Nuevas adicciones

Recientemente, me he encontrado en varias conversaciones que giraban sobre el impacto (en este caso, negativo) de la tecnología, especialmente el de los videojuegos y las redes sociales, y las decisiones que se habían tomado al respecto. En ellas, escuchaba cómo varias personas habían tomado la tajante decisión de desconectarse, “darse de baja”, y apagar sus cuentas de Facebook, Twitter, Instagram etc. aunque por motivos diferentes: una, por saturación, hartazgo y aburrimiento personal; otra, por una posición mucho más política en contra del uso indiscriminado y descontrolado que se hace de nuestros datos y también para alejarse de la increíble capacidad de las redes sociales para homogeneizar y manipular los flujos informativos a base de algoritmos, y simplificar los debates políticos y sociales a base de brevedad y velocidad (tema que, por cierto, merece un artículo aparte); otra, por haber tomado consciencia de la dependencia que le había generado el teléfono y cómo las redes le habían disminuido su capacidad de atención y concentración; y una última, para terminar de una vez por todas con los problemas familiares que estaba teniendo para limitar las horas de pantallas y videojuegos a sus hijos.

Por desgracia, la mente colectiva siempre tiende a ser estrecha y nuestras sociedades tienen dificultades para reconocer las adicciones cuando no se desarrollan alrededor de una substancia. Dejando a un lado las negaciones individuales o familiares que, a menudo, bloquean la visión de los problemas más cercanos y obvios, nos suele ser más sencillo aceptar y afrontar la existencia de un comportamiento adictivo con el alcohol, el tabaco o las drogas que, por ejemplo, con el juego, el sexo o las adicciones derivadas de la tecnología: internet, teléfono celular, videojuegos, compras y apuestas on-line etc. La tolerancia social con los problemas asociados a la tecnología es especialmente alta. Quizá porque aún no la vivimos con normalidad si no cegados por las múltiples ventajas que supone; quizá porque nos llega envuelta en un sofisticado celofán de negocio y consumo que estimula la vanidad y la ostentación; quizá porque los procesos de adicción son sutiles, silenciosos y no implican, a priori, ningún deterioro visible ni problemas de salud física. Quizá por todo eso, o quizá simplemente porque como sociedad vamos cortos de miras, la realidad es que suelen pasar bastante inadvertidas.

Un estudio de la Royal Society for Public Health de Inglaterra titulado #StatusOfMind ha examinado los efectos positivos y negativos de las redes sociales en la salud mental de jóvenes y adolescentes del Reino Unido. A través de encuestas y analizando una cantidad de variables que van desde la influencia en comportamientos y hábitos sociales y personales (calidad y cantidad del sueño, de las relaciones sociales en persona etc.) a la autoestima del sujeto (la percepción sobre su propio cuerpo, su vida, su entorno); pasando por el acceso a la información (fiable, experta, bulos) y por las emociones del usuario (alegría, satisfacción, soledad, ansiedad…) concluyó con un ranking de las cinco redes sociales más populares en función de su influencia en el bienestar y salud mental de los más jóvenes: YouTube, resultó tener el impacto más positivo entre los jóvenes, seguida de Twitter y Facebook. La siguen las dos que generan un impacto más negativo: Snapchat y, la última de la lista, Instagram.

Asociaciones especializadas y psicólogos reciben cada vez más solicitudes y consultas sobre estas adicciones que se pueden manifestar en comportamientos como, por ejemplo, la ansiedad ante la falta de conexión a internet o no estar conectado a la red con el riesgo de “perderse algo”; el complejo “like me” o la dependencia emocional del número de “Me gustas”; el abandono de otras aficiones o la pérdida de creatividad porque ante cualquier segundo de tiempo libre el reflejo es agarrar el celular…

La tecnología digital es ya parte inherente de nuestro sistema de vida occidental. Y como tal, requiere ser tratada no sólo desde la ingeniería electrónica o industrial, el diseño, la innovación o la economía de mercado, si no también con un enfoque de salud pública, de educación básica y de prevención de riesgos en el entorno personal y laboral. Algunas empresas han tomado la iniciativa de limitar la híper-conexión de sus empleados fuera de las horas de trabajo y ya hay países que incluso han legislado al respecto para proteger la privacidad y el descanso del trabajador.

Pero, quizá, para tomar consciencia de todos los riesgos que la situación implica, lo primero que hay que hacer es dejar de desentenderse del problema atribuyéndose a los niños, niñas y jóvenes. “Es que están todo el día pegados a los videojuegos y al celular”, se escucha decir a muchos adultos llenos de hartazgo e indignación.

Y a menudo, la frase es dicha mientras te miran de reojo, pronunciada en el breve instante en el que levantan la vista del teléfono que les tiene absorta la atención.

Fernando Travesí

 

Fernando Travesí

Escritor y dramaturgo galardonado con el Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca por su obra “Ilusiones Rotas”. Entre su producción teatral se incluyen “Palabras de amor, sangre en la alfombra”, “Tú, come bollos”, “Acuérdate de mí”, “El Diván”, "El espacio entre medias" y "La sensación de no saber estar", representadas en diversos escenarios españoles (incluyendo el de la Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos) latinoamericanos y estadounidenses. En el ámbito narrativo, es autor de la novela “La vida imperfecta”, (Editorial Editorial Siltolá, España. Editorial Planeta, Colombia) premiada con el Premio de Novela Corta del Fondo de Cultura Económica (Colombia). Es también autor del libro "Peter, Niño Soldado" (Ed. Martínez Roca, Grupo Planeta 2004) y su más reciente publicación e el libro de relatos “El otro lado de las cosas (que ocurren bajo el cielo de París)” (Editorial Siltolá, España)

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