quebrantos… Ese proceso tendrá que continuar mientras exista la especie y sigamos utilizando el lenguaje, pero ese no es el proceso del plagio. Aquel es mucho más complejo, incluye todo tipo de relaciones e influjos intertextuales, entre los cuales está por supuesto la recreación, el pastiche… todas estas operaciones de las cuales se habla a la hora de discutir el plagio. Este personaje, en cambio, practica un plagio muy concreto que nada tiene que ver con una operación textual, sino que es más bien un abuso de poder. Lo que pretende el Maestro García no es entablar un diálogo con esa otra persona que dijo algo que le interesó; lo que le mueve es borrar a esa otra persona, tomar nada más la huella que dejó y atribuírsela. Por tanto, no es tanto un diálogo o recreación como, insisto, un acto de poder sobre el otro.
Una apropiación.
Sí, pero no en el sentido relativo a las influencias o traspasos entre culturas. Aquí sería en un sentido mucho más pedestre: sería incautación, robo.
 
Hoy incluso existen programas que detectan el plagio. O el concepto “porcentaje” de plagio, que vendría a ser lo más gracioso.
Y es irónico que necesitemos herramientas para eso. Es triste constatar que no solo en este momento, sino a lo largo de años ya, no dejan de surgir personas que dedican mucho esfuerzo (aparentemente absurdo) para crear esa apariencia. Una apariencia de saber, una apariencia de trabajo… El juego de esas apariencias y su mantenimiento en las jerarquías sociales establecidas se vuelve alucinante, porque ya no se sabe ni cuánta gente está diciendo la verdad, ni siquiera a cuántos de ellos les importa la verdad.
La verdad está dejando de importar.
Sí, y eso es también lo que me llevó a escribir este cuento, porque a lo largo de los últimos diez años me tocó atestiguar varios casos semejantes de plagio. Algunos, de autores muy famosos que se mencionan en el texto, pero también otros de personas menos conocidas o que no llamaron tanto la atención. Siempre siguen un patrón similar: se efectúa el plagio, se descubre y las personas cogidas en falta tienen todas la misma reacción: negar el hecho, primero; negar la importancia del hecho, después; minimizar o culpabilizar a la víctima luego y, por último, afirmar que ya ha caducado y tratar de pasar al asunto siguiente. Es un modelo tan recurrente que lleva a pensar en un carácter común a todos los plagiaristas y que a mi parecer tiene que ver con conductas que estarían bordeando la sociopatía. Porque implican un desprecio por las normas; un deseo de seducir convenciendo a otros de algo que no es verdad y también, una enorme falta de empatía. El plagiario es como otros personajes emblemáticos de la época: el charlatán, el demagogo… Los tenemos ahí y usan estratagemas semejantes para tratar de avanzar en la vida y quedar impunes.
A esta impunidad podría contribuir tal vez la rapidez de todo lo que sucede en el mundo, la velocidad con la que pasamos a un asunto nuevo, gracias también al avance de la tecnología.
Sin duda, tiene que ver a buen seguro.
Pasemos entonces a la tecnología. El magnífico relato La segunda Celeste tiene como protagonista a una “inteligencia capturada”, posibilidad de inteligencia autónoma que se basa en la teoría desarrollada por el matemático Douglas Hofstadter (la heterarquía, como sistema de relaciones recursivas complejas). Tengo curiosidad, ¿cuánto te influye o alimenta tu formación como ingeniero computacional para escribir historias de este tipo?
Mucho sin duda. A Hofstadter lo leí en la universidad. Estudié esa carrera un poco por presión familiar, yo quería ser escritor desde la adolescencia. Pero lo que encontré de más valor e interés en la carrera de Informática fue, de hecho, la parte teórica. Me tocó leer sobre epistemología, sobre inteligencia artificial, sobre sistemas heterárquicos de representación y esto me resultaba lo más interesante. Pero entonces no había mucho futuro en ello…
Entonces. Porque ahora la inteligencia artificial lo es todo. Genera negocio por todas partes.
Claro, pero la universidad en la que yo estudiaba estaba más orientada a lo práctico. Aquellas cuestiones no importaban tanto siquiera a los propios profesores, pero a mí fue lo que más me sedujo. Creo que desde entonces me ha quedado dicho interés. Y no se separa de lo que ahora estamos viendo con claridad, la noción de que la especie misma, en este punto de la historia y a partir del uso de la tecnología, apunta a algo que ya se está empezando a llamar posthumanidad.

