'Hasta la frontera de mi sueño', de Ricardo Martínez Llorca

Texto leído en la presentación del libro ‘Hasta la frontera de mi sueño’ (El Desvelo).
 

“El autodidacta es un tipo que, tras mucho estudio y mucho esfuerzo, descubre que al este de Valencia hay un mar que se llama Mediterráneo”. (Gándara)

Añado yo, de mi cosecha, que ese autodidacta podrá, más adelante, en la hora del crepúsculo, certificar que poco importa cómo se llame el mar, mientras sea mar.

 

Pertenezco a un grupo social, dentro de una generación, en la que el martillo era un instrumento didáctico.

Junto a tantos otros, nos tocó vivir una época en la que el supuesto aprendizaje en centros religiosos, nos enseñaban que lo divino muestra tres caras: Dios Padre, Dios Hijo y un cuerpo astral que se representa con la figura de una paloma.

Una abstracción es casi tanto como decir algo que no existe o, al menos en mi caso, puedo traducir como algo que apenas me importa que exista, pues no voy a empeñar mi materia gris en entender algo incomprensible.

Yo a mi materia gris la quiero mucho.

Esta pleitesía religiosa, esta tradición, estas raíces de índole más o menos cultural, dictan que el amor entre padres e hijos no está sometido a condiciones.

La leyenda de Abraham habla por sí sola. El padre le ordena al hijo matar, a su vez, a su propio hijo. Y el amor al padre debe ser el mayor de todos, pues Abraham accede en el mayor acto de cobardía de la historia de la literatura. El padre absoluto, eso sí, terminará por “regalar” a su hijo el perdón. Un regalo que es un acto de soberbia.

El amor hacia el hijo, como se da por supuesto que lo sienten todos los padres, incluido el divino, no es necesario someterlo a prueba alguna.

Pero la leyenda de Abraham me ha llevado a preguntarme, varias veces, hasta qué punto no se ejecuta a diario ese ritual del padre exigiendo la paga de amor al hijo.

Y el niño, entonces, puede padecer lo que señala Sebastian Junger en Tribu:

“Si tú has sufrido la muerte de un ser querido, o si no se te abrazó lo suficiente cuando eras niño, tienes hasta siete veces más posibilidades de desarrollar los tipos de trastornos de ansiedad que contribuyen al trastorno de estrés postraumático”.

 No sé hasta qué punto esa falta de abrazos es una forma de violencia.

Pero yo no he venido aquí a hablar sobre una novela que trate de lo divino, del Dios Padre y del Dios Hijo. El Nuevo Testamento, empeñado en corregir a la voz coral del Antiguo, injerta en el vocabulario la palabra “prójimo”, que se explica en la Parábola del Buen Samaritano. Sin embargo, se trata de un sonido que no es muy querido por aquellos a los que nos obligaron a permanecer en centros religiosos, al menos si hablamos de hace ya varias décadas. Existe un sinónimo: hermano. Aunque lo que llamamos sinónimos no son, en realidad, palabras equivalentes.

El amor entre hermanos quedaría, pues, fuera del ámbito de lo divino. Es un amor más horizontal, es un amor humano. No es una abstracción. El amor es una abstracción, pero no lo es querer y ser querido.

Y eso, al contrario que con El Espíritu Santo, garantizo que eso sí existe.

Así pues, hasta los Nuevos Evangelios, un libro religioso cuyo tema es la paradoja que supone afirmar que lo más sagrado es ser persona, nos enseñan que el amor entre hermanos es mucho más sagrado que el de padres a hijos. Aquí nadie habla de condiciones ni de regalos de soberbia. Aquí hablamos de nuestros mejores amigos.

Lo humano, a mí no me cabe duda, es mucho más sagrado que lo divino.

La familia es una farsa.

La frase tampoco es mía. Ni de Gándara ni de Cicerón. La frase me la soltó una amiga hablando por teléfono.

