De todas las relaciones que podemos sostener a lo largo de nuestra vida, es posible que la amistad sea la que más alegría da a nuestro corazón. “La amistad hace de tormentas y tempestades un día claro, y convierte la oscuridad y la confusión de pensamientos en luz del día”, escribió alguna vez Francis Bacon en uno de los elogios más notables que se han hecho a la amistad.

El motivo por el cual los amigos son tan valiosos en la vida es quizá porque esta es una relación que suele estar unida por la libertad. Nada nos une con un amigo más que la voluntad sincera de estar en su compañía.

En este sentido, una de las amistades más honestas que han existido en la historia del pensamiento fue la de Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau, dos de los pilares de la conciencia reflexiva de la cultura estadounidense y ellos mismos cabezas del llamado “trascendentalismo”, una suerte de escuela filosófica que invita al ser humano a mirar más allá de sí mismo y trabajar cotidianamente por valores elevados como la verdad, la virtud o, incluso, el amor en sus expresiones más refinadas.

De acuerdo con los biógrafos, ambos se conocieron en 1837 gracias a que la cuñada de Emerson, Lucy Brown, los presentó. Emerson tenía entonces 34 años y había escrito ya una de las conferencias fundacionales de la independencia intelectual de Estados Unidos, “The American Scholar”. Thoreau, por su parte, era un joven de 20 años con un claro espíritu contemplativo, sensible ya a los matices más preciosos de la existencia y a quien Emerson comenzó a admirar por esa vocación.

De inicio, el lazo entre ellos fue intelectual. La diferencia de edad no impidió que ambos reconocieran los puntos en común entre sus formas de pensar y experimentar la realidad, en relación con numerosos aspectos de la existencia. Si acaso, sólo por ser mayor, Emerson ejerció una especie de tutelaje implícito y en muchos casos de apoyo material franco, lo mismo permitiendo al joven Thoreau que leyera los libros de su biblioteca como, años después, que viviera en la cabaña que le ayudó a construir en un terreno en los bosques de Walden Pond, Massachusetts.

La vida, sin embargo, también se encargó de fortalecer su vínculo con circunstancias de otro orden. En enero de 1842, ambos sufrieron casi al mismo tiempo la pérdida de un ser amado. Thoreau perdió a su hermano John, por una infección de tétanos; y Emerson vio morir a Waldo, uno de sus hijos, enfermo de escarlatina. La amistad puede tener a lo largo de la vida muchas pruebas, y contrario a lo que se piensa, el infortunio no es una de éstas, pues ningún amigo verdadero renunciaría a acompañar a otro en un momento de desgracia. Emerson y Thoreau caminaron el suyo juntos y su vínculo se fortaleció aún más. “Dejemos que el alma tenga la seguridad de que en algún lugar del universo se reunirá con su amigo y estará feliz y contenta durante mil años”, escribiría Emerson algún tiempo después, en un ensayo titulado sencillamente “Friendship”.

Lamentablemente la amistad, como todo lo humano, también es frágil. Hubo un momento en que la de Emerson y Thoreau resintió también el efecto de los malentendidos, los sentimientos encontrados y, podría decirse, el efecto lógico de la existencia cuando las búsquedas esenciales de dos personas corren por cursos que las llevan a la separación.

Por diversos motivos, las trayectorias de Emerson y Thoreau divergieron hasta hacerse irreconciliables. Thoreau, en especial, resintió la influencia de aquel al que alguna vez miró con admiración y de quien incluso aceptó cierto magisterio. Ese, quizá, fue el punto de quiebre, pues nadie puede ser maestro de otra persona toda la vida: inevitablemente llega el momento en que la enseñanza termina y el aprendiz se da cuenta de que tiene que aprender por sí mismo. Tal vez eso pasó por la mente de Thoreau. Tal vez, también ninguno de los dos manifestó sus inquietudes de la mejor manera, pues la relación de ambos comenzó a ensombrecerse con reproches, sospechas y rivalidad.

Cuando Emerson conoció a Thoreau, le aconsejó al joven llevar un diario. Thoreau lo escuchó y ese mismo día comenzó uno. Muchos años después, un 8 de febrero de 1857, anotó en su cuaderno:

Y ahora otra amistad ha terminado. No sé qué hice para que mi amigo dudara de mí, pero sé que en el amor no hay errores y que todo alejamiento está bien fundamentado. Pero mi destino no se estrecha, antes bien es posible que se haya ensanchado. Los cielos se retiran y se arquean hacia lo alto. Siento un gran dolor no sólo moral, sino también físico, tal como los dioses quizá lo experimenten, en mi cabeza y en mi pecho, un cierto malestar y plenitud. Mi vida es como una corriente que de pronto se ha estancado y no tiene salida; pero crece hacia las montañas más altas y las recubre, hasta convertirse en un lago profundo y silencioso. Quizá no haya nadie cerca que nos mire como a un dios y nadie a quien miremos como tal. Cada hombre y cada mujer son verdaderos dioses y diosas, pero disfrazados para la mayoría de sus semejantes. Hay uno solo en cada caso que mira a través del disfraz. Aquel que no se queda demasiado cerca de nadie para atestiguar que la divinidad de cada uno es simplemente verdadera.

Cuando murió Thoreau, Emerson pronunció el elogio. Sin saberlo, sus palabras fueron como el reflejo público de este apunte que Thoreau hizo en privado:

“Dondequiera que haya conocimiento, dondequiera que haya virtud, dondequiera que haya belleza, allí encontrará un hogar”.