Semejante a los desconocidos páramos del universo, la interioridad humana es el misterio más infinito que se ha desplegado ante nuestros ojos. Los laberintos que son nuestros pensamientos, deseos y sentimientos siempre tendrán algo de indescifrable —por eso, tal vez, nuestra irremediable necesidad de elucidarlos. De entre todos los reinos que habitan dentro de nosotros, es quizá el del amor el más opaco y también el más fascinante, indudablemente digno de todos los poemas, canciones, pinturas y actos que se han realizado en su nombre.

Uno de los más lúcidos tomos en torno al amor y sus muchas expresiones —el erotismo, la sexualidad— es La llama doble (1993) del mexicano, Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz. En este brillante ensayo, el también poeta aborda estos sentimientos tan humanos y las complejas relaciones que guardan entre sí. Para Paz, amor y erotismo se distinguen en tanto que el segundo es la expresión física del primero; así, el amor es la combinación mágica de la sexualidad (como rasgo animal, reproductivo) y el erotismo (que es la ritualización del acto sexual). Finalmente, el escritor definió el amor como “una de las respuestas que el hombre ha inventado para mirar de frente a la muerte”, por la sensación que nos regala de inmortalidad, una experiencia que “todos o casi todos veneran pero que pocos, muy pocos, viven realmente”.

En años más recientes, el poeta estadounidense J. D. McClatchy escribió un precioso texto para prologar su antología de poesía amorosa LGBT Love Speaks its Name (2001), una iluminada reflexión en la que distingue el amor del deseo, dos sentimientos que a menudo se entrelazan y se confunden, y que se alimentan entre sí en su profunda fuerza, pero que existen como dos universos aparte. Las palabras del escritor, llenas de una conmovedora poesía, son una aguda exploración de esta borrosa diferencia, y nos recuerdan que el amor, más allá de la circunstancia o del comportamiento, es un sentimiento metafísico.

El deseo puede ser un afán vago, un anhelo agudo, una firme añoranza, una obsesión sin remedio. Puede señalar una ausencia o una presencia, una necesidad o un compromiso, un ideal o una imposibilidad. La raíz de la palabra deseo se relaciona con el verbo considerar y con algunos términos vinculados [en inglés] con los conceptos “investigación” y “augurio”, recordándonos así que el deseo se refiere frecuentemente menos a lo que sentimos y más a lo que pensamos que se sentimos. Y la raíz aún más profunda de la palabra la vincula [en la lengua inglesa] con estrella y brillar, como si nuestros deseos y las partes luminosas de nuestro ser, fueran como los destinos inamovibles que refleja el firmamento, esos que determinan el curso de nuestras vidas. Sin duda, nuestra experiencia mundana del deseo a menudo coincide con una sensación de que algo que escapa nuestro control, algo confuso, algo que nos lleva más allá de los límites del hábito y la razón. Es el corazón de nuestros corazones, la mera sustancia de nuestro ser. El deseo detona más allá de las fronteras del tiempo y de la ley. Navega sin rumbo por entre los velos del decoro. No puede ser confinado a expectativas o estructuras sociales.

El amor es, una vez más, otra cosa. Así como los caminos del deseo son misteriosos y sus efectos desconcertantes, el amor es el deseo elevado a su más alta potencia. Puede consumirnos tanto como el deseo, pero dura más tiempo. El amor es la calidad de la atención que le ponemos a las cosas. El amor es ambos, el templo y el ídolo. El amor es lo que hacemos a partir de otras personas y lo que ellas hacen de nosotros. Puede ser tan falto de pasión como un monje Zen o tan derrochador como un héroe romántico.