Pla, sin miedo a cagarse en todo

Por: Galo Abrain
Dudo que un andrajo tan hermosos alcance a recordar algo de mí, pero hace un año compartí un cigarro con Albert Pla. El tipo, en su línea habitual, desencajaba la lengua del cepo que es su boca cada dos o tres preguntas. Las respuestas, “Si….” “Bueno….” “Me alegro de que te guste…” se repitieron tanto que me entraron ganas de arrearle una soberana ostia en la cara para que despertase de ese onírico trance infinito. Recién había salido de ver su obra de teatro musical Guerra, con Fermín Muguruza, al que esperaba ver vomitando esputos de hijo putas en una mierda de ciudad y me encontré danzando al ritmo de suaves baladas de pop protesta que habrían colocado hasta a una panda de yuppies. Supongo que esa era también la gracia del espectáculo, sangrar prejuicios. Si no hay nada más sistemático que convertir una revolución en un producto, convertir un producto revolucionario comercializado en un producto con tufo comercial tal vez sea lo más contracultural que se puede hacer ahora. Ahora que todo es contracultural, y no lo es nada.

No sé, el empacho de parrillada de verduras congeladas, dos cervezas y la modorra insalvable del cigarro de después de comer seguramente me estén constriñendo el cerebro sobremanera. Pero creo que aún mantengo la cordura para poder proseguir esta derrama tan poco elegante.
Bueno, no me despisto más, coño, Albert Pla… Albert Pla es un tipo singular. Atípico. Como si un lagarto se tragase un bebe recién parido y se cambiase su cara reptiliana por la del pobre crio. De una sincera dulzura cándida y al mismo tiempo de una agresividad que sale a apestar los compases cada tres o cuatro acordes. Hay muchos músicos que pertenecen a su música. Su estilo les conforma y los define en una amalgama de generalidad descifrable antes por una perilla mal recortada, una canción que tiene la flor en el culo de raspar el amargo cielo del éxito o unas siglas que los perseguirán allá a donde vayan, por mucho que se partan el espinazo a perpetua por labrarse una carrera en solitario. Pero Pla no, Albert se rajó las tripas, hizo un aquelarre con un par de brujos, un par de yonkis, una puta y sus entrañas y se encontró a si mismo reptando por una suave melodía de acordes flamencos con tintes rumberos entre las que se siente cómodo, como ese reptil metahumano en un circo de los horrores. El cabrón posee talento, el de ese ansioso visceral que siempre encuentra algo bueno que extirparse. Deshonrado valiente enamorado, barquero de pesadillas cariñosas que como le decían a Robe de Extremoduro en unos versos nos enseña el corazón y en otros el culo. Un culo que, por cierto, se limpia con las entrevistas del patético show business, acostumbrados a gestionar dictatorialmente y a placer el devenir de las entrevistas y que el bueno de Albert, que ya poco tiene que perder porque no puede haber ganado más, domestica con el lazo de la indiferencia y la irreverencia. Si sabes como soy, para qué me invitas…  Me imagino ese culo seguramente blanco, como raspado con amoniaco y lejía. No es tan raro que me lo imagine porque visto lo visto Pla tiene a bien enseñarlo en sus gestos hacía lo establecido regularmente.
Por eso ciego, lo que se dice ciego no lo veo, como decía en aquella canción. Menos cuando se folló a la hermana de Marta, o era a Marta a la que se folló y se quería follar a su hermana… En fin, las pastillas y las rayas producen una sincera conciencia alterada. Una bonita degradación arrastrada por pasillos roñosos. El caso es que Albert es un gran director de teatro. Guerra me excitó, vi a Gila rezándole al enemigo por una pausa para la siesta reencarnado en el enfermizo de Albert. Tiene madrigueras azules de topas heroínas en las venas y eso no le ha impedido seguir vivito y coleando, dando guerra a contra pelo sin perder esa entraña que seguro le costó lo suyo invocar. Recuerdo aquella conversación con la dulzura de aquel que comparte un cigarrillo con un borracho de madrugada. La de alguien que respeta a Fuller y sabe que el hombre sabio, incluso cuando calla, dice más que el necio cuando habla. El que preguntaba era yo, el gilipollas, pero es que sentía una bola de nervio en la tráquea por no poder exprimir, aunque solo fuera un poco, la buenaventura de compartir un cigarro con Albert Pla. Y qué duda cabe, de que los nervios no son sanos compañeros de la elocuencia.
Parece que mi pequeña venganza es escribir este artículo sobre él, ahora que su nuevo espectáculo Miedo se ha largado lejos de Madrid, a Lleida, y ya no lo voy a ver. Bueno, no es que no haya ido por miedo, o por un verdadero rencor, sino más bien por despiste o pasotismo, algo que seguro nuestro protagonista comprenderá sin duda. Pero le deseo a Albert una fatídica hoguera de horrores. Una de esas que consiguen remover el estómago y derrocan gobiernos y queman obras de arte para calentar mendigos mientras los mandamases se echan las manos a la cabeza y se les pone una mueca de espanto, algo orgásmico para aquel que sepa escudriñar lo placentero de su sufrir. En una sociedad impregnada hasta el tuétano por lo políticamente correcto, la corrección social y la terciopelada candidez de los argumentos deliberados, Albert Pla es como un caballo de Troya, entra con voz de vieja viuda cansada o de niño sin caramelo, y le prende fuego al puto monte sin meditarlo más allá de lo que dura una canción. Su espectáculo se llamará Miedo, pero tranquilos, Albert sigue sin miedo a cagarse en todo.

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