¿En qué consiste esa posthumanidad?
Se trataría de la alteración irrevocable de lo que habíamos entendido como naturaleza humana a partir de la intromisión de la tecnología, no solo en nuestras sociedades sino incluso en nuestros cuerpos y hasta en nuestros procesos mentales. Pienso que se podía vislumbrar desde hace tiempo. Son temas que de alguna forma habían estado en discusión en la literatura mucho antes de que aparecieran en la escena pública.
En ese mismo cuento, se deja caer que la tecnología avanza a pesar de las dudas morales y los potenciales riesgos. ¿Es un ejemplo de lo que ocurre en la realidad, la tecnología se impone por encima de todo? ¿Es el nuevo poder?
Yo creo que es uno de los nuevos poderes y ya hemos visto sus efectos en la manera en que se nos ha modificado la vida contemporánea. Por ejemplo, en el ascenso de una empresa como Amazon, que ha puesto en jaque a un buen número de pequeños comercios que en principio, parece que no tienen nada que ver entre sí, como un estanco y una librería. Pero están ambas en guardia. O en el hecho de que gran parte de la actividad financiera actual ocurre en el terreno de lo estrictamente virtual. Desde las complejísimas ventas de acciones, futuros y toda clase de instrumentos que ya ni siquiera están relacionados con dinero o mercancías sino con otros instrumentos, hasta la explotación de las monedas digitales. Nadie tiene muy claro por qué se han vuelto tan populares y se encarecen con tal velocidad y al mismo tiempo, su explotación, aunque parezca desprovista de fricción, tiene consecuencias claras en el mundo físico. Si continúa la extracción de moneda digital al ritmo que lleva actualmente, pronto un porcentaje significativo de la producción de energía eléctrica mundial va a estar dedicada a la generación de moneda virtual. La enorme capacidad de procesamiento que requiere consume una energía desmesurada. Hay pueblos enteros en diferentes partes del mundo que han sido tomados por empresas dedicadas a la explotación de monedas virtuales, como bitcoin, para instalar en ellos grandes generadores de energía y grandes servidores y bancos de datos.
Es irónico que se necesite crear energía para algo que no se puede tocar.
Desde luego. Energía dedicada a lo intangible.
“Manos de lumbre” es una expresión que se utiliza para describir la torpeza destructiva. ¿Quién sería en este cuento las “manos de lumbre”, la científica o la propia tecnología?
Yo creo que ambas. Y también la mujer enferma, Celeste, y su marido, porque todos en determinado momento cometen torpezas, intentos de manipulación que tienen consecuencias devastadoras o muy inesperadas. Creo que en La segunda Celeste está latente la idea de que en este estadio presente estamos entregando al avance tecnológico una parte de nuestra propia existencia, nuestra propia seguridad y conciencia, una parte de nosotros mismos, a aparatos que no sabemos exactamente cómo funcionan.
Y, además, en el cuento se apunta que todos estos datos, conocimientos, experiencias, almacenadas y procesadas por una máquina, no solo pueden generar fallos, sino activar resortes inesperados, naturalezas que estaban reprimidas o escondidas y afloran sin cortapisa. ¿No sería interesante hacer un guion con este cuento y rodarlo? Ya tienes la experiencia previa de haber escrito el guion la película 7:19.
Todavía no he tenido ningún contacto al respecto, pero si en algún momento surge la oportunidad, me encantaría. Pienso que una historia así sería muy cinematográfica. Y además se enmarcaría en cierta escuela que ya reflexiona sobre temas de este tipo, como Transcendence, con Johnny Depp, un personaje que crea una copia de su conciencia en una computadora, o muchas otras que tienen que ver con esta preocupación tan contemporánea. Si hubiera una de origen mexicano, me encantaría. Preguntemos a Guillermo del Toro (reímos).
Me interesa ahora preguntarte sobre la creación literaria en sí. Varios de los cuentos de Manos de Lumbre finalizan casi en el clímax. ¿Terminan donde tienen que terminar o hay otras posibilidades? ¿Cómo saber dónde empieza y termina una historia?
Intento que el final de los cuentos ocurra tan rápido como sea posible. No me disgusta que en ocasiones haya un desenlace más pausado, pero incluso cuando eso sucede, acabo colocando algún tipo de giro, alguna sorpresa o complicación adicional, en la que se puede ver un poco más el mundo de los personajes. Por temperamento, creo que no me acaban de funcionar los desenlaces extensos, como elegíacos. Los principios me resultan más difíciles. Suelo tener una escena importante o al menos estimulante que es mi punto de partida para trabajar, pero no quiere decir que vaya a ser el comienzo. De hecho, suele no serlo, más bien se acerca a la parte media o al final. Hacer el planteamiento de dicha situación implica para mí encontrar las circunstancias iniciales de la acción y, a veces, estas no están necesariamente a la vista en la primera escena. Una vez tengo la idea de la trayectoria del cuento, me resulta en cambio más fácil escribir las primeras palabras. No siempre serán frases demoledoras o memorables —cuando ocurre me da mucho gusto—, pero de alguna manera me interesa que puedan ir abriendo el panorama de lo que está pasando, que quede claro ese punto de partida, quizá porque en ocasiones el desarrollo tampoco está claro ni para mí.