Propongo ponerse a uno mismo como ejemplo. La distancia entre lo que uno es y lo que cree que es, puede suponer un centímetro o cien kilómetros.

Supongamos, pues, que ese personaje plural que es una familia se somete a un psicoanálisis. Las relaciones sinápticas entre personalidades son mucho más entreveradas, y se multiplican.

Si la distancia entre lo que uno es y lo que cree que es se encuentra en la primera mitad, entre el centímetro y los cincuenta kilómetros, en el caso de la familia se hallará en la segunda parte del recorrido.

Pero la gente es muy feliz en el teatro. Y me alegro de ello. Si te ha tocado un buen papel, por utilizar un anglicismo: juégalo.

Aunque en buena medida, no deja de ser producir lo que en psicología se llama “un hecho alternativo”: Producir un hecho alternativo quiere decir que frente a un hecho incuestionable, se convierte un enunciado paralelo en un hecho más verdadero.

Pondré un ejemplo:

Cuenta Stendhal en Sobre el amor la anécdota de un marido que sorprendió a su mujer desnuda y debajo de otro hombre y que, apenas comenzó a protestar, se vio descabalgado de su cólera por la más absurda e inesperada de las respuestas: “no es lo que parece”. Primero tímida y a la defensiva, cada vez más atrevida ante el estupor del marido, la mujer fue volteando la situación, contrariada al principio, luego digna, por fin enrabietada, hasta que, víctima despechada, salió de la habitación furiosamente ofendida: “crees más en lo que ves que en lo que yo te digo. No te lo perdonaré jamás”.

De niño yo encontré hogar en sitios donde podíamos correr riesgos.

La pregunta, de la que trata la novela, es qué riesgos queremos correr.

Yo no quiero que los niños corran riesgos en los hospitales ni en las calles. Pero quiero que corran el riesgo de hacer o mirar una fotografía, de pintar y contemplar un cuadro, de componer o escuchar una canción. Que corran el riesgo de decir lo que no se debe decir, de mirar lo que no se debe mirar.

Quiero que corran el riesgo de exponerse, y el más grato de todos, el de sentir el aire libre en compañía de sus hermanos.

Quiero la seguridad para los niños por la misma razón por la que quiero la inseguridad, y a quienes por cariño generan esa inseguridad.

Este derecho debería estar garantizado -por la ley o por la Biblia-. Porque ese derecho va adherido a su hermano gemelo, que es el derecho a la felicidad.

Creo que en algún lugar existirá un libro de citas que contenga las últimas frases de personas célebres. Yo apenas recuerdo un par de ellas. Una es la de Buster Keaton, quien yacía en la cama, rodeado de amigos que ya le creían muerto. Para cerciorarse, uno de ellos sugirió a otro tocarle los pies a Buster Keaton, pues se supone que es lo primero que se enfría en un cadáver. Al oír tal comentario, Buster Keaton abrió los ojos por última vez y dijo: “Excepto a Juana de Arco”.

La otra es de Henry Morton Stanley, el periodista al que el New York Herald encomendó la búsqueda del Doctor Livingston. Este energúmeno, de quien recomiendo no leer ni una sola línea, pasó los últimos años de su vida solo y encerrado en un apartamento de Manhattan. Su último rezo, se comenta, fue algo así como “quiero ver los bosques, quiero ser libre”.

Este es el espíritu de ‘Hasta la frontera de mi sueño’.

En el colegio religioso me enseñaron muchas cosas inútiles, pero sin ser ni siquiera ateo, ni saber si lo aprendí gracias a ellos o por propia iniciativa, yo sé rezar. Esta novela es una plegaria.

Cada noche, confieso, antes de apagar la luz, recuerdo a mis amigos, a mis hermanos, y trato de calmarme para dormir mientras pienso en ellos.

Y mientras llega el sueño, repito, rezo las frases de Stanley: Quiero ver los bosques, quiero ser libre.

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