¿Comienzas y la propia historia te dice cómo tiene que terminar?
Sí, pero sobre todo me dice cómo tiene que empezar.
¿Te pones música para escribir? ¿La misma música que escuchaba Pablo?
En este caso, sí, no solo porque se trata de temas muy importantes para Pablo, sino porque también lo fueron para mí. Yo nací en México en los 70. A la generación inmediatamente anterior le tocó participar en los movimientos contraculturales de los años sesenta y yo tenía un tío que se integró de pleno. Tenía 20 años cuando acudió al famoso festival de Avándaro, que fue como el Woodstock mexicano, muy satanizado también por las autoridades. Vivíamos todos en la misma casa y él era el que controlaba el tocadiscos. De modo que yo crecí escuchando a Pink Floyd, a Los Beatles, a Bowie. El rock y sus derivaciones, el rock progresivo, o el metal, es parte de mi propia vida. Todo eso está ahí. Y también lo que en México se llamaba canción rupestre, algo parecido a la canción de protesta, pero de ambiente urbano.
Hablando de generaciones, a propósito de tu ensayo de 2012. ¿Qué están haciendo ahora los zombis de la Generación Z? ¿Han vuelto a zombificarse otra vez, o han cambiado en otro sentido?
Creo que los zombis de los que hablé en aquel texto han tratado de salir adelante. Desde luego hay varios que sí han continuado escribiendo. Algo que no se terminaba de ver al comienzo de esta década es que las convulsiones que habían marcado el primer momento de maduración de los componentes de dicha generación todavía no han cesado. Incluso, a las convulsiones de aquella época se han agregado muchas otras. Estamos, de hecho, en medio de un tiempo convulso, tumultuoso. Creo que esa generación está contemplando la situación presente ya no tanto con melancolía o asombro, sino más bien con una sensación parecida al pasmo. No es solo el hecho de que la transformación del entorno lleve a preguntarse por las propias capacidades o por el propio futuro; es también la constatación del paso del tiempo. Esta generación ya no es la que está al frente, ya se está empezando a quedar atrás, se encuentra en la segunda mitad de su vida, lo cual puede ser angustioso o paralizante, sospecho, para mucha gente.
¿Una generación entre dos grandes cambios? ¿Serán nuestros hijos los que vivan una nueva revolución cultural?
Ojalá. La peor parte es que no lo sabemos. Yo desearía que ocurriese. No se puede negar que hemos hecho cosas de valor, pero, en conjunto (trato de acotarlo a México, pues lo veo con mayor cercanía), pienso que muchas de las pruebas a las que fuimos sometidos, no las pasamos. Es una constatación amarga.
Yendo a tu forma de escribir y para terminar esta entrevista. Si tuvieras que elegir un solo adjetivo que te describiera, ¿cuál sería?
Ayayay, qué pregunta. (Risas). Diría que neurótico.
“Escritor neurótico” ¿Y por qué?
Porque, como decimos en México, “me clavo” en todas las partes del proceso. Desde las minucias técnicas hasta los intentos que hago en mi cabeza loca para justificar lo que estoy haciendo, para tratar de explicármelo. No tanto para establecer un arco teórico, sino para tratar de entender de qué manera se inserta lo que estoy haciendo en el trayecto en que me he descubierto o encontrado a la hora de escribir. Soy de esas personas que, por supuesto, tienen temas recurrentes y obsesiones, técnicas favoritas; pero por esta misma neurosis que tiene que ver un poco con el perfeccionismo y otro poco con las dificultades que uno afronta en lo cotidiano, tiendo a buscar siempre formas de variar lo que ya hice, de no repetirme.
Formas de no plagiarte a ti mismo.
También así. Bien o mal, pienso que por lo menos ya intenté ciertos enfoques, ciertos tipos de argumentos y personajes. Con ellos trato de mantenerme alerta para no repetirlos. No diré que tengo una lista negra de cosas que ya no quiero hacer, pero sí hay algunas ideas que tengo muy claro que están asentadas en lo que ya he escrito y no tengo intención de volver a acercarme a ellas.
¿Por ejemplo? ¿Microrrelato, tal vez?
Creo que sí volveré al microrrelato, aunque este libro se aleja deliberadamente de él. Me refiero más a algunos temas y técnicas, como en mi novela La torre y el jardín (México, Océano, 2012), que es compleja en cuanto a la estructura y tiene una serie de juegos argumentales que son mi guiño experimental a la modernidad del siglo XX. A mí esa novela me gusta, pero ya hice una, no quiero hacer otra novela así. Mi novela de estructura catedralicia con cuatro voces entrelazadas y dos corrientes principales de narración que se entrecruzan, con simetría entre sí, eso ya lo hice.
¿Qué será lo próximo?
Algo que hasta ahora no había hecho: una novela que, por una parte, se enfoca al público más joven y por otra parte, incluye componentes de ciencia ficción de una manera más desprovista de ironía de la que he solido utilizar. Más realista, también tiene que ver con preocupaciones actuales, el desgaste de la sociedad, el cambio climático. Y sale Celeste en un papel secundario.
¿Apagarán a Celeste algún día porque se volverá demasiado poderosa?
(Risas) No lo sé. Tal como la planeo en esta novela, eso no ocurre, no lo he terminado, espero llevarla a buen puerto. Si todo sale bien, al menos tendrá un capítulo más de su historia allí.
Almu Ballester es lingüista y escritora.
 
 

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